18- CUANDO AL CARRIEL SE LE HINCHARON LAS NARICES.

De vez en cuando al río Cabriel, que forma un arco limitando la provincia de Valencia con las de Cuenca y Albacete y que casi constituye todo el tramo -en cerca de 40 kms. de su curso- correspondiente al municipio de Venta del Moro, es un río díscolo que, como su nombre indica -Flumen Caprae, río de la cabra montés- va discurriendo por parajes abruptos, encajonados, siguiendo las sinuosidades de las grandes barrancas, abriendo brecha en las orillas más frágiles y rompiendo obstáculos. Cuando se le hinchaban las narices arrancaba puentes y arrasaba las huertas que, donde el terreno lo permitía, los pobres y humildes pobladores de sus caseríos ribereños cultivaban esmeradamente, por sus frutos primerizos y su feracidad.

Desde Contreras, rompiendo los Cuchillos de la Fuenseca (Ponseca), horadando las hoy famosas Hoces (y antes siempre olvidadas), pasando bajo el histórico puente de Vadocañas, Los Cárceles, Tamayo y Santa Bárbara, hasta El Retorno (en terreno venturreño) y ya más abajo, otros caseríos y aldeas hasta llegar a Cofrentes, el río Cabriel, cuando llovía en su cabecera y recogía las aguas tormentosas de sus vertientes, era terrible, extremoso en sus riadas o avenidas y arramblaba con todo lo que se ponía por delante y con todo lo que había en sus dos riberas. Esto, como es lógico, antes de construirse la presa y pantano de Contreras, hoy suficiente regulador de su cauce.

La pequeña historia nos cuenta varias tormentas con las consiguientes avenidas y los estragos que produjeron, derribando, arrancando, devastando -y todos los gerundios catastróficos-; pero una de ellas, hacia los años treinta nuestro siglo XX, fue algo que todavía se recuerda en la mente de los más ancianos (ya van quedando poquísimos o casi nadie en los antiguos poblados rielinos venturreños). Y pasaron cosas que voy a relatar, novelando y taseando en lo accesorio, sobre el fondo realista de aquella verdadera catástrofe.

Dionisio Pachinas era un mozo roscachán que tenía dos grandes aficiones: cazar y tener novia. Lo de cazar, de raza le venía al galgo - nunca más apropiada la frase - pues ya desde niño lo llevaba su padre consigo en sus andanzas caceriles, casi siempre furtivas a base de lazo, podenco y hurón. Era un modo de vida que exigía ir siempre a salto de mata, a escondidas, con nocturnidad y alevosía, y que escasamente reportaba beneficios, pues es bien sabido que “de cazador de perro y hurón, poco reñirán los hijos por la partición”. De cualquier forma, diremos que el muchacho salió avispado y diestro en aquellos menesteres, pero comprendió a tiempo que esto no le iba a dar para comer, por lo que resolvió dedicarse al trapicheo de compraventa de ganado, granos, paja y alguna que otra caballería de poco precio.

Así que, ya tenemos a nuestro Dionisio Pachinas medio enristrado en faenas más productivas, aunque sin olvidar su pasión caceril, que solía practicar, solo o en compañía, algún que otro fin de semana.

Su otra afición, la de echarse novia, era consustancial con su carácter mujeriego, aunque a veces lleno de ingenuidades: Dionisio quería a las muchachas para tener novia solamente, sin pensar en más complicaciones, ni en cuestiones de aprovecharse, ni en cuestiones de formalizar relaciones totalmente serias. Simplemente, tenía novia porque tenía que ser así. Por eso no es de extrañar que tuviera que recorrer todos los caseríos, aldeas y pueblecillos en un ancho territorio valenciano-castellano-manchego, alejándose de las novias que dejaba o lo dejaban para ir buscando la próxima. Pero el caso es que tenía suertecilla, y siempre había alguna moza que hacía caso a sus requilorios, amañados por su buena presencia y su ya experimentada labia en estos menesteres.

