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LA INCREIBLE HISTORIA
DE DOS JUDAS.
Eran sobre las
cinco de la mañana de aquel Domingo de Resurrección, cuando un
muchacho fornido y casi mozo, llamado por mal nombre Pepe el
Judas, subía los interminables peldaños de la torre hasta el
campanario, cargado con otro judas o monigote hecho a base de
ropas viejas rellenas con paja y orujo, para colgarlo de la
campana mayor, en un ahorcamiento simbólico como castigo a la
traición del mal apóstol, rememorando hechos que el Evangelio
relata y ejemplariza. Y tenía que ser así, justamente, para
arrojarlo desde lo alto de la torre, despanzurrado ya en los
aires y rematado por la chiquillería en el suelo, todo ello
entre el revuelo de palomas y aplausos que motivara el Encuentro
de María y de Jesús tras su procesional andadura por distinto
itinerario hasta encontrarse, con destoque de velos luctuosos y
alegres compases de charangas y vítores de la gente apiñada en
la plaza de la Iglesia.
Sucedía así año
tras año, por costumbre, de generación en generación: el traidor
Judas tenía que morir con las tripas y las entrañas hechas
jirones, apaleado, insultado y arrastrado por la multitud,
después de haber sido ahorcado por el mozo más forzudo de los
quintos de aquel año, o, por quien, cumpliendo una promesa hecha
en difíciles circunstancias, así lo solicitaba del mocerío.
Antes, siempre
había algún acompañante de la ronda nocturna, ya mas veterano y
avezado en estos menesteres quien se encargaba de confeccionar
el pelele con materiales de desecho y con un enorme botijo
pintarrajeado que hacia las veces de cabeza. Solía acompañar al
judas una buena batería de cohetes rateros a los que se daba
fuego en el mismo momento de su arrojamiento; y ni que decir
tiene, que, situando el hecho en el campanario, campanas de
aquella esbelta torre eran lanzadas al vuelo por los quintos
anunciando amaneceres de gloria y castigos de traiciones.
Pero, como
preámbulo y adorno a tan bulliciosa conmemoración, la noche, las
enramadas de pinos, sauce desmayo, flores frutales, almendro y
guirnaldas de bojes y otros ramajes cubrían amplios espacios e
hileras en la calle frontal que conduce a la plaza parroquial,
así como también adornaban ventanas y balcones de las muchachas
en edad de crecer, como piropo de nocturna esperanza colocado
entre cantares de alusivos al amor del novio a la novia, del
mozo a la moza, del chicuelo a la mocita sobre la que ya
apuntaba sus dardos de enamoramiento.
¡Qué hermosura de
pueblo en la alborada de Pascua! !Qué alegría y júbilo
festejando un encuentro victorioso sobre la muerte, algazarado
por la ilusión de la eterna juventud y el fervor de unas devotas
creencias!
¿De qué le vino a
Pepe Pérez el remoquete de Judas? Cuando lo pregunté, una
vieja encorvada, que se entretenía en hacer calcetín me contó a
su aire, poco más o menos, la siguiente historia:
Los padres de
Pepe eran bastante pobres de recursos. Jornalero eventual, el
padre, de vez en cuando daba algunos jornales en tareas
campesinas que reportaban escasos ingresos. Su mujer, aparte de
la limpieza de la casa y demás tareas domésticas, hacía algunos
trabajos a domicilio en algunas casas pudientes del pueblo. No
tenían más que aquel hijo, Pepe, y no había venido al mundo muy
normal que digamos. Tras una larga y penosa crianza, el muchacho
llegó a los seis años como aquel que dice sin dar palotá
ni en el hablar ni en el discurrir; es decir, era un ceporrillo
sin cultivar, y, lo que era peor, sin asomos de poder serlo en
edad mayor. Lo mandaron a la escuela, y allí, a pesar de que el
maestro puso en él toda su ciencia infusa y toda su capacidad de
insigne pedagogo, no llegó a cuajar y despuntar más que en dos
cosas: echar el chompo en el recreo y luchar cuerno a cuerno
hasta con los más fornidos y aun mayores condiscípulos,
venciéndoles casi siempre. Además, tenía una especial habilidad
en hacer novillos engañando a sus padres, quienes, como solían
decir, no podían ver derecho de él. Así fue que, ya cansados y
aburridos de tanto castigarle, amonestarle, advertirle y hacerle
prometer arrepentimientos, que siempre resultaron falsos,
optaron por dejarlo estar y en libertad de acción.
A partir de
entonces, el muchacho, que iba creciendo de cuerpo, no de
instrucción, alternaba su vida con dos ocupaciones que a él le 1
fundamentales: recoger moñigos —en lo que voluntariamente
bastante aplicado- cuando tenía ganas de hacer algo de provecho,
y apedrear penos cuando cogía los ocios por su cuenta durante
horas y he y aunque la expresión siempre supuso metafóricamente
el colmo de. gandulería, también ejercía esta actividad
realmente, como una especie válvula de escape de su desaforada
fuerza; de lo que podían dar fe, si supiesen hablar, todos los
penos del pueblo, que huían de él como el diablo de la cruz.
Claro está que estas hazañas perrunas sólo afectaban a los canes
vagabundos -la mayoría en aquellos tiempos-, y más de uno
conoció la piedra y la soga con que Pepe Judas les
administra bautismo y confirmación al mismo tiempo.
