17- UNA NOVIA SANJUANERA.

Era un pueblo enladerado, vertientes abajo hacia un ramblizo de hilos cristalinos, enriquecido por las varias fuentecillas de sus riberas. Orillas de verdor sombreado por una olmeda densa, con ribazos donde mecían sus extendidas ramas algunos nogales, cerezos y membrilleras. Y entre la fronda y bajo la transparencia de un cielo casi siempre azul, había como un quejumbroso suspiro de hojas en continuo roce; y un tenue tintineo de gotas sobre choclas y venas, sobre corrientes impolutas y sobre piedras laminadas, llegaba al oído de quien cerca descansaba haciendo un alto en su campesina tarea, o de quien se acercaba pensativo o enamorado a rememorar e imaginar requiebros y a ensanchar su pecho con los silvestres olores de hierbas y florecillas vírgenes y delicadas.

Aquellas fuentes de la Noria, del Aserrador, del tío Solar, la Fuente Nueva, del tío Julianazo, del tío Chacón, del Rebollo, etc. eran fresco deleite de bocas sedientas, espejos de maravilladas juventudes ansiosas de enamoramiento, o mudos testigos de promesas, de cumplidos piropos, de besos inmarcesibles, de juramentos de eterna felicidad y fidelidad...

Y, sobre todo, aquellas fuentecillas escondidas y rumorosas, se convertían en escenario mágico de anheladas bellezas totales, de lavatorios tempraneros casi en los lindes nocturnos, de peticiones, de quejas, de suspirados encuentros, de dulzuras recónditas, de temblores casi eróticos, de labios entreabiertos rezumando delicias, de ojos brillantes seduciendo hasta al lucero de la mañana, de risas y gritos jugando al escondite entre las frondas, de tersuras y galanuras como manzanas limpias y pulidas, en los amaneceres del día de San Juan. En aquella mañana del solsticio veraniego, esotérica, taumaturga, navegando entre lo divino y lo profano, mágica en el recuerdo de nigromantes y adivinadores, divina en el recuerdo del bautismo renovados jordanes casi inexplorados, manantiales de vida eterna, que confieren la gracia espiritual en cuanto se impetran ayudas para novaciones bautismales. Y un nuevo San Juan vertiendo sus purificadoras en las cabezas y en los rostros de la feminidad hecha sarta de perlas en ‘desfile, único y vario, de las muchachas en flor por la mañana sanjuanera.

Algo que desborda el pensamiento y el verbo. Tan hermoso como un séquito rodeando en cortejo luminoso y feliz a la realeza más deslumbrante. Quien ha tenido la suerte de contemplar este espectáculo, jamás olvidará su encanto: la gracia femenina desvelando celajes y suspirando amor en el amor cristalino de las fuentecillas.

Aquella noche apenas durmió Lucía. Desvelado y loco su pensamiento golpeaba las tapas del cerebro y conectaba con las fibras en tic-tac de su corazón. Ya la tarde anterior se había reunido con varias amigas; todas se habían contado ilusiones y esperanzas, unas con ánimo festivo y jocoso riendo disparates en incredulidad manifiesta, otras meditando más seriamente, inclinadas a un vehemente deseo de felicidad inmediata.

Sirviera o no para algo la serie de rituales mágicos que la mocedad femenina ponía en práctica aquella noche sanjuanera, el caso era que una gran mayoría de muchachas en edad de merecer apelaba a colocar papeles escritos con los nombres de sus mozos aspirantes, bien liados, sobre platos de agua con aceite, para ver, a la madrugada, qué papel se hallaba desliado, y qué nombre aparecía como dueño de sus pensamientos; o apelaba a tocar con una varita de avellano algún objeto o algo que hubiera pertenecido al mozo de sus sueños. Algunas otras experimentaban otros artilugios encaminados a desvelar pensamientos y sentimientos todavía sin aflorar en la boca del muchacho amado. Rituales y prácticas mágicos, alternando con lo sencillo y lo crédulo. Noche apasionada y ferviente de la que se decía: “En la noche de San Juan cuaja la almendra y la nuez; también cuajan los amores de dos que se quieren bien”. Y todo ello culminaba a la primera luz de la alborada, saliendo en cuadrilla y tropel toda la juventud femenina para verificar su lavatorio -a modo de nuevo bautismo- en las fuentecillas veneras de la rambla, para tras ello, con limpieza y hermosura brillante y deslumbrante, observar la salida de los rayos solares a través de un tupido cedazo en donde, según se venía diciendo de madres a hijas, se veía el martirio de Santa Catalina entre cuchillos de fuego y sangre. Y en el regreso cantarino y riente, guirnaldas de hojas de nogal coronando sus virginales frentes, tirsos de verdor con desmayados sauces y florecillas silvestres en sus manos, parecían como un coro angelical de enamoradas voces y de alegres decires.

