26- UNA
CENCERRADA HISTÓRICA.
Uno de los
prohombres del pueblo se quedó viudo. Hacía las veces de fiel
de fechos o escribano -que después ya se llamó secretario-
cuando todavía era aldea nuestra Venta del Moro.
Le quedó un
hijo ya mayor, pero aunque tenía sirvienta dispuesta para todo
y atendía la casa con desenvoltura y primor, don José, que así
se llamaba el hombre, al cabo del luto casi reglamentario por
entonces, pensó que bien podría la sirvienta transformarse en
esposa de derecho y por lo legal, ya que de facto venía
siéndolo desde que enviudó.
Habremos de
decir que la Irene (así se llamaba la criada para todo) era
una mocetona soltera ya entrada en años, bien dispuesta para
cualquier faena casera, aunque de letra estaba in albis y de
contabilidad peor; todo lo cuál no obstaba para tener la casa,
la ropa y la comida a punto y en estado de revista. Si además
se suma que en carnes abundaba y en cuanto a deseos amatorios
también, parecía lógico y natural que aquella situación pasara
de inmediato por la Panoquia.
Don José, el
escribano, tuvo un día que atender los razonamientos de la
sirvienta, quien un poco amoscada porque la paga que recibía
era demasiado pobre para el trabajo que hacía -en todos los
sentidos-, se hubo de plantar y decirle al viudo que aquello
se acababa si no se legalizaba debidamente. Y, como no tenía
que dar cuentas a nadie de sus actos, don José le dio toda la
razón y se aprestó a realizar las diligencias necesarias ante
el señor Cura.
El caso fue
que, sin más dilaciones, se fijó la boda para el mes de
octubre, en pleno otoño, cuando las madureces están más
sabrosas, la caída de las hojas, pues, aunque el ímpetu y
ardor amoroso ya había cortado sus alas con la cincuentena de
años del hombre y añadiendo que aquello era pan comido desde
ya hacía algún tiempo, a la Irene se le antojaba mucho más
gratificante el no andar a escondicucas. Y es que el hijo,
también José como su padre, parecía sospechar algo de lo que
ocurría y por ello, había que resguardarse y guardar las
apariencias.
Por dicha
causa, después de informar ya sin ambages al mozo, acordaron
celebrar la boda en total intimidad, sin dar parte ni noticia
ni aún a los más próximos parientes. Solamente y ya casi a
quemarropa lo dijeron a un matrimonio vecino que serviría de
apadrinamiento y de testigos, y atando todos los cabos
sueltos, se acordó con el Cura la fecha, por la noche y en
silencio.
Pero en los
pueblos pequeños siempre hay alguien que se entera de todo lo
habido y por haber. Y es lógico que así suceda, pues la vida
se desenvuelve en un ambiente casi tan familiar, que hasta lo
más secreto aflora por su cauce natural: el comadreo. Que al
principio sólo son sospechas, que después se van aclarando
algunas cosas, que seguidamente se coge alguna palabra que
otra, algún gesto, miradas, etc.
El caso es que
aquello fue un secreto a voces. Pero el pueblo se lo tenía
también callado, y la Irene y don José, ocupados en los
últimos preparativos y en los últimos devaneos
prematrimoniales, no se enteraban más que de lo suyo y
esperaban la fecha.
