MEMORIAS DE UN OCHENTÓN

ALGO SOBRE ALBÉITARES, MÉDICOS Y BOTICARIOS (II)

© Feliciano Antonio Yeves Descalzo

Segunda parte de este artículo que fue iniciado en el n. 32 de “El Lebrillo Cultural” de 2015 dentro de la serie “Memorias de un ochentón”.

Después de bastantes años de interregno en el orden veterinario de nuestro pueblo, en que las veces de albéitar las hizo Juan Julián Olmo, hijo del tío Julianazo, que sabía bastante de herrar caballerías y de hacer algún remiendo curativo en mulos y burros viejos, se hizo cargo (tras otras ocupaciones de la plaza veterinaria titular y que pasaron sin apenas pena ni gloria) de la vacante un veterinario que se encargó de la titularidad por algún tiempo. Era D. Generoso Planells, veterinario de Utiel. Esto que digo ya pertenece a los años de la década de los 50. Estaba ya el hombre algo viejo y casi cegato, y en una de sus visitas a Venta del Moro, para tratar de cortar la epidemia del mal rojo que supuso bastante mortandad de cerdos, se hubo de ordenar la vacunación obligatoria. Y aquí tenemos a don Generoso y al que suscribe (que por entonces le gustaba lo de la veterinaria) recorriendo el pueblo y las aldeas, cachera por cachera, para efectuar la vacunación, que se hacía inyectando al cerdo en la delgada piel de detrás de la oreja. Desde luego la vacuna era rápida y expeditiva. Se cogía al cerdo por la oreja, y seguidamente don Generoso, que ya tenía preparada la inyección, pinchaba, inyectaba, y a otra cosa y a otro lugar. En cierta ocasión, Don Generoso, en el lóbrego antro de una cachera, donde apenas podíamos ver ni revolvernos, en vez de pincharle al gorrino, vació la vacuna en una esquina o rincón. Cuando se le advirtió lo sucedido con su pinchazo en el vacío, replicó con cierta sorna y humor el veterinario: -"¡es igual...,para lo que le va a servir!”. Efectivamente, el gorrino se murió al día siguiente. Recuerdo cosas de don Generoso. Pero más le recuerdan en Utiel, donde fue un prócer, llegó a ser director de la banda de música de Utiel, esperantista de fama, fotógrafo, y siempre afable, distinguido y hombre de bien. Pero como también era hombre de buen humor, a veces tenía cosas como la que hemos relatado.

Hacia 1951 nos llegó el veterinario D. Rosendo Sanz Ferrando, amigo de quien esto escribe, y quien se empeñó en que yo estudiara Veterinaria, alumno libre, en la Facultad de Zaragoza. A este respecto diré que aprobé el Primer Curso y tuve que dejar estos estudios por serme muy costosos los desplazamientos. Mi madre supo bien de una anécdota surgida a raíz de encontrarse el esqueleto completo y a trozos, de un burro, que metí en dos sacos, y ella los encontró de casualidad sobre una terracilla del corral, con el consiguiente susto. Fueron estos huesos mis primeros estudios de Anatomía Veterinaria, que ni siquiera mis padres lo sabían.

Hablando de médicos en nuestro pueblo, Venta del Moro, durante más de medio siglo XX, aparte los ya mencionados en otro lugar, D. Melitón Cantorné, D. Gonzalo Alonso y D. Rafael Marín, en 1920 llegó para ejercer esta profesión a Venta del Moro, D. Antonio Haba Gil natural de Requena, con su esposa María Griñán. Recuerdo vivían frente a mi casa, en la entonces calle de los Arcos. Tenían un perro, entre lobo y pastor alemán, que atendía al nombre de Tom. Y recuerdo que las mujeres (y hasta algunos hombres) se sonreían cuando, al sacarlo de paseo, lo llamaban ¡cho Tom! Y es porque imaginaban, con alguna indecencia, alguna más que afinidad de cariño entre la médica y su perro. Ambos, marido y mujer, murieron en Requena; él, a los pocos años de marchar del pueblo, y ella bastantes años después. Un hijo de este matrimonio, llegó a ser en épocas ya últimamente recientes, a modo de ayudante, consejero o encargado de cocina y protocolo de Winston Churchill, jefe del Gobierno de Inglaterra.

