27- LA TERTULIA ROSERA DE LA TÍA “ZAFRANARES”.

“La rosa del azafrán es una flor arrogante, que nace al salir el sol y muere al caer la tarde”

Así dice la copla en la famosa zarzuela “La rosa del azafrán”, y así es casi exactamente. Hoy apenas existen zafranares en toda esta comarca. Sin embargo, hasta mediados del presente siglo fue un cultivo abundante que fue perdiendo extensión e importancia económica a medida que se fue en­careciendo la mano de obra. Y es que la explotación de este cultivo necesitaba, además de su plantación y cuidados durante todo el año, muchas manos para su recolección -generalmente entre mediados de octubre y principios de noviembre-. Muy de mañana salían las cuadrillas para coger la rosa, que habría de hacerse antes de salir el sol para cogerlas en capullo, pues en cuanto salía el sol se abrían las flores y su recogida era más costosa y difícil.

Seguidamente se verificaba la tarea de sacar rosa, es decir, arrancar los pistilos de las flores, de rojo intenso, y desechar los pétalos morados con sus amarillos estambres que eran arrojados a la basura. Esta faena, muy entretenida y que requería tiempo y paciencia, era muy propia de mujeres y niños, realizándose sentados alrededor de una larga mesa donde se amontonaban las rosas que, una a una, eran abiertas y sacados los pistilos que se recogían en platos y arneros. La operación final de secado y tostado se verificaba por la noche sobre unos tupidos cedazos puestos sobre las mortecinas ascuas del fuego hogareño. Pero, como antes se dice, lo más entretenido, lo que se prestaba más a la tertulia y al chismorreo, a la insustancial o sustanciosa alcahuetería, según si se despellejaba a alguien o no; en aquellas tertulias, que no impedían la rapidez de la faena en la que muchas mujeres eran diestrísimas, se hablaba de todo y de todos, de fiestas, de enfermedades, de noviazgos, de chinchorrerías, de aparecidos, de todo lo que había sucedido en el pueblo y de todo lo que se presumía habría de suceder.

Como casi siempre había “ropa tendida”, es decir, muchachos y muchachas todavía inocentes, se evitaban escabrosidades del taco y del sexo, pero en cuanto había algo importante que decir o comentar al respecto, las mujeres no se paraban en barras y con eufemismos, guiños, risitas y alguna palabra de color verdeoscuro, sacaban a relucir la noticia aunque los chiquillos se picardearan y quisieran meter ya las narices. De vez en cuando, la presencia de algún hombre, que ya había regresado de sus faenas campesinas, ponía notas de mayor colorido, y el chiste y el chasco afloraban entre la algazara de las roseras.

El tío Zafranares era uno de los mayores cosecheros de azafrán de aquella comarca. De eso le venía el apodo, y también de que sus antepasados ya lo venían usando por la misma razón y causa. Cuando se casó con Ana López, esta tomó, como casi siempre venía sucediendo, el mismo mote que el marido; así que era más conocida por la tía Zafranares que por su nombre de pila.

Tenían sobre unas quince fanegas de azafranar (estos cultivos se median por fanegas, según la cantidad de bulbos-cebollas plantados), y les rendían buenos beneficios; pero había que trabajar de firme, y la tía Zafranares era para el trabajo una verdadera furia, sobre todo en lo que concernía a coger y sacar rosa, y, consiguientemente, a gobernar, dirigir y amenizar la cuadrilla, de roseros, que a veces constaba de diez o doce personas.

-¡No me gustáis pa roseros!- decía a los que se hacían el remolón y a los que iban siempre a remolque.

-Hay que ir con vosotros con más cuidao que cogiendo rosa con el sol, que deseguida se deshoja, enderezaban con frecuencia su cuerpo, que debía ir inclinado sobre las filas del espartillo azafrenero durante la recogida de la flor.

Sobre todo, a la pareja formada por la Nadaulia y Remigio increpaba la tía Zafranares con agudezas, chistes y requilorios medio eróticos, mientras cogían y sacaban la rosa. Y es que aquella pareja de ignorantes y embobados lo admitían todo con tal de comer para llenar la andorga, sin otras preocu­paciones. Se habían juntao hacía algunos años y vivían en un concubinato especial: no se sabía a ciencia cierta si el bodurrio se consumó por necesidades de fisiología genital, o por las meramente económicas en la búsqueda del diario condumio.

