22- POR LA VIRGEN DE AGOSTO
PINTAN LAS UVAS Y LOS TOMATES.
“Por la Virgen
de Agosto pintan las uvas,
y por la de
Septiembre ya están maduras”.
Así cantaba
Bernardino el Retiento un día de agosto, ya en sus
finales, subido en un carro tirado por un escuálido macho romo
que tiraba más por su voluntariosa nobleza que por el alimento
que comía.
El tío
Retiento le daba como pienso lo que podía percanzar; y no
podía mucho, por lo que el forraje y la hierba mezclados a la
paja eran mas corrientes que la cebada.
Bernardino el
Retiento, de casi recién casado, se había quedado cojo
por causa de un volquetazo que dio su carro cogiéndole una
pierna que le tuvo que ser amputada a medio muslo; quedó
inútil, pero su habilidad de comerciante ambulante y algunas
otras cosillas de encargo que solía hacer sentado, le daban
para sostener a su mujer y a su hijo pequeño, por entonces.
El Retiento
tenía un genio de mil demonios, y su pobre mujer, la tía
Remedios, que se supone alcanzó la santidad ya en vida, sufría
en silencio y como Dios le daba a entender todas las
genialidades de su marido, de quien se contaban muchas cosas
buenas y malas , que de todo tenía en su haber nuestro
personaje.
Los chismes de la gente murmuraban
de boca en boca y de oído en oído que Bernardino hubo de
propinar una paliza a su mujer al día siguiente de su boda, y,
que, cuando la Remedios se quejaba de la sinrazón de la paliza
más que del dolor físico, el hombre, en un alarde de machismo
le dijo que si aquello había sucedido sin haber razón alguna y
sin venir a cuento, ya podría tener cuidado con lo que vendría
en caso de causa justificada; es decir, que, a modo de
aprendizaje, y para lo sucesivo, la Remedios sabría lo que
debería hacer para tener contento a su marido. Y ni que decir
tiene, que siempre lo llevó en bandeja, aunque para ello tuvo
que hacer equilibrios de sabiduría y bondad con mezclas de
picardía y mucha gramática parda.
El caso es que
el Retiento se dedicó a comprar y vender frutas y
verduras por los pueblos y aldeas de la comarca, siempre
encaramado en la delantera de su carro, arreando a su mulo por
aquellos caminos y carreteras de las tierras altas, y haciendo
alto y plaza de venta en todos los lugares habitados de la
contorná. Y eran famosos sus pregones, sus genialidades, y
su pata de palo. Cosas que ya por costumbre no eran tenidas
muy en cuenta por las mujeres clientes al comprar sus
mercancías:
- ¡ Tías putas,
venid a comprarme las porquerías que llevo! ¡ A la que me
suavice la pata de palo le regalo dos tomates ¡ -
Y así, de ese
tenor, salidas chuscas y bromas que no se tomaban en serio.
Por la Virgen
de Agosto, en estas tierras de la incipiente meseta
castellano-manchega, además de pintar las uvas y tomar color
los enveros del racimo, empezaban a salir al mercado los
primeros tomates del Río. Por aquí se llamaba el Río a las
pequeñas huertas y caseríos de la ribera del Cabriel, desde la
Fuenseca, ya casi en Contreras, hasta el Retorno y las Casas
de Cárcel. Y resulta que por estas fechas, que además celebran
la Asunción de la Virgen María, los tomatares riacheros o
rianos comenzaban a dar producto en abundancia. Y se decía que
en ninguna otra parte se encontraban tomates como los de estos
huertanos ribereños; por lo menos así sucedía hasta la mitad
del siglo. Ahora ya parece que hay tomates, con las modernas
técnicas del invernadero, en todas partes y en todas las
épocas del año.
El caso es que
el tío Retiento acudía con su carro a Vadocañas, a Los
Cárceles, a Tamayo o al Retorno, para cargar las primicias del
tomatar ríano y llevarlas a vender a los pueblos comarcanos.
Era como un periplo anual y obligado, del que obtenía algunos
beneficios, con los que contribuía a solventar necesidades
familiares. Y, de verdad, eran los mejores tomates, siempre
esperados por ser los primeros y más apetitosos.
Pero aquel año
resultó que había demasiada cosecha por las riberas del
Cabriel, y también, como es lógico, mucha mayor competencia;
pues, para dar salida al producto huertano, tanto los propios
dueños como algunos advenedizos en el negocio , dieron en
salir a vender la mercancía por los diversos puntos y lugares
de la comarca; de tal manera que, cuando el tío Retiento
llegaba a un caserío ya alguien se le había adelantado. Y
aquello no podía ser, según pensaba, porque le parecía una
intromisión en sus inveterados quehaceres de año tras año.
Y un buen día
llegó a Fuenterrobles con su carga tomatera. Llamó al
pregonero para que noticiase la mercancía a voz en grito por
aquellas esquinas:
-¡Acaba de
llegar el tío Retiento a la plaza, con tomates del Río,
a dos reales el kilo!
