13- LA PROCESIÓN DEL ENCUENTRO

Era plena primavera. Era una alborada luminosa y perfumada. Era un despenar madrugador de gallos vigilantes, de rumores presurosos; era un desperezo casi unánime.

Todos, en el pueblo, sacudían las últimas tibiezas del lecho y se aprestaban al aseo meticuloso para participar en la jubilosa y solemne coyuntura de un encuentro glorioso: el Encuentro de la Virgen María con Jesús Resucitado. Era la mañana del Domingo de Pascua. El pueblo estaba alegre; la Virgen y Jesús también lo estaban. El aire parecía vibrar de gozo y de contento.

Cuatro filas casi interminables acudían al templo. En dos de ellas iban solamente los hombres y los niños; en las otras dos iban las mujeres y las niñas. Los unos llevaban al Niño Jesús en procesión; las otras, a la Virgen María, todavía enlutada, todavía triste. Y, tras recorrer ambas procesiones las calles del pueblo, cada una por diferente camino, se fundieron y confundieron en la plaza que confronta con la iglesia. Entonces, dándose cuenta María de que su Hijo había resucitado, destocaba sus lutos, y casi en volandas iba hacia Jesús... Y Jesús sonreía, y se alegraba, y casi lloraba... Era el Encuentro. Y volaban docenas de palomas por los aires de la plaza y del pueblo, repicaban y volteaban las cuatro campanas de la torre, las gentes se abrazaban, reían, aplaudían y se entusiasmaban, mientras que un judas de paja caía dando volteretas desde el campanario para ser reventado por los mozalbetes.

El cielo brillaba cada vez más; y el viento parecía murmurar canciones y suspiros de gozo; y la mañana se ponía más hermosa, más encendida, más mimosa, más amorosa, más rutilante: era todo el amor, con mayúsculas, quien se paseaba por los ambientes como un galán besando virginalmente doncellas con la pureza de sus labios. El milagro del Encuentro trascendía luz, color y perfume, inundando pechos y almas que se congratulaban en abrazos y enhorabuena. Y es que Dios estaba allí, y estaba contento; estaba con su Madre y estaba con su pueblo. Y el Espíritu se adentró en todos y en cada uno de los espíritus fraternos de aquel pueblo...

Así, un año tras otro; y quizás siglo tras siglo se han venido sucediendo Encuentros. Pero, ¿desde cuándo? y ¿por qué? Se ignora la antigüedad y las motivaciones de esta solemne y piadosa costumbre... Quizás su origen se deba a lo que sucedió en el pueblo hace ya la friolera de casi tres siglos. Mitad historia, y mitad leyenda, así ocurrió:

Corría el año 1706. La Guerra de Sucesión estaba devastando y asolando los pueblos de España en lucha fratricida, y nuestros campos, villas y caseríos conocían por propia experiencia los avatares de la contienda entre borbónicos y carlinos; el pillaje, los saqueos, los robos, ultrajes y hasta muertes violentas eran el signo cotidiano de tantos odios y de tanto salvajismo. Y de sus escaramuzas, venganzas y represalias no se libraban ni aun los pobres campesinos, ni aun los pobres aldeanos.

Había en aquel lugar una ermita consagrada y dedicada a la Virgen de Loreto. Y cuidaban de ella el sacristán y la sacristana, un buen matrimonio, lleno de piedad, de rectas costumbres, celosos de su deber de cuidadores del ermitorio que dependía de una de las parroquias de la lejana Villa, en la misma forma en que el lugar que nos ocupa era todavía una aldea o pedanía, de las varias que había en el dilatado territorio requenense, y que distaba casi cinco leguas del centro capitalino. Este matrimonio lo formaban el tío Roque, y la tía Rosa la Roqueta. Aquella mañana de junio, luminosa y gentil, clara y fresca como una flor al final de la primavera, el tío Roque madrugó para ir a sacar suelo con un enorme legón, a fin de verificar la plantación de un par de fanegas de zafranar. Pero antes de salir, había dado una vuelta por el interior de la ermita y había renovado las luces y candelas que alumbraban el Sagrario, la imagen de la Virgen de Loreto, y la pequeña imagen del Niño Jesús. Era un encargo del párroco, que solamente asistía los domingos, y no todos, para celebrar la Santa Misa y administrar los Sacramentos. Y era un encargo que el tío Roque esmero y agrado, auxiliado en ocasiones por su mujer. Aquella su mujer quedó en la cama todavía, dado que el madrugón del tío había sido casi de oscuridad, en los atisbos de un pálido rosicler tío Roque se marchó al campo, como a un cuarto de hora de andadura; un pedazo de tierra situado sobre un pequeño altozano desde se divisaba casi toda la aldea, blanca de yeso y cal en casas y corrales, Cortada y sinuosa en sus callejuelas, presidida por un campanil sobre la en el centro del caserío.

Empezó su trabajosa labor de profundas cavazones; y el golpe metódico rítmico del legonazo se oía a lo lejos y rebotaba con los ecos como un martilleo incesante, descompasado entre la vista y el oído. Era casi un energúmeno el tío Roque blandiendo el legón y golpeando la tierra hasta sacar a flote la profundidad del surco donde depositar los bulbos del azafrán en simétrica formación.