Muchas veces, algunos mozos que también madrugaron o que casi no durmieron aquella noche, esperaban ya a la entrada de la población a sus muchachas, ofreciéndoles racimos de cerezas rojas y frescas recién cogidas de los numerosos cerezos que bordeaban la rambla. Era como un símbolo de entrega generosa, era como un obsequio dulce y grato, era como una ofrenda a su amor esperanzado, limpia y fragante ante el altar de su corazón.

Y como era natural, en aquel coro de muchachas, Lucía brillaba con luz propia, la que confería a sus ilusiones toda la hermosura de un alma pura sintiendo en sus recovecos y en toda su dimensión, el entusiasmo y la fe de su novio, Amancio, uno de los mejores mozos del pueblo.

Y es que Amancio le había inspirado y contagiado su fe; y por ello, toda la felicidad del mundo no llegaba a sumar lo que ambos, mozo y moza, se habían jurado y prometido, y se demostraban en conjunción casi perfecta de atenciones, desvelos, cariños y pensamientos: casi la unión de dos almas en una, respetando sus cuerpos como joyas de un tesoro que el tiempo descubriría y fructificaría tras la anhelada circunstancia de una coyunda sacramentada y legalizada.

Y aquella mañana sanjuanera, Amancio esperaba a su amada Lucía con la ofrenda de su racimo de cerezas dulces y frescas, que comerían, una a una, entre más sonrisas y más promesas de amor.

La verdad: aquella mañana de San Juan era todo un concierto de trinos de pájaros, de auras y vientecillos silbando entre el ramaje, de notas tintineantes en el regato de las fuentes, de silbos en las cañas y en los lirios, de canciones temblorosas en los labios de la muchachada. El despertar de la noche sanjuanera en una eclosión de arpegios, luces, alegrías, de naturalezas glorificando al Señor...

Pero también el diablo anduvo suelto por aquellas sendas; demasiado suelto tentando la natural pujanza de los juveniles deseos... y la carne, que siempre es flaca, también lo fue aquella mañana, entre risas y promesas, entre y cereza, desvelando desconocidos y atesorados goces tempraneros... totales.

No tardó en llegar para Lucía el tiempo del sufrir. Era una moral estricta, imada, condenatoria. Era el bochorno, la deshonra, el chismorreo, la acusación, el apartamiento, el fariseismo puritano señalando con el dedo, la marginación... Era una moral injusta en la que muchos tiraban la piedra del desprecio sin que sus sucias conciencias se escandalizaran. Era una moralina asfixiante, implacable, cruel, asquerosa..desgraciada Lucía...! ¡Desgra­ciada la moza que caía en la desventura de un amor fructificado antes del tiempo legal!

Ni las promesas de inmediata reparación que hizo Amancio a la familia de la moza valieron en aquel caso. Ni aceptaron con resignación los hechos consumados. Y todo fueron quejas y desprecios e insultos, que Lucía soportaba sollozando, respetando y cuidando el fruto que en sus entrañas se removía, y pensando siempre en Amancio, su novio, a quien se prohibió, celosamente y casi con carcelerias previsiones, todo contacto y toda entrevista con la desafortunada muchacha.

El amor apasionado y entrañable, aunque aparentemente ciego, tiene a veces destellos y ráfagas de clarividencia y de resoluciones prácticas cuando se trata de defender al ser amado, apelando a soluciones extremas cuando la llamada del amor martillea constantemente el pensamiento y la razón.

