2- LA SANANTONADA DE LOS ROJONES

La fiesta de San Antonio Abad -San Antón para el habla y el sentido popular comarcanos se celebra el 17 de Enero. Es la primera fiesta religioso-popular pasado el ciclo navideño que termina con Año Nuevo y Reyes. La fiesta de San Antón, casi común en todos los pueblos y aldeas, es de antiquísima raigambre en el ámbito rural y campesino, debido a su patronazgo sobre los animales domésticos: caballerías, cerdos, perros, ganados, colmenas, etc. Es una tradición muy extendida, cuya devoción se manifiesta en actos, promesas, estampas y escapularios, que la gente del campo realizaba y guardaba con fervor religioso, y, a veces pagano, traducidos en escenas típicas y costumbristas como las que dan origen al cuento que vamos a relatar.

La familia del tío Rojón estaba muy preocupada. El padre y la madre, el Rojón y la Rojona (cuyos nombres de pila eran Juan y Lucía, y que apenas conocían media docena de vecinos, ya que el mote venía de dos generaciones y era denominador común entre el vecindario) andaban un tanto mohínos y desalentados. La situación económica de la familia no era muy boyante que digamos, y el invierno transcurría con el mazazo diario de la escasez y casi la indigencia, que obligaba a vivir de préstamos y limosnas para ir sosteniendo una familia tan numerosa como pobre y humilde: cinco arrapiezos numerados desde los dos a los catorce años, tres guachos y dos guachas, mal comidos y peor vestidos.

El patrimonio familiar era tan escaso, que se reducía a una casucha destartalada, una cuadra donde apenas podía sostenerse un escuálido burro, dos chirrichales, uno para sembrar patatas, bajocas y hortalizas, en el paraje La Lastra, y otro de secano en las Covatillas, con dieciséis oliveras, siete almendros y un almud para zafranar. En la casa, el ajuar consistía en un camastro matrimonial, desvencijado, -heredado por la tía Rojon a-, tres catres en los que se apilaban los muchachos sobre unos colchones de carfolla de panoja, y algunos platos, cazuelas, cántaros, las tiebles, la sartén, amén de tres pucheros y un botijo. Tenían lugar preferente las herramientas del padre de familia: un legón, una azada, una hoz y un corbellete; eran las armas de jornalero -cuando había jornal- dedicado a tareas campesinas. Junto a la cuadra había una cachera y un corralillo, habitáculos del cerdo y las gallinas, pero a la sazón vacíos. Es decir, que aquel año ni había jornales, ni gorrino ni gallinas. Y el invierno arremetía: fríos, nieves y hielos tenían arrinconada, mugrienta y hambrienta a aquella familia.

Pero los hijos, que allá por el verano y el otoño anteriores solían decir estropajosamente: ”En mi casa no comemos, pero ¡nos reímos más”, eran un caso muy particular.

Como para ellos regía aquel refrán de “hasta San Antón, aguilandos son”, no contentos de haber recorrido todo el pueblo durante la Nochebuena y Reyes cantando villancicos y coplas procaces y rientes solicitando del vecindario estrenas, aguinaldos y limosnas, al llegar las vísperas de San Antón aún persistían en su empeño. Eran pedigüeños llevados por su propia condición de menesterosos; y, la verdad, eran también enviados por sus padres a sus casi diarios recorridos en busca del condumio, casi descalzos, mocosos y desaprensivos, con cierto gracejo y picardía infantiles, que les valía la conmiseración y la esplendidez de los vecinos más o menos pudientes. Siempre acudían a la casa con algo que comer y puede decirse que muchas veces eran el socorro y el remedio para la desesperada situación familiar.

Aquel año, por la Nochebuena, la familia no lo había pasado mal del todo, porque los Rojoncillos se habían inventado una copla para pedir los aguilandos y que había hecho removerse la conciencia pueblerina con algunos obsequios sustanciosos:

Si me habéis de dar los higos, no les quitéis los pezones, que ha parido la Rojona una espuerta de ratones.

Pero aquellos socorros se acabaron enseguida. La tropa menuda seguía pidiendo y los recursos brillaban por su ausencia. Si no se producía un milagro, la familia Rojona acabaría malamente. Las cuatro gallinas del averío se habían muerto, y el gorrino... ¡sabría Dios donde estaba! No quedaba más que el burro, los padres y los hijos, todo un panorama de hambre y miseria, ya casi en las últimas, agrupados, abrumados, entontecidos, temblando, con unos sollozos y gemecos que hacían levantar ronchas de compasión en las casas vecinas, que sabían algo de aquel extremado trance. Y hasta el burro, que compartía el hambre con la familia, no se atrevía a rebuznar pidiendo pienso, temeroso de que el enfado y la desesperación de los Rojones alcanzara sus descamados costillares con el despropósito de algún varazo que no merecía. El caso es que todo aquello ponía los pelos de punta...