Hay que
significar que en muchos pueblos, casi nos atreveríamos a
decir que en todos los de este comarca, incluyendo aldeas y
caseríos, cuando surgía de vez en cuando un noviazgo y
consiguiente matrimonio en el que uno o los dos eran ya
viudos, se solía armar una zapatiesta de categoría: se solía
armonizar y amenizar la boda con una cencerrada en la que
intervenía casi toda la población. Hombres, mujeres, hasta
viejos y niños mayorcitos, se concentraban ante la casa del
nuevo matrimonio - que generalmente se celebraba en la más
aparente calma y nocturnidad absoluta-, todos provistos de
gangarros, cencerros, campanillas, latas y llantas metálicas,
panderos e instrumentos musicales, etc. cualquier cosa que
sonara e hiciese mucho ruido; y durante horas y horas, tocando
desaforadamente y cantando coplas alusivas a los novios y a su
noche de bodas, armaban un cotarro de campeonato que solía
terminar con las primeras luces del alba o antes, sí el hombre
recién casado -nunca la mujer- tomaba las cosas con filosofía
y conforme a la costumbre, salía de casa para animar todavía
más el concierto, invitando además a echar un trago de vino a
la salud de los novensanos. Pero cuando se sabía que a los
novios les molestaba aquella zaragata y se comportaban con
recelo, desprecio o altaneramente, aquello se ponía de un
desbordamiento tal, que más parecía amenazar con desatarse las
furias y acabar en tragedia. Y eso sí que no podía ser:
alguien, con sensatez, solía poner los medios de su mayor
personalidad y acababan las cosas sin graves consecuencias; es
decir, sin ningún acto desagradable. Al final, todos
reconciliados; porque las cosas siempre habían sido así y
seguirían siendo eternamente en los pueblos en que algunas
costumbres son leyes. Pero, a veces, la situación se ponía
demasiado tensa, como seguidamente se verá según lo sucedido
en la famosa boda de don José y la Irene.
Don José era
hombre de la situación. Quiere decir esto, que era amigo de
las autoridades del momento, tanto por su oficio de escribano
como por afinidades políticas. Por entonces, realistas y
progresistas se disputaban la teta: eran tiempos difíciles en
el malhadado reinado del Deseado Fernando VII quien siempre se
inclinó por el absoluto moderantismo.
El caso fue que
don José era uña y carne con el Alcalde Pedáneo (no olvidemos
que estamos hablando de una todavía aldea) y más amigo de los
voluntarios realistas que, en número de diez o doce, estaban
armados y campaban a sus anchas por el pueblo y sus anejas
caserías. Por ello parece que el escribano se consideraba
seguro y no quiso o supo prever lo que se le echaba encima la
noche de su boda.
Aunque no se
sabe ciertamente el origen de las cencerradas, parece ser que
era una costumbre pagana en la que los ricos, al casarse,
obsequiaban al pueblo llano que salía a recibirles con música
y algazara. Para evitar desórdenes, Carlos III las prohibió;
pero aquello, que la ley consideraba como escándalo público,
se siguió haciendo por el pueblo -que nunca hizo caso de tal
prohibición - y siguió habiendo cencerradas hasta no hace
mucho tiempo. El mejor medio de atajarlas consistía en
recibirlas con resignación y cierta complacencia por parte de
los contrayentes. Con ello se evitaban contratiempos,
disgustos y desórdenes. Hoy es una costumbre que,
afortunadamente, ha desaparecido, sin haber dejado más que el
recuerdo.
Don José y la
Irene se casaron la noche acordada, después de la cena,
entrando en la iglesia por la casa, aledaña del señor Cura,
con la sola compañía de los padrinos. Pero, por si acaso,
-últimamente andaba el hombre
un tanto orijitieso- dejó aleccionado al hijo para que
acudiera a los realistas si observaba algún movimiento extraño
en la población.
Alguien, que
estaba ojo avizor y con la sospecha despierta desde hacía
varios días, propagó la noticia, y bastó que la dijera en una
casa para que corriera por toda la aldea como reguero de
pólvora. A las once de la noche, muchos que ya se habían
acostado se levantaron, y los contertulios nocherniegos y en
general todo el vecindario, hombres y mujeres, ya estaba en la
plazuela donde vivía don José desde largos años.
Aquello parecía
una asamblea como si se hubiese convocado a toque de rebato.
Allí salieron a relucir los instrumentos más variados e
insólitos que hasta entonces se conoció. Y empezó la
cencerrada... De vez en cuando paraban y se oía:
-¿Quien se
casa?
-Don José.
-¿Con quién?
-Con la Irene.
-Pues, arreando
hasta la mañana que viene.
Otras veces
sonaba:
-¿Quién se
casa?
-La Irene.
-¿Con quién?
-Con don
José...
Pues,
cencerrada para él.