Sin embargo, en
honor a la verdad, hay que decir que era amigo de los penos que
el tío Antón, el pastor, tenía para que le ayudaran en su
pastoreo. El tío Antón, el pastor, era vecino, casa por casa, de
la familia de nuestro Judas y de vez en cuando nuestro ya
famoso Pepe se iba con el pastor por esos campos, colaborando,
como otro perro más, en la guía y cuidado del rebaño de ovejas y
cabras del tío Antón.
Un buen día,
yendo junto al pastor por un sendil que dividía el margen
ribereño del ramblizo del pueblo y un campo de trigo, vio un
espantapájaros en mitad del sembrado, y, casi de repente, se le
ocurrió vestirse con los andrajos del pelele y apostar con el
tío Antón a que era capaz de aguantar dos horas en medio de la
mies suplantando al espantajo, sin moverse, sin hablar palabra,
y sin hacer ni un gesto; es decir, como una estatua sin vida,
como un verdadero espantajo. Aquello divirtió a Pepe, a Antón y
a sus respectivas familias: ya sabía hacer algo Judas: el
espantajo. Y como ocurriera que ganara la apuesta al tío
Antón, y éste lo fuera contando por todo el pueblo, hubo alguien
que pensó en algo insólito, discurriendo que lo mismo que Pepe
aguantó inmóvil e impertérrito las dos horas de pelele en mitad
del sembrado, igual podría hacer suplantando al judas que solía
confeccionarse todos los años, y que, precisamente, habría de
verificarse pocos días después.
Cuando se reunieron los quintos de
aquel año para acordar cómo distribuirían el trabajo de
enramadas, judas, volteo de campanas, amén de la cuchipanda
natural en toda reunión del mocerío en ronda, alguien soltó la
idea de suplantar al judas de paja por otro judas de carne y
hueso, sin que se llegara a ejecutar el ahorcamiento y el
linchamiento, como era costumbre; ¿cómo, iban ahorcar a Pepe?
Pero, excepto la última pena, todo lo nuestro muchacho: hasta
ser sujeto a la campana mayor y ser volteado con ella en el
campaneo de la procesión del Encuentro, mientras se iría otro
espantajo y echado por los aires hasta que reventara en los
suelos de la plaza.
Y, ni cortos ni
perezosos, los quintos se pusieron al habla con Pepe, y le
dieron la cena y la compañía, y le engatusaron diciéndole que
sería en adelante el chico más famoso del pueblo, y hasta le
dieron algunas perras para que pudiera ir a la feria. Y Pepe,
como obraba a su entero capricho, sin riendas familiares ni
escolares ni sociales que le sujetaran, dijo que bueno, que
sí, que aceptaba...
Amaneció la
mañana de Pascua de Resurrección. Y aquel año fue muy extraño
para el pensar de las gentes vecinas acostumbradas al campaneo
nocturno casi permanente; era algo raro que durante toda la
noche no hubiera repicado ninguna de las cuatro campanas de la
torre. Pero, por algo seria
Y, efectivamente,
los quintos habían preferido el silencio para hacer lo que
tenían pensado con el protagonista de la hazaña más
inaudita e imprevista, Pepe Judas; el cuál, desde
entonces quedó con el antedicho mote para siempre y para que lo
heredaran sus hijos, silos tenía, y los hijos de sus hijos.
Todo el
vecindario iba acudiendo a la plaza para contemplar el
tradicional espantajo colgando del campanario. Y todo el
vecindario quedó atónito, asombrado, encogido, suspenso, cuando
vio dos judas en vez de uno; el primero, colgando sus andrajos y
su mala facha desde el hueco de la campana mayor; el segundo,
atado fuertemente con cuerdas a la propia campana. Y empezó el
volteo general; y allí era de ver la imperturbable posición del
judas campanero que giraba y giraba volteando, cabeza arriba,
cabeza abajo, sujeto a la campana que daba sobre la plaza, que,
alternativamente sonaba bien o mal, según cuando el grueso
badajo daba en la pared libre de la campana o en la que sujetaba
al cerril y atrevido Pepe.
Así estuvo un
cuarto de hora, lo convenido, y allí ganó sus primeras
perrejas nuestro protagonista. Casi nadie sabía de quién se
trataba; su familia como si tal, acostumbrada como estaba a no
hacer caso de su hijo, quien campaba a sus anchas. Pero no tardó
en saberse todo con pelos y señales: la apuesta, la hazaña, la
osadía y la despreocupación de aquel vivalavirgen que aguantó el
cuarto de hora volteando, y después tuvo que aguantar casi
sordo.
En recuerdo de
aquella faena famosa, además del apodo le quedó a Pepe el
Judas, el vitalicio empleo de subir y colgar el espantajo
todos los años quisiera o pudiera hacerlo; así se acordó por
unanimidad por la junta de quintos, que transmitió a las
sucesivas quintas y reemplazos aquel unánime acuerdo. Y Judas
colgó al judas por muchos años, y entre risas, regó
algazaras y repiqueteos lo arrojaba por los aires entre fuego de
carretilla hasta caer en manos de la chiquillería encargada de
despanzurrarlo.
Pepe Judas
nunca fue el tonto del pueblo, porque siempre hubo a más tonto
que él; pero lo que no se puede negar es que toda su vida fue el
animal más animal de aquella pintoresca población. |