Así resultó que, pasado algún tiempo, cuando los fríos navideños se hicieron calor de pesebre florecido por el Niño Dios, y otro niño iba creciendo en el vientre de Lucía para aflorar en primavera, Amancio, el garrido mozo, que seguía queriendo a la muchacha y deseaba reparar con su total entrega y amparo lo que hubo de suceder un tanto irresponsablemente, encontró apoyo y comprensión en sus padres, quienes aceptaron acoger a la novia como si de su propia hija se tratara, esperando que el tiempo y el alumbramiento del nieto ablandaría los corazones endurecidos de los padres de Lucía; mientras tanto, se celebraría el matrimonio de los novios, sencilla, humilde y calladamente, para legalizar en lo civil y sacralizar en lo religioso la difícil situación de los enamorados

Y llegó el comienzo de la primavera. Y nació un hermoso niño, que Lucía quiso que se llamara Luís - como su abuelo materno - en espera de que pronto se realizaría el acercamiento familiar, el perdón, si es que hubo falta pare ello, y el olvido de lo pasado, para proyectar nuevas ilusiones de futuro que habrían de sosegar y encauzar la vida del nuevo matrimonio cariño de ambas familias.

Pero ni hubo perdón, ni acercamiento, ni blanduras en los duros empedernidos padres de Lucía. Y ella, distraído su tiempo entre los cuidados de su esposo y de su hijo, todavía hallaba resquicios de pesadumbre ante incomprensión y el declarado desprecio de sus padres; y lloraba en silencio, casi a escondidas, como avergonzada de aquel pecado que nunca existió en su mente ni en su corazón; y apretaba contra su pecho al pequeño Luisito, quien le acariciaba con sus manitas de rosa y besaba con la dulcedumbre de un querubín.

!Cuántas cosas ocurren y pasan en un año! Para quien se siente atosigado por la desgracia, todo un año es un calvario que no parece acabar nunca; para el que se siente feliz, un año transcurre demasiado aprisa. Pero el tiempo se sucede inexorablemente para unos y otros. Así, en esta historia, pasó un año más. Y llegó otra noche y otra mañana de San Juan.

Y la cuadrilla madrugadora de muchachas en flor llenó de nuevo los aires de canciones y de risas; y las guirnaldas de noguera ciñeron las frentes de la grey femenina; y el lavatorio, casi en la penumbra de un alborear rompiendo celajes últimos, bañó de perlas transparentes los rosados rostros, los labios de grana y los ojos de mirar esplendoroso.

Y alguien debió pensar en que San Juan podría fustigar la recalcitrante conciencia de los puritanos del celo programático y moral, y que también podría ablandar ciertos endurecidos corazones, y que, además, podría alegrar a Lucía otorgándole el don de la reconciliación con sus padres, quizás por mediación del niño, del pequeño Luisito.

Todo un coro de muchachas, a su regreso de las fuentecillas, fue a hacer compañía al entristecido corazón de su compañera, y felicitándola con la efusión de una auténtica amistad, y besando al niño, lo cogieron como en sin igual procesión. y casi en andas y volandas lo llevaron por las calles y las casas del pueblo como en un acto de desagravio generalizado, como una victoria sobre el desamor y la incomprensión.

Y lo llevaron, por último, a casa de sus abuelos maternos, quienes, absortos y emocionados por la natural explosión juvenil de amistad y cariño su hija y su nieto, rompieron por fin todos los lazos y prejuicios de lo alguien, sin conocimiento de lo que es amor, llamó deshonra.

     Y hubo total y generosa reconciliación. San Juan, la flor y nata de la femenina del pueblo, y el pequeño Luisito, hicieron el milagro.

     Se cuenta que jamás hubo matrimonio mejor avenido que el de Amancio y que nunca en el pueblo hubo mejores vecinos; y que el pequeño Luis fue, de mayor, el orgullo de sus padres y el amparo de sus abuelos..

   ¡Cuántas historias y leyendas podrían contarse con todo lo que suele suceder la noche y la mañana de San Juan!

Por estas tierras casi nadie cree ya en brujas. Pero todavía las mozas, por si acaso, siguen haciendo pruebas y encantamientos con rituales y cosas insólitas durante la noche sanjuanera; y, sobre todo, siguen lavándose la cara muy de madrugada, en las fuentecillas que fluyen sobre la rambla Albosa.