Aquello parecía
una barahunda infernal desordenada y desconcertada. El
retronío y el zumbido de la cencerrada escalaban las alturas y
se extendían por los ambientes, llegando a oírse hasta en
algún caserío del contorno. Parecía que con ello se quería
castigar y reprender la alevosía, el misterio, la nocturnidad
solapada de la boda y el no querer someterse de grado a la
costumbre. Aquello era la fuerza bruta de la imparable grey
que, cuando se aborrega y obra colectivamente amparándose en
el “todos a una, como Fuenteovejuna”, obra sin trabas ni
convenciones y es capaz de administrar justicia ejemplar o de
cometer las mayores barbaridades.
El hijo de don
José, que vacilaba entre ir y no ir a avisar a los armados
realistas, se
asustó y echó a correr hasta la caserna, donde siempre había
una guardia, y también avisó al Alcalde de lo que ocurría.
Menos de media
hora después, tres realistas armados acudieron al lugar donde
la cencerrada adquiría su mayor algidez en aquellos momentos y
en donde ya se apelaba al insulto y a la obscenidad como
armas, y a la fuerza bruta como ariete presto a derribar
obstáculos de puertas y ventanas.
En el primer
instante, la presencia de los elementos armados pareció calmar
o atemorizar el vecindario congregado en masa, pero alguien
pensó que también la autoridad y sus representantes eran
vulnerables y débiles ante la desaforada e incontenible
multitud desatando sus atávicas y forzosas sujeciones.
Los tres
realistas, colocados estratégicamente en la plazuela, ya
apuntaban sus armas hacia la muchedumbre, que no se callaba ni
se detenía Hubo un momento en que lo trágico pendía de un hilo
tan delgado, que se mascaba y palpaba en el aire el horror de
una salvajada luctuosa.
Y el pueblo
avanzó, y los voluntarios realistas retrocedieron unos pasos,
pero siempre apuntando, apuntando...
Y cuando
parecía ya irremediable la tragedia, se hizo la luz y el casi
milagro. De verdad que alguien -quizás la Virgen de Loreto,
patrona de la población- se puso de parte de la sensatez sin
que nadie ni nada sufriera menoscabo.
Sucedió que el
Alcalde, que acudió a la llamada del hijo del escribano, y que
además de Alcalde era como una especie de cabo del
voluntariado realista, se puso de parte del pueblo llevando en
ristre un viejo tambor al que hacía redoblar con inusitada
fuerza. Y se colocó frente a la tropilla armada como
invitándoles a retirarse...
Los tres
voluntarios se retiraron en orden y silenciosos hacia su
cuartelillo.
Aquello, que
sucedió en escasísimos minutos, calmó los exacerbados ánimos.
El Alcalde pidió silencio y habló seguidamente el pueblo con
amistad, comprensión y sinceridad, aconsejando siguiese la
cencerrada como costumbre popular que era, rogando no se
causase el menor daño a nadie. Lo que pareció acabar en
tragedia terminó en juerguecilla organizada que, poco a poco,
fue desintegrándose a medida que el sueño, el cansancio y la
cordura
iban imperando.
Todo terminó hacia las dos de la madrugada. El pueblo respíró
profundamente... y los novensanos también.
Cada cuál se
reintegró a su casa comentando en familia o en grupillos, más
tranquilamente los hechos, lo que sucedió y lo que pudo
suceder.
El Alcalde
ofreció dos velas a la Virgen y una misa que cumplió
religiosamente, por haber conseguido la paz aquella noche.
Y nadie crea
que después, en el transcurso de la vida y los años de
convivencia en el pueblo con el matrimonio de don José y la
Irene, hubo represalias, enemistad o desprecio. Nada de eso;
aquello acabó, gracias a Dios, sin consecuencias funestas. Y
nadie reprochó al matrimonio el haber sido la causa del famoso
alboroto cencerril... También es verdad que el nuevo
matrimonio se comportó ejemplarmente como buenos y serviciales
vecinos.
Alguna
cencerrada hubo después, en parecidas circunstancias y con el
mismo desenlace tras algunas discordias. Pero las más de las
veces empezaba y terminaba con buen humor, aceptando todos las
reglas del juego y la costumbre simplemente con la naturalidad
y el desenfado de lo habitual en estos casos.
Poco a poco, la
civilización ha ido arrinconando esta casi tradicional
costumbre, que ya se ha caído de puro vieja y sin soporte
moral para perpetuarse. Pero su recuerdo ahí queda.