19. - UNA CALLE PUEBLERINA.

Era una calle recta y estrecha, paso obligado de rondas y paseos vespertinos. Y tenía un vecindario alegre y desenfadado, entusiasta decidor de chistes y socarronerías, organizador de festejos comunales, solidario en todo y por todo.

Era una calle como un encanto de aseo, de cal, de flores, de alegría y de querer y saber vivir honradamente. Era una calle donde la vida se mostraba amable, tanto en invierno como en verano, tanto en la desigual y temida primavera como en el pletórico otoño. Y, reiteramos, había un vecindario que no sabía llorar ni reír si no lo hacía solidariamente, cuando era preciso, en penas y en alegrías; también era ocurrente en chascos, en gestos y actitudes embromadas, con la ilusión de vivir en paz y armonía, tranquilamente, y con la única inquietud - que no era pequeña - de ir ganando el pan de cada día y la de ayudarse mutuamente colaborando en todo cuanto redundara en el buen nombre del barrio y de la calle, la Calle de los Arcos; llamada así, casi seguramente, porque fue adornada con arcos triunfales en la entrada del Archiduque Carlos de Austria -desde el Paso del Rey- en esta pequeña población.

Había casi de todo en aquella calle: panadería, tienda de comestibles, herrería, carpintería, verdulería, peluquería y hasta una hojalatería regentada por José María el Cojo, que solía hacer su pequeño agosto hacia finales de septiembre, cuando el tomate se hacía en conserva de botes y había que taparlos a base de estaño, faena que hacía en su pequeño cubil, donde se agolpaban faroles, candiles, ralladores, latas de todos los tamaños, tapaderas, embudos, midas para vino y aceite, etc. Allí había de todo menos pan. En la hojalatería también había un guacho mocoso, grandón y desgalichado, con unos pantalones remendados y un tirante sosteniéndolos, que tenía buenas ganas de comer, apetito que posiblemente no llegara a satisface años enteros; su padre le llamaba Calzonazos, muchachón que, hasta más agudas hambrunas, solía gastar bromas a su enfurecido diciéndole: -Padre, ¿nota usted algo el mascar...?

Muy cerca vivía el tío Luís el Rito, el hombre de más chascarrillos mundo, que contaba en la tertulia callejera del verano y entre las risotadas mujerío, procurando, cuando había asomos de sicalíptico verdor, -contarlos si “había ropa tendida”, es decir, chiquillos y chiquillas.

También moraban por allí dos hermanos con sus respectivas familias, en casas contiguas, que siempre tuvieron fama de bromistas y dicharacheros: los famosos Cuelgues, uno con numerosa familia, que se dedicaba a hacer adobes y tejas, y el otro, con también familia numerosa, que lo mismo iba el campo que vendía sardineta fresca y verduras en un cuchitril de su propia vivienda.

Unas casas más a poniente, casi en el centro de la calle, vivía un albañil (a quien yo conocí muy bien) con una mujer y unos hijos que, sin desmerecer los demás habitantes del barrio, se solían comportar con buenas y educadas maneras; a aquella familia, unos la llamaban los Sastres -mote que venía por parte del padre-, y otros la llamaban los Caracoles - apodo que venía por parte de la madre.

Sin poner nota discordante en la calle, habitaba por allí la Josefa la Melitona, que ya había enterrado dos maridos y parecía estar acabando con el tercero, aunque, la verdad sea dicha, jamás molestó ni se le conoció otro ejercicio erótico-pasional que el de sus propios maridos, a quienes, por h visto, consumía sin remedio y en un tiempo demasiado corto: y es que seguramente les faltaba carne para reponer fuerzas y les sobraba carne para desgastarlas.

Pero el barbero, que habitaba un poco más hacia el poniente, era quien se llevaba la palma en cuestiones de desenfado y de picardías, y hasta d burlas que rayaban en el escarnio. Timoteo era el nombre del famoso barbero, simpático y alegre, un poco chismorrero (parece que este oficio, allí y en todas partes, fuera cuna y expansión de dimes y diretes pueblerinos), con visos de sabihondo al socaire y amparo de algún caciquillo de menor cuantía. Nadie le podía negar al tío Timoteo su ascendiente e influencia sobre los habitantes de la calle, tanto por sus bromas como por sus buen consejos.