Sucedió en la titular médica de Venta del Moro, otro doctor también requenense, llamado D. Tomás Garrido Ortiz, quien estuvo ejerciendo en nuestro pueblo aproximadamente desde 1931 hasta 1936. Recuerdo que su coche y su aparato de radio fueron los primeros incautaos por el Comité Ejecutivo Popular al comienzo de la guerra civil de 1936-39.

Ya que hablamos de médicos, recordaremos que don Juan Crisóstomo Garrido y Lázaro ejerció esta profesión en San Antonio y en Requena (murió en 1888) y fue un gran hacendado en la aldea ventamorina de Las Monjas. Sus restos, como los de su esposa doña Fabiana Pardo, reposan en el cementerio de nuestro pueblo, trasladados a una tumba de mármol por encargo de su hija D.ª Lucía Garrido Pardo, gran benefactora de dicha aldea en la que costeó la Iglesia y la Escuela en 1928. Doña Lucía se casó hacia 1885 con D. Ramón Sáiz de Carlos, el farmacéutico que inventó el mundialmente famoso por entonces elixir estomacal Sáiz de Carlos en su laboratorio de Madrid, a donde se trasladó desde Requena. Fue un elixir que fue alivio de miles y miles de estómagos dolientes por aquella época. D. Juan Crisóstomo Garrido ayudó mucho a su yerno en la promoción del famoso específico estomacal. Una otra hija, doña Saturnina, ya mayor, se enamoró y casó en Las Monjas con un joven jornalero Pedro Ochando Pardo, de cuya vida, circunstancias, anhelos y decepciones, se podría escribir mucho (Periquín).

A mediados de 1939, tras la guerra civil, vino como médico titular a Venta del Moro D. Emilio Díaz Guindo. Don Emilio fue un buen profesional y una excelentísima persona, que ejerció en nuestro pueblo más de cuarenta años. Fue bondadoso en todo y por todo. Contrajo matrimonio dos veces. En el primero, con Concepción de la Terriente, tuvo un hijo que se malogró, juntamente con la madre en el sobreparto. Aquello fue un terrible trauma que superó don Emilio con abnegada entereza y disposición. En su segundo matrimonio con doña Pilar Boix no tuvo hijos. Tuvo muchas virtudes y escasos defectos. Uno de estos pequeños defectillos fue casi mínimo e intranscendente: presumía de su raíz hidalga y noble por parte de padre y origen galaico. En algún momento mandó imprimir algunas tarjetas que, a este respecto, decían así: Emilio Díaz-Arés, Fernández de Rubián-Somoza, y Guindo. El escueto apellido Guindo era el materno: los demás, por parte de padre. Este rasgo no supuso nunca ni un mínimo detalle de orgullo; fue siempre generoso, humilde y buenísima persona por todos conceptos. En 1987 se le tributó un homenaje, y a su muerte, ya en 1990 se le dedicó una calle.

Algunos años antes de la guerra de 1936, se instaló en Venta del Moro, como médico libre, D. José Ruiz Albaladejo, buen médico general y mejor oftalmólogo, casado con María Climent, hija de Pascual Climent, dueño de la finca Casa Nueva (cuando esto se escribe de las hermanas Julia y Pilar Pérez Cañas). Tuvieron un hijo, Pepito, quien, desgraciadamente, murió en Casa Garrido al tirarse de cabeza a la balsa o piscina, para tomar el baño, mientras sus padres hacían tertulia con la viuda condesa de Villamar, a unos doscientos metros. Aquello fue motivo y causa para trasladarse a San Antonio, donde ejerció hasta su jubilación, muriendo también allí. Don José era populachero, liberal, y dado a reuniones, tertulias y festejos con la gente joven y no tan joven. Era un asiduo al juego del tresillo en el café de Collado. Y como era tan alegre, hasta en el juego se traslucía su humor; con lo que perdía muchas más veces que ganaba. Recuerdo sus palabras cuando le parecía asegurar la jugada: mamantuam, tuam, tuam. Y algunas veces, aquello se convertía en codillo, que era y es en el argot tresillista, simplemente perder la partida y tener que pagar a sus dos adversarios.