La Nadaulia había sufrido un desafortunado percance el día de San Juan anterior, que fue la comidilla jocosa del pueblo; resultó que, como dicho día hay bula y licencia, impuestas por la costumbre, para coger y comer todas las cerezas que cada uno quisiere en los numerosos cerezos ribereños a la rambla, la Nadaulia se engarabitó en uno de ellos, y en uno de sus vaivenes por ramas y cimales dio un traspiés y quedó enganchada, precisamente por “sus partes húmedas” de un garrancho. Y Remigio, que también usaba de la misma consuetudinaria ley cerecera en el mismo árbol acudió en su auxilio librándola de un percance mayor, pero no evitó el natural desgarramiento de aquellas recónditas partes; y, como el asunto no se pudo ocultar, el chismorreo y la carcajada fueron durante meses el adobo con que se comentaba aquel aéreo traspiés y sus aperturistas consecuencias. Y es que la Nadaulia era de lo más simple que jamás se conoció. Unicamente su ajuntao consorte, el Remigio, le llegaba a igualar; y es que, tal para cual, suele suceder que, por inercia y afinidades, cada oveja con su pareja.

Pero además del suceso de la Nadaulia, habían pasado en el pueblo muchas cosas aquel año, y entre todos los roseros que rodeaban sentados las largas mesas para sacar los valiosos pistilos del rojo azafrán, se sucedían los chistes alborotando el cotarro y peligrando la rapidez y efectividad de la faena. Y es que había que sacar mucha rosa para ganar algo, ya que la tía Zafranares sólo pagaba a real la onza, y tenía uno que desuñarse pelando flores para alcanzar una o dos pesetas. No obstante, como la faena era cosa de mujeres, niños y ancianos, había ocasiones en que la tertulia rosera llegaba a reunir veinte o treinta personas, que no tenían otra cosa que hacer; así, pues, la mano de obra era abundante y en cierto modo barata.

Las cosas discurrían tranquila y sosegadamente, tanto en las madru­gadas de la recogida como en las tertulias sedentarias de la monda y peladura. Más claramente, el coger y sacar rosa de aquel año se verificaba normal y pacfficamente en los predios y en el hogar de la tía Zafranares. Sin embargo, a la tía Ana, habrá que llamarla así de vez en cuando, se le iba amontonando la faena y ya casi no encontraba tiempo para descansar: era un trajín tremendo entre las tareas roseras, el preparar comidas y asear la casa, y, para colmo, la ineludible tarea diaria de tostar por la noche todo el azafrán obtenido en la jornada; y aquello era muy delicado, pues del mayor o menor tostado dependía lo lucrativo, aunque, a decir verdad, aquella mujer era en la susodicha faena una artista consumada por la experiencia; y las ascuas y los ciazos llenos de azafranes extendidos delicadamente, pasaban de un lado a otro, removiendo filamentos, amortiguando brasas y apartando el tueste hasta guardarlo en montoncillos que acariciaba y contemplaba como un tesoro, como verdaderamente lo que era: un pequeño tesoro, que guardaba después en el arca entre limpísimos y finos paños blancos.

Y llegó el día del “manto”. Así se llama al día en que la cosecha alcanza su auge. Y se llama así porque el campo del azafranar semeja un inmenso manto violeta, un mar de flores -primero en capullo, después abiertas-, un espectáculo que jamás poeta alguno cantó, inexplicablemente, pues en él se juntan y resumen colores, aromas, suavidades, auras y rocíos: un enorme y extenso pebetero que el alba se encarga de descubrir esplendorosamente con sus primeras luces, exponiendo a los sentidos la magia y el misterio de la naturaleza como si fuera el libro de Dios abierto por su página más bella.

Aquel día las arrobas de rosa se amontonaron sobre las mesas, después que la cuadrilla mañanera regresara, bastante más tarde que de costumbre, de hacer la recolección.

