9- LA FUENTE VIEJA DE LOS DESMAYOS.
En la misma
orilla, de la rambla, entonces cristalina en el discurrir de sus
escasas aguas, bajo un viejo sauce que desmayaba lánguida y
beatíficamente sus ramas, al otro lado del pequeño pueblo
brotaba una fuente de la que, casi en general, solía
abastecerse la población para usos de bebida y puchero;
únicamente se hacía uso de las aguas de pozo o aljibe para
limpieza y cualquier otro de carácter higiénico que no requería
cierta potabilidad.
Como no existía
otra fuente pública cercana a la población, el ir y venir de las
mujeres con cántaros a la cadera y a la cabeza, las niñas y
niños portando botijos y cantarillas, de vez en cuando los
burros cargados con las aguaderas transportando hasta cuatro
cántaros, constituía un continuo ajetreo, un continuo trasiego
de gentes hacia arriba o hacia abajo en el camino de la fuente;
y el manantial, capaz de abastecer su preciado líquido mitigando
la sed de casi todo un pueblo, parecía testificar multitud de
actitudes amistosas y amorosas que a su vera sucedían y habían
sucedido, y destilaba sus inagotables venas aportando calmas,
sosiegos y pases. ¡ Si pudiera hablar, cuántas cosas diría la
Fuente Vieja de los Desmayos, de amores y amoríos, de citas, de
requiebros, de osadías y atrevimientos, de suspiros y lágrimas,
de dulzuras y alegrías, de esperanzas y desesperos, de risas, de
refunfuños, de retratos ceñudos o risueños en sus espejos, de
canciones, de promesas, de escarceos, de disputas, de gallardías
y galanuras, y hasta de retos y desafíos entre los bravos mozos
que se disputaban el amor de la misma muchacha!
Sobre todo al
atardecer, ni la fuente daba abasto a llenar cántaros, botijos y
otros recipientes, ni sus alrededores con piedras para
asentaderas cansadas, ribazos, márgenes, rincones, ensanches,
poyos, etc., podían tener, contener y detener a tanta
muchedumbre de mozos, mozas, chicos y chicas; ni la sombra del
viejo desmayo era capaz de tapar y cobijar tan abigarrada
tertulia, en la que se hablaba, discutía, organizaba y se hacían
cábalas sobre todo lo que había ocurrido en el pueblo y lo que
habría de ocurrir. El ayer, el hoy y el mañana salían a relucir
en las prédicas, en las murmuraciones, en los chistes y hasta en
las predicciones de futuros encuentros, noviazgos y
aventurillas. Los atardeceres en la fuente eran el encuentro a
la luz pública de quienes se querían mucho, y también de los que
se odiaban algo a causa de alguna furtiva o ardiente mirada de
la más hermosa moza en direcciones que todos los mozos se
querían adjudicar para sí.
La fuente del
pueblo era el ágora y el foro, el palenque de piropos, lugar de
reunión juvenil, hermoso y recordado campo de inexpertas
dulzuras amorosas en el ocaso del día y hasta que las sombras
aconsejaban el regreso a las casas, tras algún fugaz roce o
algún temblequeo en la apresurada furtivez del beso primerizo.
Dos mozos querían
a la misma muchacha: Juanita la Cantornesa; y eran dos
quereres, cada uno a su manera, pero cada cual más. Roberto y
Ceferino, de la misma quinta, hasta entonces amigos, y, a partir
de entonces, enemigos irreconciliables. La palabra la tenía
Juanita, y lo que viniera después, ya se vería
Pero Juanita,
buena moza, callada y discreta, limpia de cuerpo y alma, de
andares ligeros y cadenciosos, de tipo esbelto y faz más blanca
y tersa que las mismas azucenas, nada veleidosa ni coqueta, no
se decidía por ninguno, aunque los dos lograban pulsar su
corazoncito de adolescente ya mujer, y le rebrincaba el espíritu
cuando alguno de los dos la requebraba. Pero ella callaba
todavía porque deseaba poner a prueba las ansias amorosas de los
dos rivales, no con el deseo de que la consiguieran en riña o
desafío, sino por ver cual de los dos era capaz de ofrecerle
mayor amor y ternura, y la protección que soñaba para su
porvenir.
Sin embargo, los padres de Juanita
se inclinaban por Roberto; y era lógico que así fuera: Roberto
tenía más cepas y más oliveras, y hasta una punta de ganado con
cerca de cien ovejas; y el pobre Ceferino era un simple
jornalero. Así es la vida y así es el egoísmo. Todo dependía, no
obstante, decisión de Juanita, pues ella no veía en ambos más
que bondad, honradez; es decir, el aspecto moral de los
pretendientes, en lo afortunadamente andaba más despierta y más
razonable que sus padres; en el aspecto físico de ambos mozos
había que pensar menos, aunque hemos de que su talante, apostura
y simpatía corrían parejas. Roberto hacía gala de su mayor
estatura y se mofaba de Ceferino porque su talla corporal era
algo menor que la suya. Por el contrario, Ceferino era más vivaz
y dicharachero, más abierto y simpático, como el que tiene el
alma de par en par y el sentimiento rebosando generosidad. La
balanza permanecía en fiel, y Juanita decidió esperar sin
mostrarse ni más ni menos inclinada, ni con mayor ni menor
preferencia por ninguno. Sonreía a ambos, trataba a los dos como
amigos, y no permitía el menor conato de alarde varonil, para
evitar que por su causa llegaran a las manos, ya que la
rivalidad se veía y casi se palpaba. Les decía y les repetía,
ante sus insistentes demandas, que aún era demasiado joven, y
que el tiempo diría y desvelaría la consistencia de sus
pretensiones. El caso es que, sin querer y sin pretenderlo, la
buena muchacha estaba jugando con fuego. Y el fuego del amor es
peligroso, y más todavía cuando surge de la encendida pasión de
un corazón que se siente celoso.