Pasado un rato,
se extrañó Bernardino de que ninguna mujer acudiera a comprar
su mercancía, e indagando los porqués a una de sus
parroquianas asiduas, se enteró de que por otras calles iban
dos canos de vendedores ambulantes, también con tomates
riacheros que vendían a ocho perillas el kilo.
El Retiento no
se arredró por ello, y mandó al pregonero que anunciase la
venta de sus tomates a real el kilo...; y al transcurrir
cierto tiempo sin vender ni uno. supo. a través del bisbiseo
de la misma comadre, que sus competidores andaban de casa en
casa vendiéndolos a cuatro perillas.
Colmada
ya la escasa paciencia de nuestro personaje, echando y
derribando por su boca, tuvo la más peregrina y genial idea:
pregonar sus tomates gratis, de balde; y después de encargar y
publicar su pregón, como el que no quiere la cosa, desenganchó
la caballería, enculó el cano, y vaciando los cuévanos y
corvos tomateros, dejó todo su cargamento tirado en mitad de
la plaza para que las mujeres cogieran lo que quisieran. Y,
enganchando de nuevo el cano, tranquila y sosegadamente, ya
después de su hazaña, montó en el vehículo y cantando, como
siempre, “por la Virgen de Agosto pintan las uvas, y por la de
Septiembre ya están maduras”, se encaminó al pueblo de su
residencia, sin una pena en el bolsillo. Ni que decir tiene
que aquella noche, la pobre tía Remedios, su mujer, pagó los
vidrios rotos recibiendo una bofetada cuando le preguntó por
las ganancias del viaje. Y el hecho corrió por el vecindario;
y resultó de tanta gana y regocijo que, en premio a su
genialidad, jamás en ningún pueblo o aldea de estos
territorios se quedó sin vender, a partir de entonces, la
mercancía que llevara el tío
Retiento.
Entre agosto y
septiembre, para recoger las cuatro ganchas de uva que le
daban unas cuantas cepas de bobal y de marisancho al tío
Retiento, éste ayudaba a su vecino, el tío Hilario, a
limpiar un pequeño trullo anexo a la casa. En ese trullo
echaban sus uvas, además de Bernardino y el tío Hilario,
algunos otros vecinos, calculando de antemano sus cosechillas
para no hacer corto y para no hacer largo, es decir,
promediando a ojo de buen cubero lo que entre todos sumaban
para conseguir llenar el trullo. Una vez limpio este y el
depósito de almacenamiento, lavados los cuévanos y las tablas,
allá a mediados o finales de septiembre recogían, casi siempre
a carga con alportaderas, sus racimos y los transportaban al
trullo comunal del tío Hilario, donde un buen mozo los pisaba
casi en danza ritual y mágica, al son de algunas tonadillas y
pases de baile, que el tío Retiento medía y dirigía al
compás de su mano y amenizaba con su tópico cantar de “por la
Virgen de Agosto pintan las uvas...” Y era una bendición el
vuelco acompasado de las tablas arrojando las uvas pisadas y
machacadas a lo profundo del lagar entre tonentillos de
espumas granates y efluvios de mosto dulce y pegajoso sin
fermentar todavía. Aquel mosto sería el futuro vino del que se
suministrarían los copropietarios para su gasto casero, y,
también, para las juerguecillas domingueras entre partida y
partida de truque sobre una improvisada mesa en el propio
trullo, cuando la vendimia había pasado y cuando la tertulia
vecinal disfrutaba sus escasos ratos de ocio en las tardes
festivas. Aquel trullo fue por muchos años sede de la famosa
tertulia del tío Hilario, donde éste y el Retiento
hacían pareja truquera contra quienes osaban desafiarles,
jugándose los clásicos tramusos y torrares, acompañados del
vino tintorro elaborado en aquel mismo lugar.
Pero un día de
cierto año, a mediados de septiembre, cuando ya se estaba
preparando el trullo del tío Hilario, y el Retiento
había regresado de uno de sus periplos tomateros-pimentoneros,
llegó la noticia de que Hilario se moría sin remedio: una
apoplejía fulminante acabó con el buen hombre. Y el tío
Retiento, compañero de fatigas,, de vecindad, de partida
truquera, y de vinificaciones trulleras, acudió todo lo raudo
que su pata de palo le permitía a casa de su amigo. Y entre
desconsolados hipidos iba recordando la vida y milagros del
finado, al que amortajó con su peculiar sabiduría y
experiencia en estos menesteres. Y mientras iba resolviendo la
situación de la mortaja, ayudado por la Sebastiana, la ya
viuda de Hilario, cuando todavía el enorme cuerpo no había
adquirido la rigidez cadavérica, en un descuido de la ¡Sebastiana
aún tuvo el Retiento la macabra genialidad de coger un
brazo del difunto y atizó con el una rotunda manotada en el
culo de la viuda, diciendo: