12 - LA INCREIBLE HISTORIA DE DOS JUDAS.

Eran sobre las cinco de la mañana de aquel Domingo de Resurrección, cuando un muchacho fornido y casi mozo, llamado por mal nombre Pepe el Judas, subía los interminables peldaños de la torre hasta el campanario, cargado con otro judas o monigote hecho a base de ropas viejas rellenas con paja y orujo, para colgarlo de la campana mayor, en un ahorcamiento simbólico como castigo a la traición del mal apóstol, rememorando hechos que el Evangelio relata y ejemplariza. Y tenía que ser así, justamente, para arrojarlo desde lo alto de la torre, despanzurrado ya en los aires y rematado por la chiquillería en el suelo, todo ello entre el revuelo de palomas y aplausos que motivara el Encuentro de María y de Jesús tras su procesional andadura por distinto itinerario hasta encontrarse, con destoque de velos luctuosos y alegres compases de charangas y vítores de la gente apiñada en la plaza de la Iglesia.

Sucedía así año tras año, por costumbre, de generación en generación: el traidor Judas tenía que morir con las tripas y las entrañas hechas jirones, apaleado, insultado y arrastrado por la multitud, después de haber sido ahorcado por el mozo más forzudo de los quintos de aquel año, o, por quien, cumpliendo una promesa hecha en difíciles circunstancias, así lo solicitaba del mocerío.

Antes, siempre había algún acompañante de la ronda nocturna, ya mas veterano y avezado en estos menesteres quien se encargaba de confeccionar el pelele con materiales de desecho y con un enorme botijo pintarrajeado que hacia las veces de cabeza. Solía acompañar al judas una buena batería de cohetes rateros a los que se daba fuego en el mismo momento de su  arrojamiento; y ni que decir tiene, que, situando el hecho en el campanario, campanas de aquella esbelta torre eran lanzadas al vuelo por los quintos anunciando amaneceres de gloria y castigos de traiciones.

Pero, como preámbulo y adorno a tan bulliciosa conmemoración, la noche, las enramadas de pinos, sauce desmayo, flores frutales, almendro y guirnaldas de bojes y otros ramajes cubrían amplios espacios e hileras en la calle frontal que conduce a la plaza parroquial, así como también  adornaban ventanas y balcones de las muchachas en edad de crecer, como piropo de nocturna esperanza colocado entre cantares de alusivos al amor del novio a la novia, del mozo a la moza, del chicuelo a la mocita sobre la que ya apuntaba sus dardos de enamoramiento.

¡Qué hermosura de pueblo en la alborada de Pascua! !Qué alegría y júbilo festejando un encuentro victorioso sobre la muerte, algazarado por la ilusión de la eterna juventud y el fervor de unas devotas creencias!

¿De qué le vino a Pepe Pérez el remoquete de Judas? Cuando lo pregunté, una vieja encorvada, que se entretenía en hacer calcetín me contó a su aire, poco más o menos, la siguiente historia:

Los padres de Pepe eran bastante pobres de recursos. Jornalero eventual, el padre, de vez en cuando daba algunos jornales en tareas cam­pesinas que reportaban escasos ingresos. Su mujer, aparte de la limpieza de la casa y demás tareas domésticas, hacía algunos trabajos a domicilio en algunas casas pudientes del pueblo. No tenían más que aquel hijo, Pepe, y no había venido al mundo muy normal que digamos. Tras una larga y penosa crianza, el muchacho llegó a los seis años como aquel que dice sin dar palotá ni en el hablar ni en el discurrir; es decir, era un ceporrillo sin cultivar, y, lo que era peor, sin asomos de poder serlo en edad mayor. Lo mandaron a la escuela, y allí, a pesar de que el maestro puso en él toda su ciencia infusa y toda su capacidad de insigne pedagogo, no llegó a cuajar y despuntar más que en dos cosas: echar el chompo en el recreo y luchar cuerno a cuerno hasta con los más fornidos y aun mayores condiscípulos, venciéndoles casi siempre. Además, tenía una especial habilidad en hacer novillos engañando a sus padres, quienes, como solían decir, no podían ver derecho de él. Así fue que, ya cansados y aburridos de tanto castigarle, amonestarle, advertirle y hacerle prometer arrepentimientos, que siempre resultaron falsos, optaron por dejarlo estar y en libertad de acción.

A partir de entonces, el muchacho, que iba creciendo de cuerpo, no de instrucción, alternaba su vida con dos ocupaciones que a él le 1 fundamentales: recoger moñigos —en lo que voluntariamente bastante aplicado- cuando tenía ganas de hacer algo de provecho, y apedrear penos cuando cogía los ocios por su cuenta durante horas y he y aunque la expresión siempre supuso metafóricamente el colmo de. gandulería, también ejercía esta actividad realmente, como una especie válvula de escape de su desaforada fuerza; de lo que podían dar fe, si supiesen hablar, todos los penos del pueblo, que huían de él como el diablo de la cruz. Claro está que estas hazañas perrunas sólo afectaban a los canes vagabundos -la mayoría en aquellos tiempos-, y más de uno conoció la piedra y la soga con que Pepe Judas les administra bautismo y confirmación al mismo tiempo.

Sin embargo, en honor a la verdad, hay que decir que era amigo de los penos que el tío Antón, el pastor, tenía para que le ayudaran en su pastoreo. El tío Antón, el pastor, era vecino, casa por casa, de la familia de nuestro Judas y de vez en cuando nuestro ya famoso Pepe se iba con el pastor por esos campos, colaborando, como otro perro más, en la guía y cuidado del rebaño de ovejas y cabras del tío Antón.

Un buen día, yendo junto al pastor por un sendil que dividía el margen ribereño del ramblizo del pueblo y un campo de trigo, vio un espantapájaros en mitad del sembrado, y, casi de repente, se le ocurrió vestirse con los andrajos del pelele y apostar con el tío Antón a que era capaz de aguantar dos horas en medio de la mies suplantando al espantajo, sin moverse, sin hablar palabra, y sin hacer ni un gesto; es decir, como una estatua sin vida, como un verdadero espantajo. Aquello divirtió a Pepe, a Antón y a sus respectivas familias: ya sabía hacer algo Judas: el espantajo. Y como ocurriera que ganara la apuesta al tío Antón, y éste lo fuera contando por todo el pueblo, hubo alguien que pensó en algo insólito, discurriendo que lo mismo que Pepe aguantó inmóvil e impertérrito las dos horas de pelele en mitad del sembrado, igual podría hacer suplantando al judas que solía confeccionarse todos los años, y que, precisamente, habría de verificarse pocos días después.

Cuando se reunieron los quintos de aquel año para acordar cómo distribuirían el trabajo de enramadas, judas, volteo de campanas, amén de la cuchipanda natural en toda reunión del mocerío en ronda, alguien soltó la idea de suplantar al judas de paja por otro judas de carne y hueso, sin que se llegara a ejecutar el ahorcamiento y el linchamiento, como era costumbre; ¿cómo, iban ahorcar a Pepe? Pero, excepto la última pena, todo lo nuestro muchacho: hasta ser sujeto a la campana mayor y ser volteado con ella en el campaneo de la procesión del Encuentro, mientras se iría otro espantajo y echado por los aires hasta que reventara en los suelos de la plaza.

Y, ni cortos ni perezosos, los quintos se pusieron al habla con Pepe, y le dieron la cena y la compañía, y le engatusaron diciéndole que sería en adelante el chico más famoso del pueblo, y hasta le dieron algunas perras para que pudiera ir a la feria. Y Pepe, como obraba a su entero capricho, sin riendas familiares ni escolares ni sociales que le sujetaran, dijo que bueno, que sí, que aceptaba...

Amaneció la mañana de Pascua de Resurrección. Y aquel año fue muy extraño para el pensar de las gentes vecinas acostumbradas al campaneo nocturno casi permanente; era algo raro que durante toda la noche no hubiera repicado ninguna de las cuatro campanas de la torre. Pero, por algo seria

Y, efectivamente, los quintos habían preferido el silencio para hacer lo que tenían pensado con el protagonista de la hazaña más inaudita e imprevista, Pepe Judas; el cuál, desde entonces quedó con el antedicho mote para siempre y para que lo heredaran sus hijos, silos tenía, y los hijos de sus hijos.

Todo el vecindario iba acudiendo a la plaza para contemplar el tradi­cional espantajo colgando del campanario. Y todo el vecindario quedó atónito, asombrado, encogido, suspenso, cuando vio dos judas en vez de uno; el primero, colgando sus andrajos y su mala facha desde el hueco de la campana mayor; el segundo, atado fuertemente con cuerdas a la propia campana. Y empezó el volteo general; y allí era de ver la imperturbable posición del judas campanero que giraba y giraba volteando, cabeza arriba, cabeza abajo, sujeto a la campana que daba sobre la plaza, que, alternativamente sonaba bien o mal, según cuando el grueso badajo daba en la pared libre de la campana o en la que sujetaba al cerril y atrevido Pepe.

Así estuvo un cuarto de hora, lo convenido, y allí ganó sus primeras perrejas nuestro protagonista. Casi nadie sabía de quién se trataba; su familia como si tal, acostumbrada como estaba a no hacer caso de su hijo, quien campaba a sus anchas. Pero no tardó en saberse todo con pelos y señales: la apuesta, la hazaña, la osadía y la despreocupación de aquel vivalavirgen que aguantó el cuarto de hora volteando, y después tuvo que aguantar casi sordo.

En recuerdo de aquella faena famosa, además del apodo le quedó a Pepe  el Judas, el vitalicio empleo de subir y colgar el espantajo todos los años quisiera o pudiera hacerlo; así se acordó por unanimidad por la junta de quintos, que transmitió a las sucesivas quintas y reemplazos aquel unánime acuerdo. Y Judas colgó al judas por muchos años, y entre risas, regó algazaras y repiqueteos lo arrojaba por los aires entre fuego de carretilla hasta caer en manos de la chiquillería encargada de despanzurrarlo.

Pepe Judas nunca fue el tonto del pueblo, porque siempre hubo a más tonto que él; pero lo que no se puede negar es que toda su vida fue el animal más animal de aquella pintoresca población.