7- UNA FAMOSA TERTULIA CULINARIA.  

Se acercaba la fiesta de San José en aquel pueblo donde apenas eran conocidas las famosas fallas valencianas, pues estaba enclavado en los últimos confines de la provincia y, aunque administrativamente valenciano desde 1851 -en que fue agregado al Reino de Valencia-, toda su esencia, costumbrismo, historia, idioma y cultura, eran casi totalmente castellanos. Pero, naturalmente, se celebraba la fiesta del Patriarca San José, como en todo el mundo cristiano.

Y, aparte de lo religioso, había una costumbre enraizada desde luengos años atrás en lo que concierne a manjares y platos típicos de algunas celebraciones. Uno de ellos era y es el que se conoce con el nombre de bocailllos de San José, quizás para igualar y competir con los renombrados buñuelos valencianos de dicho día festivo; pero los bocaillos eran cosa aparte: no sabemos de dónde llegó la receta, pero el caso es que, con su exquisitez, constituye algo singularmente delicioso hasta para el más exigente paladar.

En casa del tío Paco, Eran chote para los amigos, su mujer la María tenía fama de hacer los bocal/los mejores de la contornada. Ya la víspera del Santo, la María preparaba todos los ingredientes con prolija meticulosidad:

rallaba el pan y el limón, preparaba la canela y el azúcar, el aceite, la sartén, el puchero, etc, y se acostaba ya tranquila en espera del amanecer de San José.

El buen Franchote tenía muchos amigos. Como regentaba un taller de carpintería, allí acudían sus amigos cuando estaban desocupados a causa del frío invernal o por lluvias y tormentas y allí se hablaba de todo. No había hecho ni dicho que no se conociera en aquella tertulia: allí se conocía la vida y milagros de todo el pueblo y, hasta algunas veces, se ponía en cantares y en solfa, y se “cortaban trajes de todas las medidas y sexos” a todo el vecindario.

Dos o tres días antes de la fiesta, habían hablado de la suculencia de los bocaillos de la María. Con lo que Franchote no tuvo más remedio que hacer una invitación a algunos contertulios para que saborearan el manjar, acordándose celebrarlo allá a media tarde, para que sirviera de merienda-cena. La María, que era una bendita de Dios, se avino a ello, y preparó doble ración: un puchero para la familia, y otro, de mayor cabida, para la reunión de amigos.

Los llamados, es decir, los invitados a aquella degustación especial, que eran cinco además del amo de la casa, todos ellos con un buen saque, aceptaron el convite; pero con la condición de aportar, cada uno a su modo, manera y albedrío, alguna cosilla más, bien para ir haciendo boca, remojar el galillo, ensebar las tragaderas o rematar la cuchipanda. Y todo el mundo estuvo de acuerdo.

Aquel año le salieron los bocaillos a la tía María mejor que en toda su vida; cuando, a mediodía, tras una buena paella, abocó el puchero de aquel manjar exquisito en una gran cazuela, el matrimonio y sus dos hijos se pusieron a saborear aquello y, la verdad sea dicha, allí no quedó ni zarrapito .Qué gloria de bocaillos!

Pero lo bueno vino más tarde; allá a la puesta del sol. La María quiso hacer de anfitriona, pero Franchote no se lo permitió; la mandó a que se fuera a jugar al burro de bajocas con sus vecinas, cosa que hacían algunas tardes festivas en otra buena tertulia mujeril. Y Paco Franchote se quedó solo con sus cinco amigos para terminar la fiesta, como se había acordado.

Aquello fue, sin lugar a dudas, lo más sonado en cuanto a lo pantagruélico de la reunión, que se recordó años y años después.

El primer comensal acudió llevando, ni más ni menos, una fuente con más de un kilo de morteruelo, que su mujer había cocinado con el encargo de que pusiera los cinco sentidos, además de echar el hígado - del cerdo recién matado, se entiende - y los piñones y especias en consonancia con la masa apropiada; quería quedar bien el tío Mario con sus amigos, y también quería demostrar que su mujer era buena cocinera.

Al llegar el segundo invitado, Luis el Cabrero, una tufarada entre picante y beneficiosa invadió la estancia del manducatorio; y sacó a relucir, de una gran cesta, allá sobre media orza de longaniza, lomo y costilla de cerdo en adobo, de lo que se suele hacer en la matanza y de lo que aquella comarca tenía fama. Como es natural, hubo sonrisas entre los amigos, apostando vérselas muy felices con aquella comida.

Los otros tres amigos fueron llegando, casi los tres al mismo tiempo. Uno de ellos aportó un bollo de unos dos kilos, con suculentas magras y algunas sardinas de aperitivo; otro llevó un pernilillo y un salchichón casi de a metro; por último apareció Bernardo el Sastre llevando el asunto bebestible: una garrafa con una arroba de vino tinto y tres botellas de aguardiente anisado para limpiar los gaznates de telarañas y carrasperas.

Cuando se vio todo aquello junto. los seis comensales no sabían por donde empezar; al principio, las uñas les parecían huéspedes, pero, poco a poco, aquello comenzó a sedimentarse, serenando los ánimos, y se dispuso amigablemente el orden del banquete. Ni que decir tiene que los bocaillos quedaron para postre, es decir, para remate y colofón de lo que se adivinaba, estando a la vista, como la mayor animalá de ingestión gastronómica que se había suscitado y realizado en toda la vida de aquel tranquilo pueblo.

Empezaron con el bollo de magras y sardinas, añadiéndole unas ronchas de jamón, acompañado del embuchao de salchichón y de unas aceitunejas que sacó el amigo Franchote, todo ello como principios o entradas. Cuando ya se había dado buena cuenta de todo aquello, llegó el morteruelo que, con general beneplácito, fue aplaudido y engullido hasta chuparse los dedos; y, pasando por lafritá de embutido, lomo y tajás en la grasienta conserva de la orza de la tía Cabrera, terminaron con el apetitoso postre de los boca illos, motivo principal y original del enjundioso festín que nos ocupa.

Y, claro está, los recios y caudalosos remojones vínicos amenizaron el banquete de trago en trago y en copiosa frecuencia. El aguardiente dio fin a la comilona..., y una especie de somnolencia de hambruna sastisfecha invadió el cacumen y obnubiló las mentes de los contertulios hasta hacerles caer en la modorrera propia de quien está cociendo en su estómago el condumio de una semana ingerido en una sola sentada.

Cuando llegó la María, el tío Franchote y sus amigos yacían en sus asientos o por el suelo, desvencijados, roncando y echando espumarajos y eructos con destempladas muestras de atiborramiento, síntomas de un asiento sin precedentes en los seis famosos comedores y bebedores.

Cuando, tras una semana de inmovilidad casi total, solamente inte­rrumpida por las veces que hubieron de evacuar por todos los caños de sus cuerpos, los protagonistas de aquella inaudita hazaña culinaria parece que se pusieron de acuerdo de nuevo al manifestar unánimemente que, al menos, les gustaría repetir con lo que más les agradó: los bocaillos de la María.

A partir de entonces, cuando alguien blasona de “largo comedor” o de voracidad jamás apagada, se recordaba aquella famosa cuchipanda. Y es que, en honor a la verdad, se nos olvidó decir que, de las provisiones aportadas por los seis contertulios a aquella merendola entre merienda y cena, según pensaron de antemano, no quedó ni una migaja ni una gota, pasando a la historia popular como “la juerga de San José en la tertulia del tío Franchote”.