De pronto, como una sacudida eléctrica detuvo el Ímpetu laborioso del tío Roque... Un clarinazo tonante y retumbante invadió la tranquilidad mañanera; y un griterío como de algazaras y alaridos se oyó insistentemente, con prolongada advertencia de que algo insólito estaba sucediendo. Y vio como por los senderos que bajaban a la aldea desde los cabezos cercanos, se acercaban casi un centenar de hombres, entre infantes y jinetes, desembocando en el caserío en son de conquista y saqueo, vociferando con lenguajes extraños, disparando mosquetes y alardeando con estrépitos para atemorizar a la todavía no muy despierta grey aldeana.

El tío Roque dejó en el aire el último golpe de legón, y a marcha ligera, inquieto y desasosegado, corriendo desalado, emprendió el regreso para inquirir lo que sucedía y para impedir lo que temía, si ello estaba en sus manos. Rápida fue la carrera, pero no pudo llegar a tiempo de evitar el sacrilegio y el drama, lo que con sus únicas fuerzas hubiera sido imposible evitar de cualquier modo

Las tropas caninas se habían desparramado por la aldea por parejas y escuadras. ¡Pero qué clase de tropa, Dios mío!

Ingleses y alemanes; no había un solo español entre ellos. Una de las alas del ejército de Peterborough que sitiaba Requena, se esparció por campos y aldeas en busca de víveres y forrajes,... y en busca de alhajas, y en busca de placeres, y con deseos ansiosos de pillaje y sacrílegas templos católicos. Parecía que, en su condición de protestantes, vengarse en la vieja España de antiguas derrotas europeas

El tío Roque vio con horror cómo sacaban de la ermita los santos el cáliz, los candelabros, los ornamentos...y el Sagrario!, Se consumó sacrilegio y el pillaje en cuestión de pocos minutos. Y el tío Roque, por parte de la criminal tropa, asistió, rabioso y llorando, a tan ignominiosa ,cruel y despiadada acción, verificada entre horrendas blasfemias, burlas, sarcasmos y diabólicas ceremonias. Parecía una legión infernal brincando y vociferando. Todo el vecindario contemplaba el estrago y la desolación: era una visión dantesca trasladada con horror y sorpresa a una pacífica aldea, para marcar con su iniquidad el alma sencilla de unas gentes hasta entonces en paz. Era un dolor unánime en la humildad de unas conciencias casi cristalinas, golpeadas de repente por la inmisericorde y bárbara actitud de unos mercenarios sin honor y sin sentimientos.

Como unas dos horas después, ya satisfechas sus ansias de pillaje y de violencia, la tropa mercenaria abandonó el pequeño caserío y se fue por donde había venido.

Casi toda la población respiró su nueva libertad con fuerza. Compun­gidos, lastimeros, pesarosos, todos, hombres y mujeres, ancianos y niños, acudieron al pequeño templo para ver el estrago producido. El tío Roque delante, como presagiando mayores males, los vecinos le seguían detrás.

La ermita estaba abierta de par en par; el interior, antes limpio y aromático de flores e incienso, ahora estaba sucio de asquerosos e indecentes residuos de piensos y andrajos; el presbiterio medio hundido y deshecho; el altar mayor y las otras dos hornacinas, saqueados, rotos, ultrajados por la horda. Y la sacristía, abierta de par en par, había sufrido otras bárbaras y repugnantes acciones, la  más dolorosa e ignominiosa, la sufrida por la buena sacristana, la tía Rosa la Roqueta: casi desnuda, golpeada y amordazada, yacía medio muerta en el suelo de la sacristía.

Aquello clamaba y reclamaba al Cielo. Y no había consuelo para el pobre tío Roque, quien se lanzó sobre su maltrecha mujer, la alzó en volandas, y mostrándola entre sus brazos a todo el pueblo que absorto y triste contemplaba la escena, quiso jurar algo que la propia Rosa, ya consciente y llorosa, evitó. No era cuestión de juramentos, amenazas ni blasfemias. Eran desagravios,, pues, gracias a sus oraciones y a su tremenda no había llegado a ser violada, aunque recibió golpes y escarnios oponerse a la invasión de la ermita por la extranjera tropa. Años después, cuando la conflagración sucesoria hubo terminado, el de Cuenca ordenó los actos de reparación y desagravio que la invasión había producido.

Como las imágenes de la Virgen y del Niño Jesús se habían salvado, casi incompresiblemente del sacrilegio, hubo fiestas y procesiones, hubo encaramadas, arcos y guirnaldas de flores y ramaje, y, como un recordatorio del suceso que conmovió a toda la comarca venturreña, el tío Roque y tía Rosa pensaron que, uno en procesión tras el Niño Jesús, y la otra en tras la Virgen de Loreto, por caminos distintos que al final se encontraban, celebrarían anualmente en la mañana del Domingo de Pascua, al par que el Encuentro de la angustiada Madre con su Hijo Resucitado y Glorioso, el feliz encuentro de sus nuevas vidas tras el dolor del pillaje y la amargura de aquel hecho que jamás olvidarían. Desde entonces, creo yo, se celebra en este pueblo la Procesión del Encuentro.

Los hechos históricos son ciertos. Los personajes son producto de nuestra imaginación. Pero todo pudo suceder así, y también pudo ser origen de esta cristiana conmemoración.