El caso concreto fue, en el momento en que está nuestro relato, que una tarde veraniega, después de haber cazado junto a otros compañeros en la Derrubiada, teniendo que hacer noche en la Casilla de Moya, abandonó la cuadrilla para encaminarse hacia Tamayo, donde ya había concretado una entrevista con la María Antonia; ni más ni menos, la riachera más guapa Cabriel en todos sus caseríos. Y aquel atardecer, Dionisio Pachina sazón vacante de novia se echó de novia a la María Antonia, la del el de Tamayo, caserío ribereño a la otra orilla, frente por frente con de Santa Bárbara, que era de aquí. Y no había más remedio que para  María Antonia, Dionisio tenía que pasar el río por un puente hecho a troncos y palos atados con sogas, sobre cuyo pasaje había un conglomerado de ramaje apisonado con tierra.

Dionisio calculaba que, poco más o menos, ya tendría noviazgo María Antonia para aquel verano y próximo otoño. Para el invierno, ya vería como andaban las cosas, porque estaba un poco más enamoriscado con las anteriores.

Aquella tarde veraniega concertó nuevas entrevistas por las esquinas; pero la muchacha dijo que lo mejor era verse en su propia casa, ya que sus padres no se opondrían: su padre andaba pachucho hacía algún tiempo, y no mejoraba mucho; y su madre estaba enterada del noviazgo y, ante ya el casi el hecho consumado, no quería saber nada, aunque advertía a la muchacha de los peligros consuetudinarios de los acercamientos entre hombre y mujer, pues decía que “los besos y abrazos no hacen muchachos, pero están tocando a vísperas”.

Total: que Dionisio aceptó, y casi semanalmente, o el sábado por la tarde, o el domingo, iba a ver a la María Antonia.

Dionisio quería, a todo trance, tener contenta a la familia de la María Antonia, y aprovechaba el trayecto, entre el pueblo y el lejano caserío, para husmear y huronear alguna que otra encerráera cercana al camino con el fin de allegar algo de caza con que apuntalar la maltrecha economía de la familia, a causa de la pertinaz enfermedad del padre. Y rara era la vez que visitaba a la novia que no llevara algún o algunos conejos, que solían comer en familiar y tranquila compaña, aunque, la verdad sea dicha, se venía presagiando que aquella enfermedad habría de llevar al buen hortelano al sepulcro. Era muy de notar y agradecer la buena voluntad de nuestro buen Pachinas, quien parecía haber estabilizado sus ansias novieras con la acaramelada disposición de la María Antonia, hermosa por dentro y por fuera.

Un atardecer de septiembre, domingo, después de haber recogido en la huerta un par de arrobas de tomates y otras tantas de pimientos, así como algunas panojas, hortalizas y forraje -se nos olvidaba decir que tenían un macho yeguato algo espantadizo -, se retiraron a la casa, la María Antonia, el Dionisio, y la tía Felicia, la madre, para descansar, atender al amo casa y para pensar dónde llevarían los tomates y pimientos al día siguiente para venderlos.

Pero no contaron con dos circunstancias que trastocaban todos los mes y que resultaron de trágicas consecuencias.

Una, la de más gravedad, era que el tío Pedro se moría a rajas. Apenas pudo llamar a la familia, reunirlos en torno suyo, hablarles unas palabras entrecortadamente recomendándoles algunas últimas cosas y consejos, y, sin más, expiró. La madre y la hija, como el novio, no se creían que aquello había de llegar tan pronto, y casi les cogió desprevenidos en cuanto a los asuntos que conlleva este trance, y, después de llorar lo que pudieron o quisieron, tras los asorratos de la mortaja, hicieron lo que se suele hacer en estos aprietos: llamar al vecindario, las ocho o diez casas de que se componía el caserío en Tamayo, y las otras ocho o diez que al otro lado del río formaban la aldea de Santa Bárbara, y acordar lo conveniente para enterrar al pobre tío Pedro; y para ello había que avisar al cura y al juzgado del pueblo, a más de veinte kilómetros del lugar, así como traer el féretro.

La otra circunstancia vino a agravar la situación de una manera insospechada y terrible, y de la que hablaremos cuando el hilo de nuestro relato lo aconseje.

Resumiendo: que, para atender todos los requisitos legales y religiosos del caso, allí estaba Dionisio Pachinas; el cuál, ensilló, o mejor dicho, enalbardó a la caballería, y visto y no visto, mientras se dejó preparado el velatorio del difunto con la madre y la hija presidiéndolo, montó en la caballería y se marchó al pueblo.