Otros vecinos de la calle eran dos viejos veteranos de la guerra de Cuba, el tío Primitivo y el tío Cecilio Campos. Además, estaba la familia del tío Vilasio, con cuatro zancarronas entre verdes y maduras féminas. La familia los Chicharras, que en otros tiempos habían tenido café o casino; la del Macario, que era un jornalero con las manos como baleíllos. Y otras que por allí vivían, como la del médico don Antonio Haba Gil; la de Santiago Broseta, con su tienda nueva; la de Helíodoro. excelente aperador; la de Loreto Yeves, primo de mí padre; la del tío Julianazo, histórico y viejo republicano, que leía los periódicos con un vozarrón tremendo; y allá por los extremos de la calle, vivió otro célebre cojo, el Cojo de la Jenara, impedido total de ambas piernas, quien se empeñó en ser inventor, y lo mismo te arreglaba un delicado reloj con sus manazas, que concitaba a su alrededor a un tropel de muchachos hablándoles del “movimiento contino” y del cuerpo más perfecto del mundo, “la pirádime”

Hasta una especie de prócer había en aquella calle: don Fernando Montés, caballero de bigote y sombrero, procedente de Requena, hidalgo que no llegó a ser abogado y cuyo oficio era administrar algunos cientos de oliveras, algunas parcelas de huerta y varios terrenos en la Casilla de la Era, en el Camino de los Huertos y en la Cuesta de Requena. Tenía su casa, mejor dicho, su casona, en una confluencia de nuestra calle con otra que bajaba hacia la rambla. Y aquella esquina servía para todo lo que debía y podía enterarse el vecindario. Allí se fijaban y publicaban de viva voz los bandos y edictos del Ayuntamiento, que el pregonero oficial declamaba con voz estentórea; allí se hacían las paradas de los quintos cuando, en los anocheceres, cantaban en ronda acompañados de guitarra y otros instrumentos; allí se citaban de vez en cuando los mozos y las mozas para charlar y para reír, o para concertar otras entrevistas; y allí, el pregonero no oficial, a la sazón el tío Mata, pregonaba mercancías que se vendían en las tiendas y verdulerías del pueblo, o las que traían a la plaza mayor - a modo de mercadillo - los trajinantes y mercachifles, los quincalleros y gorrineros, haciendo paradas de frutos de temporada y diversas mercancías sin tener que deambular por las calles del pueblo. Sin embargo, por aquella calle y - por supuesto por las demás - otros arrieros y profesionales vendedores preferían gritar y pregonar sus productos directamente. También en la esquina de don Fernando hacían escala y pregonaban:

-¡La quincallera barata!; ¡ agujas jalmeras de la Fuente la Higuera!; ¡ se remiendan corcioles y lebrillos!; ¡ se toman trapos y pieles de conejo y liebre!; ¡ el arenerooo... muchachas, arena de Caudete!; soplando su silbato el capdor... ¡ Chiiiiii... ! ¡ se capan gorrinos y gorrinas!; ¡ se remiendan sartenes, somieres, cacerolas y pucheros!; ¡ gorrinos chelvenos sin pagar en mano...!

Lo cierto y verdad es que aquella calle casi nunca estaba desierta: había vida y actividad por adentro y por afuera, en las casas y en el abierto cielo de la calzada, que apenas admitía tres palmos de acera por sus orillas. La vida interior, aparte los cotidianos quehaceres, se podía columbrar oyendo de vez en cuando algún coscorrón y algún gemeco, escuchando alguna risotada o alguna imprecación que, con voz destemplada, llamaba a la chiquillería al orden u ordenaba mandaos: ir a comprar algo, ir por agua a la fuente, mandarlos a escuela, etc. Y es que, la verdad, a causa de su estrechez, permitía oír casi todo lo que pasaba y ocurría por dentro y por fuera. Pero lo más raro era que, en aquella calle, jamás fructificó la enemistad, ni nació ni creció la cizaña ni la envidia. Todos se estimaban, cada cuál con su forma de ser y de vivir, respetándose y ayudándose en cualquier ocasión de necesidad o apuradas circunstancias.