Los mozos del
pueblo, para demostrar su gallardía ante las muchachas, solían
hacer algunas competiciones disparatadas, y para ello nada más
apropiado que el camino y los aledaños de la fuente; allí, a las
horas del atardecer, el espectáculo tenía su público asegurado,
y allí las bromas, las chirigotas y las apuestas se daban con
frecuencia, empezando siempre con gracejo y risas, acabando
algunas veces de mala manera: con disputas y enojos.
Ceferino decía
que corría y saltaba más que nadie; Roberto decía que tiraba la
barra y la bola a mayor distancia que ningún otro; los amigos
apostaban por uno u otro, según las simpatías.
Ambos esquivaban
la ocasión de competir juntos, y ahora todavía más, en atención
y pormenores de sus mismas inclinaciones por la hermosa Juanita.
Temían perder de una vez y para siempre la amistad que desde
niños tenían, y que, a pesar de su situación de pugna por
idénticos deseos, aún trataban de salvar y conservar.
Pero... sucedió
lo que se venía presagiando. Y sucedió motivado por una simpleza
tonta, que desbordó la ya inaguantable calma que ambos rivales
sostenían superficialmente.
Juanita y una
amiga fueron aquella tarde a la fuente, ramaleando a un borrico
que cargaba en sus aguaderas cuatro cántaros. Parece que, tras
un día primaveral en que el mocerío había trabajado de firme en
sus viñas con la esporga y el rayuelo, la tertulia juvenil había
congregado junto a la fuente a una gran concurrencia en la que
estaban también Roberto y Ceferino.
Y ambos a una se
lanzaron a ayudar a las muchachas a cargar los cántaros, ya
llenos, en el animal; y ambos a una se encontraron en el corto
camino y chocaron de frente en casual y aciaga embestida. Y se
enzarzaron, sin una palabra, y riñeron. Con saña y coraje
desmedidos se lanzaron en furiosas y constantes arremetidas, y
cayeron ambos volteando en el suelo, golpeándose y luchando,
hasta que los circunstantes pudieron, no sin trabajo, reducirlos
y separarlos. Pero en aquel momento, Roberto, amparado de su
mayor estatura, propinó a Ceferino una tremenda bofetada, que no
pudo replicar por hallarse sujeto por sus amigos. Pero, lleno de
rabia y rencor, Ceferino juró vengarse de aquella bofetada
recibida a traición y sin posibilidad de defenderse.
Juanita lloró
amargamente viéndose causa de aquel encono y de aquella riña...
Y, cabizbaja, pensativa y llorosa marchó, con su amiga, a casa,
rota y deshecha su habitual calma, intranquila ante el
pensamiento de una tragedia inmediata, y muy triste y temerosa
de que aquello terminara mucho peor de como había terminado
hasta entonces... Y no le faltaron razones para pensar así,
según sucedieron los acontecimientos.
Aquella noche esperó Ceferino a
Roberto en las inmediaciones de su casa; habían transcurrido
apenas dos horas desde la pelea junto a la fuente. La bofetada
que, a traición, propinó Roberto a Ceferino, quedó vengada por
un pistoletazo que resonó en la tranquilidad de la noche con un
restallido inusitado y rencoroso rompiendo la paz del pueblo. Lo
que siempre hubo sido amistad, se trocó primero en rivalidad y
ahora en odio. Era casi natural que terminara así la cosa.
Y Roberto pasó
varios meses en el hospital, y Ceferino casi un año en la
cárcel. Y gracias a Dios que las cosas se resolvieron asi.
Juanita, la
hermosa y honrada Juanita, que pasó terribles tragos de
desaliento, que fue motejada y acusada de doblez, de esquivos
devaneos, de pretender jugar con dos barajas, de alentar
pasiones, de romper la pacífica unidad del vecindario, y... de
muchas cosas más, lloró desconsoladamente y se prometió terminar
tajante e igualitariamente con aquellas causas.
Antes de que
ambos rivales regresaran al pueblo, uno con su cuerpo curado, y
otro con su sanción cumplida, la hermosa Juanita dio el ‘sí’ a
otro pretendiente el Juanjo, quien fue el único que le hizo
volver la sonrisa a los labios cuando, en un alarde de querer
quedar bien, saltó el burro de rabo a cabeza una tarde en que la
muchacha iba con su amiga a la fuente con sus cuatro cántaros
sobre las aguaderas. Y le hizo sonreír y hasta reír a carcajada
limpia, porque el Juanjo, salvando la distancia del tremendo
salto, cayó de bruces sobre el pedregal y se rompió las narices
en honor de la entristecida muchacha; y a la risa, y a la
primera cura de las maltrechas narices de Juanjo, siguió el
acompañamiento, y al primer acompañamiento siguió la entrevista,
y pronto, sopesando pros y contras, meditando conveniencias e
inconvenientes, sin excesivo amor, pero con simpatía manifiesta
y promesa de total fidelidad, aquello acabó en boda.
Mejor fue así
para todos. Y el tiempo se encargó de mitigar enconos y olvidar
pesares. Y, cuando los hijos de aquellos protagonistas
comentaban, una generación después, todo lo que había sucedido
antaño, ya no lo hacían con odio, sino con amistad.
Y es que en los
pueblos suelen suceder cosas y casos condenados a ser olvidados
y perdonados, en aras de una obligatoria y natural convivencia.
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