En unas tres horas, deprisa y corriendo, llegó Dionisio al pueblo. Avisó al señor cura quien acordó el entierro para el día siguiente, esperando, como siempre se hacía, a la comitiva del difunto -que congregaba a los familiares y vecinos caminando tras la acémila que cargaba sobre un preparado albardón el ataúd con el cadáver- para verificar su enterramiento tras los responsos de rigor, en el cementerio municipal.

Seguidamente avisó a la justicia. es decir al juzgado municipal y al médico titular, quien conocedor del caso, no tuvo inconveniente en firmar el certificado de defunción para su posterior asiento en el Registro Civil.

Y a continuación, con todo ya arreglado, el buen Dionisio compro en casa de Remache, el carpintero, una caja mortuoria de buena factura y precio asequible. Con ello, ya terminados los asuntos oficiales, cargó féretro en la caballería atándolo fuertemente a los bastes de la albarda cogiéndola del ramal, a buen paso se encaminó de nuevo hacia Tamayo.

Total, entre pitos y flautas, ires y venires, asorratos y correprisas, aquel momento eran las tres o las cuatro de la mañana; y había que prisa para ultimar detalles y avisar al vecindario de la ribera cabrieleña. donde en todos sus caseríos tenía el tío Pedro muchos amigos.

La segunda circunstancia agravante del caso que nos ocupa, vino casi sin esperar. Cuando Dionisio Pachinas se encaminaba por los caminos y vericuetos de la Derrubiada hacia el pueblo, la tarde anterior, ya advirtió algún asomo de tormenta. Pero, aunque en el pueblo capitalino y sus alrededores tronó y relampagueó durante la noche, y hasta quiso llover un poco, nuestro amigo no pudo sospechar siquiera lo que por las riberas del Cabriel estaba ocurriendo aquella noche fatídica. Y cuando llegó a divisar el río desde las alturas que dominan la Cañada de Palomarejo, no podía dar crédito a lo que su vista contemplaba y a lo que su oído escuchaba: el caso es que su intuición le venía diciendo que algo raro sucedía, ya hacia mitad del camino; pero la realidad era bastante mas grave de lo que sospechara.

Tuvo que parar la caballería y detener su andadura en el último cerrito antes de bajar a la ribera. Allí, la ya de por sí asustadiza caballería, se puso tan imposible de sujetar y ramalear a la vista del antes apacible y ahora desaforado río, que Dionisio no tuvo más remedio que descargar de sus lomos el féretro y dejarla atada a cierta distancia desde donde no pudiera ver la tumultuosa corriente. Con lo que nuestro amigo Pachinas quedó pen­sativo, sentado sobre el vacío ataúd, y contemplando atónito la enorme y horrorosa avenida que cubría sendas, caminos y huertas en toda su extensión y hasta amenazaba las casas cercanas.

El estruendo era ensordecedor. Las primeras luces de una triste alborada apartaban las siniestras sombras de aquella noche de horror y de miedo. Y el espectáculo, ya entrevisto con los celajes de la aurora, ofrecía una visión espeluznante. La avenida se había llevado el puente, las acequias y todos los frutos de la huerta. Allí no había más que ruina y desolación bajo unas aguas turbias y terrosas que saltaban como encabritados corceles echando espumarajos y árboles, hierbas y matorrales, palos de construcciones techos enteros de corralizas, ovejas, gallinas, patos, enseres, y cosas más, venían arrastrados por la tumultuoso corriente del Cabriel, que iba descotando al mismo tiempo las orillas, ensanchando el e invadiendo a cada vez mayor altura las ribaceras, cañares y choperas a sus lados habían crecido hasta ayer.

Fue una avenida que destrozó todo lo habido, cultivado y criado por la ano laboriosa del hortelano riachero en casi todo el curso del Cabriel.. Había llovido tempestuosamente en su cabecera y en las vertientes de sus dos Y nada pudo evitar la tragedia, ya que en su recorrido - desde su nacimiento hasta su confluencia en Cofrentes con el Júcar  no existían por entonces presas ni embalses de contención y regulación. El Cabriel había nacido así y así seguía: alegre y cantarino en la paz, y terrible, sobrecogedor y dañino en cuanto se congestionaba con la hinchanzón de sus narices.

