1- DE CUANDO LOS REYES MAGOS
VENÍAN POBRES...
Antonio pidió a
su madre una esportilla para ir a casa de sus abuelos en busca
de algo de paja y de cebada. Era la víspera del Día de Reyes, el
día de más ilusión para los niños de antes y de ahora. Cargado
con su esportilla iba calle adelante cantando y silbando
villancicos: los mismos que en la pasada Navidad le habían
servido para pedir los aguilandos. Y era tal su alegría,
que parecían cascabeles del alma sus cancioncillas navideñas,
cantarinas y dulces como las que ya entonó en honor de la Virgen
de Loreto en la misa mayor de la fiesta grande del pueblo; y es
que, Antonio, aquel año había inaugurado su vocecita entonando
el laudamos te, benedicimus te del Gloria, acompañado de
varios músicos de la pequeña banda del pueblo dirigida por el
tío Paco Chacón.
Era ya al
atardecer. Y llegó a su casa con la espuerta cargada de paja
limpia y dorada en la que su abuela mezcló algunos granos de
cebada. Tenía que ser así, pues los caballos de los Reyes
llegaban cansados y debían alimentarse para proseguir su camino
a otras casas y a otros lugares. Y es que Antonio, con sus ya
diez años, tenía una gran fe y creía a pie juntillas en los
Reyes Magos. Parece mentira, pero así era. Y no le valían
historias ni infundios que sus amigos propalaban aquellos días
diciendo que era mentira lo de los Reyes y que eran los padres
quienes dejaban sus regalos a los niños. Antonio estaba
dispuesto a disputar con quien fuese, la certeza de que los
Reyes Magos venían todos los años a su pueblo... Concretamente,
el pasado año estuvo a punto de verles; lo que pasó fue que
quedó dormido tan fuertemente, que apenas pudo distinguir el
sonido de los cascos de los caballos cuando ya se marchaban...
Pero la evidencia estaba clara: casi se habían comido la paja
que les preparó en la esportilla, y su carta, la carta que todos
los años acostumbraba a dejar allí para que la leyeran, estaba
abierta, y las cosas que pidió estaban allí...
Antonio, de
verdad, de verdad, era el niño más ingenuo y candoroso del
mundo. Así pues, como todos los años, se dispuso a escribir la
carta que aquella noche dejaría sobre el pienso de la
esportilla:
‘-Queridos Reyes
Magos: Quiero un chompo marino, como el que dejasteis el año
pasado al Ángel el Cojo; y, si puede ser, una caja
pequeña de mazapán, como el que le dejasteis a Adelo; también me
gustaría tener algún cuento de Calleja para completar la
colección que me trajo de Valencia mi hermano José María; y ya
nada más. Únicamente que os acordéis también de mis hermanos
José María, Clotilde y María. No sé si he sido bueno o no. Eso
ya os lo dirán mis padres cuando habléis con ellos esta noche.