Los acostumbrados pregones en la esquina de don Fernando, dieron motivo a chuscadas entre el barbero Timoteo y el pregonero Mata. Algunas bromas pesadas del barbero no eran soportadas pacientemente por el pregonero, con sobrada razón por parte de éste; sin embargo, todo era olvidado cuando la broma no pasaba a mayores, a lo que contribuía la fácil generosidad del rapabarbas, quien, tras la broma, solía ayudar al pobre pregonero con alguna perra, lo que ponía fin al disgusto.

Pero hubo una ocasión en que el tío Mata se sublevó y no fue tan fácil la concordia subsiguiente. Tal y como sucedió, según referimos a continuación

-¿Dónde vas, Mata?- preguntó el barbero.

-¡A ti no te importa!- respondió el sufrido pregonero.

-Hombre, no te pongas así... Únicamente quería saber lo que vas a pregonar para decirlo a mi mujer.

(Hay que decir que, desde la puerta de la barbería hasta la esquina de don Fernando, donde se publicaban avisos y pregones, había escasamente veinte pasos)

-Pues, para que lo sepas, voy a pregonar que en la plaza se vende sardineta fresca, con hielo, a tres perillas la libra; así que ya puedes alcahuetearlo a tu mujer, antes de que lo sepan las demás vecinas...

-Me parece, Mata, que te vas a equivocar en el pregón.. .

-¡Ya lo creo; por que tú lo digas!

Y el tío Mata anduvo los veinte pasos hasta la esquina; y una vez allí, preparó y dispuso a pregonar la mercancía. Pero, cuando ya abría la boca hacerlo, el tío Timoteo, desde la puerta de su barbería, le previno con chillona:

-¡A ver si te equivocas...!

Y, el tío Mata, lanzándole una furibunda mirada que quería atravesarlo de parte a parte, se volvió displicente hacia la opuesta dirección, y pregonó con aires de suficiencia y orgullo:

-¡La que quiera comprar... sardineta fresca, con hielo..., en la plaza..., a tres libras la perrilla...!

Aquello fue, primero la risión a carcajada batiente del barbero y del vecindario que escuchaba atento el pregón; el natural corrimiento del tío Mata por su equivocación.., y pesaron pocos segundos hasta que el buen pregonero reaccionó.

Y lo hizo con furia mal contenida, con resentimiento desbordado, con un enorme deseo de venganza contra el culpable de su equivocación. Y, en su furor, cogió una enorme piedra, y lanzándola contra el barbero, rompió e hizo añicos la puerta acristalada de la barbería, tras pasar de refilón sobre la cabeza del causante de aquel desaguisado, quien recibió un pequeño chirle y un considerable brujeen. Pero todavía ciego de rabia el pregonero, arremetió como un energúmeno contra el barbero, quien, viendo el pleito mal parado, tuvo que esconderse en casa de un vecino tras huir por la puerta trasera de su trastienda. El fuego del averno fue poco comparable con lo que pasó por la instalación barbero-peluquera: herramientas, sillas, espejo, estantes, etc. todo quedó maltrecho por los trancazos que el pregonero dio a diestro y siniestro... Hasta que alguien hubo de sosegarle, restaurando la paz y la tranquilidad....

Nadie dijo nada ni reclamó nada; nadie dijo ni pío... Aquello pasó “como si se hubiese enterado”. Pero nadie pudo evitar que, enterado el pueblo del suceso, pasara a su pequeña historia como un episodio entre cómico y casi luctuoso, que ocurrió en aquella calle, la Calle de los Arcos, hoy llamada calle de don Victorio Montes: una calle más, como otra cualquiera, de las que se compone nuestro pueblo.