Las gentes del caserío de Santa Bárbara, acudieron hasta Dionisio Pachinas para atemperarle, consolarle y advertirle. ¡ Mayor miedo habían pasado ellos durante toda la noche, viendo al río crecer y crecer, corriendo de un lado a otro y hasta pensando en lo peor! Parte de los vecinos de la aldea habían ido al otro lado, al velatorio del tío Pedro, todavía cuando el río estaba normal, y no habían vuelto. Se suponía estarían todos a salvo, pues desde allí se divisaba el caserío de Tamayo hasta donde no habían llegado las torrenciales y devastadoras aguas. Había que esperar; no había otro remedio. Habría que soportar el hecho con paciencia hasta que bajaran las aguas. Mientras tanto, en casa del tío Pedro ya verían lo que pensaban o discurrían para solucionar el caso del enterramiento del pobre difunto.

Pero Dionisio no lo pensó así. Y se le ocurrió algo con lo que no se pudo ni sospechar siquiera que pudiera suceder. Algo que salió del pensamiento de Dionisio y que puso en práctica sin más ni más. Destapó el vacío ataúd; colocó en su fondo unos pedruscos de buen tamaño como base de sustentación, tapó de nuevo el féretro, lo arrastró a la orilla del río, se encaramó a horcajadas sobre el fúnebre cajón, se ató a él con una fuerte maroma de esparto, cogió una pala de trillar para improvisarla como remo, y se echó así a la corriente para tratar de llegar, fuese como fuese, a la otra orilla. Nadie había visto jamás aquella improvisada barca. Era un insólito caso que nunca se había dado y que seguramente no se daría más en la vida.

Ya había pensado Dionisio en que la travesía no resultaría fácil, pues la corriente habría de arrastrar “la nave y su tripulación” bastante trecho abajo, pero confiaba en que la dirección natural del impetuoso líquido la orilla opuesta, a causa de un recodo favorable, le transportaría excesivo peligro hasta allí. Además, había que arriesgar, pues era preciso que  el pobre tío Pedro ocupara su último alojamiento mortuorio.

Efectivamente, la corriente arrastró casi un kilómetro a la nave; y ya parecía que el éxito iba a coronar aquella arriesgada singla cuando en un remolino cercano a la orilla volcó la caja quedando arriba; y nuestro mozo quedó debajo con evidente peligro de ahogarse. Dionisio tenía recursos para todo, y deshaciendo el lazo que le sujeto logró, con su pericia natatoria, dos cosas importantes: salvarse y salvar ataúd, que arrastró hasta la ribera terrera con la soga que venía sujetándola.

Y como el hecho y sus variadas consecuencias y circunstancias era por los vecinos de una y otra orilla, allí tenemos ya a salvo a Dionisio  rodeado de gentes y amigos, que le ayudaron a llevar el húmedo féretro casa del tío Pedro, donde su futura suegra y, especialmente, su novia ya más por él que por el difunto.

Es lógico pensar que el pobre tío Pedro fue enterrado con humedad en un cementerio de la otra provincia, pues el río no se pudo vadear hasta una semana después, y únicamente a pie o en caballería, porque los puentes de todo el curso del Cabriel, a excepción del de Vadocañas, todos fueron a parar al mar.

Viendo Dionisio Pachinas que todo aquello estaba destrozado, cuando ya serenamente y sin asorratos pudo pensar, algo le dijo a su persona y a su conciencia que no le convenía la vida del hortelano -ayer contento con 12 fertilidad de sus huertas, y hoy sin tener donde caerse muerto-. Por ello nuestro personaje dijo que había que dejar estar aquel noviazgo; lo que demostró que, a pesar de sus prontos y sus aficiones, era bueno y era listo e mozo. Ni quiso abusar de la María Antonia, ni quiso afincarse por aquello territorios. Pero no pudo evitar que su gesto y su gesta fueran comentados’ hasta reídos por su parte cómica, por todos los habitantes y vecinos durante muchos años después.