Y la tertulia rosera se reunió con más ánimos que nunca para ver si podían terminar en el día, ya que resultaba un gran inconveniente el ir dejando flores sin sacar o mondar de un día para otro, pues se marchitaban y ajaban y así no cundía la faena. Así que aquel día se congregó toda la gente que se pudo encontrar dispuesta a ello. Era monótono el trabajo y había que amenizarlo de alguna manera. Por eso, el tío Mono empezó con sus bromas y chistes. Y la tía Blasa con sus cancioncillas entre verdes y moradas. Y Remigio contó sus viajes por las aldeas cercanas en busca de comida soportando pesadas bromas. Y la Nadaulia tuvo que repetir por enésima vez su percance en el cerezo provocando nuevos jolgorios. Y alguien se atrevió a bucear por los entresijos más recónditos de amores y amoríos: Que si la fulana con el mengano, que si tal que si cual, que si fue que si vino; y que las fiestas patronales se aproximaban y había que aprestar los majos para los jóvenes y las muchachas, y..., en fin, no quedó palillo que tocar, ni traje por cortar, ni piel que despellejar. Todo, eso sí, con la mayor inocencia, tratando de que nadie se molestara y de que las alusiones picarescas estuvieran armonizadas por la buena amistad y vecindad... Es decir, allí no se hablaba mal de naide ni denguno, aunque se hablara de todo el mundo. Era como la esquina del tío Rojo trasladada a la mesa rosera de la tía Zafranares; y sabido era que la esquina del tío Rojo era el lugar donde el mocerío masculino pulimentaba, de memoria, todas las curvas y todos los atributos del mocerío femenino, extendiendo sus comentarios hasta los elementos y elementas casados y viudos.

Estaba claro que la tertulia de la casa de los Zafranares tenía y reunía las mejores condiciones para saber y dar a conocer todo lo que de bueno y de malo pasó o se dijo por los ámbitos pueblerinos, y hasta el menor pálpito noticiero revolaba por las mesas roseras.

Pero las manos no paraban, no podían parar, aunque las bocas rieran o comentaran hechos y dichos. Y los dedos, amoratados por el rezumar de las flores, parecían máquinas. De vez en cuando, alguna vieja o algún guacho se levantaban para ir a hacer sus necesidades, pues el mucho tiempo sentado oprimía la culata demasiado y había que remover los humores y estirar el pielgo, pero los digitales maquinismos se estiraban y encogían sacando pistilos en suave y casi inaudible traqueteo murmurador, acabando en el rojo montoncillo del plato. Quienes menos aguantaban eran los chiquillos, pues su naturaleza y a su nervio revoltosos se rebelaban contra la casi inactividad de la sangre y del músculo. Pero había que ayudar, y algún pescozón que otro ponía orden en la desasosegada e inquieta muchachada... hasta que no aguantaban más y se les daba rienda suelta.

Aquel año hubo un cosechón. Y la tía Zafranares ya se veía dueña y señora de un buen montón de duros, pues se cotizaba la libra de azafrán tostado y seco a treinta machacantes de plata. Los comerciantes manchegos estaban a punto de venir al pueblo para comprar y recoger las pequeñas partidas cosechadas, y la alegría y la satisfacción corrían parejas por los campesinos hogares. Todo aparentaba que se podrían pagar muchas deudas y hacer compras previniendo el próximo invierno para las familias, y para los ganados, especialmente las caballerías, que eran consustanciales y absolutamente precisas en toda casa de agricultores.

Pero el labrador no puede hacer nunca cuentas exactas, y menos anticipadamente. Al menor descuido o contingencia del tiempo y el clima, suelen surgir problemas con los que no se contaba. Y en casa de la familia de los Zafranares surgió uno, que conllevó fatales consecuencias.

Dijeron que si fue de contenta que estaba; que no cabía en su pellejo de satisfacción; que la tía Ana anduvo recogiendo las últimas rosas de su zafranar en los primeros amaneceres de noviembre. Y que los primeros fríos habían hecho presa en su cansado y trabajado cuerpo. Una mañana, que había salido al campo, no regresó a su casa. Su marido, que salió en su busca, porque llegó el mediodía y no la encontró en su hogar, la halló exánime en el linde del propio zafranar. Y no pudo hacer nada más que avisar a la justicia para que levantaran el cadáver. Cuando se dio a conocer el resultado de la autopsia, los médicos aseguraron que sucumbió a causa de un derrame cerebral. Nadie achacó a nadie su muerte, porque no hubo heridas, no hubo signos de violencia; y se descartó cualquier móvil de robo, pues llevaba en su faltriquera algún dinerillo: es decir, no hubo crimen. Sucumbió de muerte natural: dijeron que de tanta alegría como llevaba encima...

En aquel lugar, encargó su marido que se colocara una cruz con el nombre de la difunta y la fecha de su muerte: aquel lugar o paraje se llamó a partir de entonces la Cruz de Ana López, pues así se llamaba realmente la tía Zafranares, la rosera mayor del pueblo