Me parece que este año no me merezco muchas cosas, pues hace
unos días que el maestro tuvo que castigarme con motivo de que
el otro día atamos, el Cojo y yo, una cuerda larga al
picaporte del tío Lucio, y desde la esquina tirábamos haciéndolo
sonar y echábamos a correr cuando salían a abrir la puerta, con
tan mala pata que el tío Lucio conoció al Cojo en sus
andares y se lo dijo al maestro, quien, con toda razón nos
castigó. Pero yo ya he dicho que no lo volveré a hacer más. Lo
que sí quisiera también es que a Heliodorete, a Julio el del tío
Teófilo, y a Pepe el de la tienda nueva, les dejéis algo también
y así podremos jugar juntos; porque ya sé lo que Angel el
Cojo ha pedido para este año, y si resulta que por lo que
hicimos con el picaporte del tío Lucio no le dejáis nada,
jugaremos todos y le prestaremos lo nuestro ,...ah !,y para que
no se me olvide, a él le gustaría tener un azuelillo para
plantar tomateras y calabazas y después cavarlas, en el
huertecillo que hemos hecho en el Pino de la Fuente. Sin nada
más, os desea un feliz viaje para adorar al Niño Jesús y poder
traer muchos regalos. Se despide, Antonio
Se nos olvidaba
decir que Antonio pertenecía a una familia humilde y
trabajadora, estimada en todo y por todo el pueblo. Una familia
en que trabajaban el padre y el hijo mayor, ya a sus catorce
años, y en la que la madre trabajaba casi todavía más,
atendiendo las labores domésticas, ayudada ya en algo por la
hija mayor: lavado, fregado, cosido, remendado, limpieza
general, cocina a base de puchero y sartén en la lumbre del
hogar y, además de ello, cuidando la crianza de algunos animales
domésticos: conejos, gallinas, cerdo, una cabra, y hasta en
cierta ocasión un borriquillo. Y Antonio, en edad escolar, con
su cartera iba todos los días a la escuela, donde aprendía,
ávido de saber, todo lo que un señor y señorial maestro, de
bigote y sombrero, delicado, sutil, liberal, inteligentísimo, le
podía enseñar, descubriendo valores entre eternas sonrisas y
liberalidades constantes; era como la entrega total de un
caballero andante, nuevo Quijote en las artes de enseñar,
educando composturas, proyectando inquietudes de progreso y de
ciencia, moralizando con su ejemplo austero y desprendido,
desfacedor de entuertos y agravios cuando la cacicada asomaba
sus morros o la injusticia se manifestaba en algún asunto
importante para la población. Así y allí, Antonio aprendía en la
mente y en el corazón todo lo que aquel buen hombre y maestro
con mayúsculas le decía le enseñaba y le aconsejaba
Total, tras esta
divagación familiar, resultó que aquel niño, ya un tanto
mayorcito, aquella noche de Reyes, en los que creía y soñaba,
colocó la esportilla con la paja y la cebada, amén de su carta y
sus alpargatas - zapatos no tenía entonces y casi no se usaban -
en el balcón de su casa; y tras la sobria aunque sustanciosa
cena, impelido por el sueño y por el cariñoso beso de sus
padres, se acostó, no sin antes rogarles que le despertaran, por
favor, cuando llegaran los Reyes, pues tenía ganas y deseos
fervientes de hablar con ellos.
Pasado un largo
rato, en silencio, y creyendo totalmente dormido al muchacho,
sus padres dejaron en la esportilla, no sin antes haberla
vaciado de pienso, las cosas que, poco más o menos, había pedido
Antonio en su carta... Pero, el niño, que no podía ni quería
dormirse, contempló absorto y en silencio el ir y venir de
puntillas de sus padres y oyó el bisbiseo apresurado que salía
de sus labios... Y lloró, también en silencio,
amargamente, viendo y entendiendo que sus ilusiones se rompian
como un vaso quebrado derramando esencias que el suelo
mancillaba. Pero no reprochó nada, y contuvo el aliento y los
sollozos y las lágrimas hasta dejar en paz a su atribulado
corazón y a su mente calenturienta y desasosegada. Y el encanto,
y la poesía, y el místico arrebato de su ilusionada imaginación
rompieron sus inocentes y angélicas barreras para dejar paso a
la verdad desnuda, casi despiadada... Pero no podía poner en
entredicho el cariño del hombre y la mujer que le dieron el ser
y que también aquella noche intentaron prolongar la ingenua
creencia en los seres que llegarían de Oriente para dejar sus
regalos. Aquella noche fue crucial para Antonio, y pensó y
meditó mucho sobre la vida y sobre muchas cosas... Y llegó la
mañana siguiente, Antonio, ya tranquilo, sosegado, razonando
como un hombre hecho y derecho, pensó que la noche anterior
había dejado la niñez para siempre, y se sintió como un pequeño
atleta vendedor de la timidez y la poquedad para convertirse en
ejemplar de hombre aun sabiéndose niño
todavía en lo físico; su espíritu sufrió el cambio sin traumas
ni descomposiciones: de entonces en adelante habría que
modificar algunas preocupaciones de niño para forjar el
entramado, la base y el contexto de un verdadero aprendiz de
hombre en toda la extensión de la palabra.