Mientras tanto, en la calle, la hoguera de San Antón estaba en todo su apogeo. Era costumbre, y todavía lo es, hacer hogueras en las calles del pueblo en honor del Santo para impetrar su ayuda, especialmente para la salud de los animales domésticos, casi siempre sostén de la economía labriega, pues de ello dependía el relativo bienestar de las familias, particularmente en invierno, ya que permitía la matanza domiciliaria de algún o algunos cerdos, remedio eficaz con sus variados y sabrosos productos y aplicaciones para el avituallamiento de gran parte del año.

Pero la familia Rojona no se atrevía a salir a la calle para compartir alegrías y regocijos al calor de la hoguera; tampoco se atrevían a pedir más limosnas; permanecía la familia como enclaustrada, casi aletargada en una hibernación forzada por las circunstancias adversas... Y sin embargo, rezaban; parece mentira, pero era así. Dos estampas del Santo, una clavada en la viga de la cuadra y otra en el desván de la chimenea, parecían presidir aquel cuadro estremecedor; el Santo, llevando a sus pies el gorrinillo, era, a la vez, como una tentación cínica y como un presagio de último milagro. ¿Qué sucedería? ¿Dónde se inclinaría la balanza, hacia la vida o hacia la muerte?.

Habían sucedido durante el año pasado algunos hechos extraordinarios que habían llevado a aquella humilde familia a situaciones que derivaron a trances angustiosos y que es preciso relatar.

Mal que bien, la vida pasaba sin pena ni gloria, es decir, con más pena que gloria- para la familias y el invierno y la primavera anteriores hubo pan, almortas, patatas, algún trago de vino y alguna tajada de tocino, y se pudo vestir y calzar a la prole con algunos arreglos de ropa ya usada, de lo que daban a la tía Rojona algunas vecinas caritativas. Los muchachos pasaban los días recogiendo moñigos para estercolar el pedazo del zafranar (azafranar) y la pequeña huertecilla de La Lastra; los mayores, Juan y la Feliciana, dedicaban algunos ratos a segar los boteares de los ribazos para alimentar al burro que les servía de medio de transporte para traer leña y agua de la lejana fuente comunal, así como de distracción en los pocos momentos en que no andaban zarandeados por los mandaos de los padres en busca de limosnas, mendrugos y alguna que otra perra para sumarla al jornal paterno. Los pequeños, Lucio, Rosa y Pepe, como apenas servían para nada, hacían pan­dilla semidesnuda y desarrapada, concitando la compasiva dádiva vecinal con bailes y cancioncillas bien aprendidos y ensayados en la tertulia nocturna antes de dar con sus cansados huesecillos en el catre.

La madre bastante tenía con ir cuidando a la numerosa prole, lavando el escaso vestuario interno y externo del padre y de la muchachada, fregando, remendando, poniendo y avivando el puchero a la lumbre, y, en fin, haciendo todo lo posible para mantener el calor familiar con el ajetreo y el cariño doméstico, terminando casi siempre por colocar en fila a sus arrapiezos para ir espulgándolos uno por uno, desojándose en busca de los cáncanos y liendres que eran también patrimonio común, mísero y abundante en aquellos tiempos, y más en las circunstancias que venimos apuntando.

El padre, bracero del campo, buen cavador de cepas y oliveras, y hasta un poco especializado en la poda, había ganado algún dinero aquella primavera, y aunque aquello no bastaba para el gasto familiar, compró a unos chelvanos que llegaban casi todos los años al pueblo con su mercancía, un gorrmnillo recién cumplido el destete para ir engordándolo con desperdicios y Dios sabe cómo, durante todo el año hasta su matanza en invierno; compra que efectuó a crédito pagadero para Tosantos confiando en sus propias fuerzas y proyectos, ya que tenía por costumbre ir al Reino - como así se llamaba a la Ribera valenciana - para segar arroz, faena que solía reportarle algunas ganancias extraordinarias.

Aquel año, efectivamente, marchó al Reino caballero en su burro Morico unas veces, y otras a pie, alegre y confiado por la buena perspectiva de unos jornales bien pagados que habrían de sacar a flote y mantener a su familia.

Pero no tuvo mucha suerte aquel año el buen jornalero. A pesar de que ganó algunas pesetas en la siega, tuvo la mala fortuna de que el borrico sufriera la mordedura venenosa de una víbora. Y allí fue la desesperación del buen hombre, que veía venir la catástrofe. Y viendo al animal en tan extrema gravedad que ya contaba casi con su muerte, se le ocurrió al pobre Rojón la más peregrina idea que su calenturienta y angustiada mente pudo pensar: el ofrecer a San Antón el cerdo que, mal que bien, se engordaba en su cachera, si le sacaba de apuros curando al escuálido burro.