Por eso, al
despertar, cogió sus regalos, besó a sus padres y hermanos con
alegría, y agradeciendo el gesto y la sonrisa de amor
entrañable, sin una lágrima, aunque con los ojos húmedos, dijo
que ya estaba bien lo de la verdad de los Reyes. Y silbando
nuevamente una de sus coplas preferidas, marchó a la calle para
jugar con sus cosas en compañía de sus amigos de calle y de
barrio: Angel, Julio, Pepe, Heliodoro, y los demás.
Cuando habló con
sus amigos sobre el tema del día, éstos, que ya estaban en el
secreto desde el año anterior y ya estaban acostumbrados a lo
que viniera, y gracias, lo llevaban con la alegría de la
infancia y ni se sentían heridos ni desilusionados, por lo que
todos a una decidieron enterrar sus imaginaciones en tal
cuestión, para hablar de realidades; era triste, pero así era, y
riendo nuevamente, en alegre camaradería jugaron con sus regalos
prestándolos unos a otros en buena amistad y compañerismo.
Hay que decir que
aquel año los Reyes habían venido al pueblo bastante pobres; y
ahora se explicaban los muchachos de aquella pequeña banda de
barrio que, por ejemplo, a Pepe le habían dejado más cosas que a
Julio. Estaba claro: la casa de Pepe se dedicaba a la venta de
comestibles, y en casa de Julio había hambre de comestibles; ahí
estaba la diferencia,
Y Heliodorete,
con su lenguaje peculiar entre gangoso y disléxico explicaba que
a él le habían dejado neldos, tirititos y lindones
queriendo decir caramelos, garrapiñas y confites, además de un
libro y una cartera.
Y Ángel, el
Cojo, dijo que por fin le habían dejado el azuelo, y un
chompo de carrasca con la cuerda de hilo bramante.
Y a Pepe, que era
el más rico de la cuadrilla, le habían dejado, además de
golosinas y una gran caja de mazapán en forma de culebra, una
colección de estampas para llenar un álbum de Maravillas del
Mundo y una baraja con todos los oficios en forma de personajes.
Y Julio, que era el mayor de la cuadrilla y el mejor de todos
también, poco pudo explicar ni detallar sobre los Reyes de aquel
año. Con un lápiz, un cuaderno y una goma de borrar, todo para
la escuela, y dos puñados de nueces, higos y castañas,
arreglaron los obsequios a Julio; y como éste era bondadoso y
humilde en todo, disfrutó
comiéndose lo que le dejaron en un santiamén, y desencajonando
un viejo chompo, que casi tenía olvidado, resolvió que con
aquello se conformaba y que estaría contento y alegre como
siempre, aquel día y los días sucesivos.
Era ya mediodía cuando volvió
Antonio a su casa, donde ya rodeaban la mesa todos sus
familiares en espera de la comida
.
Todos miraban a
Antonio, y Antonio miraba a todos. Todos estaban contentos. Y no
se habló de otra cosa durante la comida más que de la venida de
los Reyes Magos aquel año y a aquella casa. Y Antonio sonrió, y
estuvo dicharachero, y aseguró a su hermanita María, que sólo
contaba cinco años, que Gaspar había venido más rubio que nunca,
y que Melchor, que era blanco y hermoso como si tuviera cara de
ángel, le había dejado a María aquella muñeca pepona que tenía
en brazos, y que Baltasar, el negro, le trajo desde la
inmensidad de África una cuerda para saltar a la comba hecha de
melenas de león del desierto trenzada por las manos de una
princesa.
Y también dijo
Antonio a su hermana María que el Niño Jesús estaba muy contento
con ella..., y que le decía todo esto porque era verdad y porque
el rey Gaspar le había encargado que se lo dijera. Y ella reía y
se lo creía, porque según sus padres y hermanos, los Reyes Magos
no engañan nunca a los niños buenos.
¡Dichosa
ingenuidad, dichosa niñez, dichosa inocencia! ¿Por qué dejaremos
de ser niños?
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