El caso es que el quebrantado Moneo se libró por los pelos de la ya esperada muerte; y aquí tenemos al tío Rojón, ya vuelto de la siega, cumpliendo su promesa. Aquel año no habría matanza, pues el gorrino se soltó por el pueblo -como era costumbre hacerlo muchos años por gentes que cumplían promesas parecidas- para que fuera alimentado de casa en casa, albergándose en las afueras del caserío durante la noche y siguiendo a diario su acostumbrada ronda para comer lo que le echaran y donde quisiera la gente.

El cerdo engordó, pues en sus comistrajos hacía a pelo y a lana, es decir, no era delicado de paladar. El gorrinillo, que era de todo el pueblo dicho, del Santo- debía rifarse entre todo el vecindario para subvenir gastos de la Mayordomía del Santo y otros gastos de la fiesta; que solía administrar el párroco y varios vecinos devotos que se sorteando de año en año.

Total:    que el tío Rojón apenas pudo pagar en Tosantos el gorrino, como lo prometido era deuda, y la honradez de la familia, aunque pobre en extremo, era proverbial, se pasó el otoño y los primeros fríos invernales en una continua desazón y pobreza que se resumía en cantares cuando la cosa iba bien, y en alguna que otra tremolina cuando las cosas se ponían mal, extremo en que vino a parar el suceso, la promesa y la devoción al Santo, con un exceso de apreturas de cinturones y la crianza de algunas telarañas en los galillos de pequeños y mayores.

Y así se llegó a la desesperada situación de la familia en las vísperas de San Antón. Las hogueras, el bullicio y el jolgorio por las calles del pueblo; el hambre, la miseria, el frío y los angustiados lamentos en casa de los pobres Rojones.

La Mayordomía de San Antón se reunió en la casa parroquial para proceder a la rifa del cerdo. Presidía el señor Cura, junto al tío Pedro Pérez, alias Periquete, que, aunque corto de estatura, tenía un alma tan grande como para remover cielos y tierras en favor de sus vecinos. El procedimiento de la rifa había de ser por pujas a la llana, es decir, de viva voz y en asamblea pública convocada por bandos al efecto. Llegadas las ocho de la noche, el pueblo se arremolinó ante la casa parroquial para presenciar la rifa.

Saliendo el señor Cura y el tío Periquete al balcón principal y hecho el silencio pertinente, el alguacil pregonero solicitó a toque de bocina o corneta el comienzo de las pujas.

Un silencio total persistía en la plaza. Por segunda y tercera vez, el pregonero volvió a requerir propuestas para el remate de la rifa. Y nadie movió ni un dedo, ni nadie levantó la mínima voz. Aquello era insólito e inaudito; jamás había sucedido algo igual o parecido. El caso es que nadie pujó para conseguir el célebre gorrinillo, por cierto, ya bastante gordo que el Rojón soltó por el pueblo. Y cuando ya había terminado el plazo estipulado para la adjudicación al mejor postor, al no haber habido solicitud alguna para ello, el bueno del tío Periquete lanzó un bufido de contento y satisfacción como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

Y es que, con anterioridad había sabido mover los hilos de una especie de conspiración popular impetrando la solidaridad y la caridad del vecindario para que aquel año quedara desierta la rifa al no haber postura alguna. Y ello, como es natural, en beneficio de la pobre Rojonería, que, ante la falta de pujas, habrían de recuperar el cerdo que su buena y leal fe había ofrecido al Santo.

Ni que decir tiene que los gastos de la fiesta de aquel año, así como unas docenas de carretillas que regaló al tío Rojón, corrieron a cargo del tío Periquete y de sus advertidos y aleccionados compañeros de Mayordomía; y siempre se supuso que el señor Cura era uno de los principales promotores de la idea caritativa.

Cuando la pobre familia conoció la noticia, llevada aprisa y corriendo por la tía Reguiñá, a la que nunca le ganaba nadie a traer y llevar recados y noticias buenas y malas, tronó de alegría y contento. Salió toda la famosa Rojonería a la calle y en un santiamén obsequiaron al vecindario con una sesión de cante y baile como jamás habían dado, ni jamás el pueblo había conocido.

A todas estas, el que pagó las consecuencias fue el famoso gorrino, el cuál se “jugó las chapas’, como corrientemente se dice, y fue a caer aquella misma noche, en buena parte, en los enjutos y hambrientos estómagos de la familia.

Aún se comenta que los cinco Rojoncillos atacaron con tal ímpetu la loncha y la careta del cerdo, que agarraron una indigestión de la que salieron bien librados gracias a que San Antón seguía velando milagrosamente por tan célebre y simpática familia.