Al acabar la guerra civil, y como consecuencia de las depuraciones y represiones que siguieron, vino a Casas de Pradas, como desterrado, un médico llamado don Rogelio Vinajas Guardia (falleció en 1963), que debió y demostró ser un gran profesional; quizás, sin desmerecer a nadie, uno de los mejores médicos que han ejercido en nuestra tierra. Era proverbial su cachaza y su ojo clínico; e igualmente su afán de que nuestras gentes mejoraran su aspecto higiénico. En alguna ocasión hubo de recetar (no a alguna mujer de Casas de Pradas, quienes siempre fueron muy limpias y asesadas), sino en alguna otra aldea o caserío, jabón, agua y estropajo, con el consiguiente asombro del farmacéutico, quien de modo discreto, advertía a la enferma de su inveterada gorrinería o suciedad.

Adelo García Latorre, médico venturreño ilustre, ejerció en nuestro pueblo aproximadamente unos cinco años (a finales de los 50). Se casó con una extremeña y durante toda su vida profesional ejerció en Badajoz hasta su jubilación. Fue un caso triste su muerte, ocurrida repentinamente en Venta del Moro, cuando vino al pueblo con toda la alegría de su jubilación en 1987.

Otros médicos han ejercido últimamente en Venta del Moro su profesión, con dedicación y entrega y aquí echaron raíces, tal como el caso de D. Manuel Mercado Muñoz, quién además fue alcalde de este pueblo entre 1957 y 1959. Ha sido un gran profesional y una excelente persona en todos los sentidos.

Siguiendo el tema de los facultativos sanitarios en Venta del Moro, recordaremos que D. Eduardo Noguerol fue durante muchos años el boticario o farmacéutico del pueblo, posiblemente entre 1848 y 1875. Fue un buen profesional, y se afincó por estas tierras, ya que, por su apellido, no debía ser originario de la comarca. Creo fueron sus hijos Gustavo y Celia Noguerol, quienes perpetuaron su apellido por la capital de España: el primero como general del ejército, y la segunda, dama eminente que matrimonió con D. Alberto Montaud, célebre médico de origen francés, quienes dieron nombre (junto a sus hijos Alberto, Gustavo y Raúl) a la "Colonia", casona ajardinada, que después fue el primer cuartel de la Guardia Civil, en donde hoy se levantan las viviendas de los hermanos Latorre Ochando, frente al Ayuntamiento. Pero indudablemente quedó en Venta del Moro algún descendiente de aquel boticario, Eduardo Noguerol, ya que hemos conocido a la tía Celia Noguerol, mujer del tío Cabrera, y madre de varios hijos, los Fernández Noguerol, uno de ellos casado con mi tía Natividad Descalzo. De aquellas herencias del francés -los Montaud Noguerol-, no queda nada, pues hasta lo que se llamó hasta los años 60 "El Cercado del Francés" es lo que hoy ocupa la calle de Lepanto, donde están el bar y el mesón de los Yeves Nohalés: el Bar y el Mesón Ventamorinos.

En los primeros años de nuestro ya acabado siglo XX, instaló en Venta del Moro su botica o farmacia D. Bernardino Mombiedro, que era natural de Beteta (Cuenca). Fue sin duda, según se dijo, uno de los mejores botánicos de su tiempo. Tenía un genio y temperamento un tanto brusco y fuerte, y un vozarrón tremendo que, cuando se enfadaba producía espanto, pero que nunca fueron óbice ni obstáculo para ser un eminente y caritativo profesional y una persona que jamás tuvo pendencia seria con nadie. Sus hijos Emilio y Rafael fueron farmacéuticos en Cuenca; su hija Cristina vivió su matrimonio y su viudez en nuestro pueblo (siempre se les llamó a ella y a sus vástagos “los Pitorritos”). Otro hijo, Antonio Mombiedro López se casó en Venta del Moro con Isabel Haya Pardo, y aquí vivieron varios años; fue uno de los primeros alcaldes de la posguerra, entre 1939 y 1940, trasladándose después a Valencia, donde ya falleció el matrimonio. Hoy, sus hijos y sus nietos siguen queriendo y visitando nuestro pueblo, y han alcanzado notable celebridad en sus profesiones en Valencia.

Algunos casos chuscos pueden contarse de D. Bernardino. Tales como los de dos mujeres, la tía Reguiñá y la tía Pelfa, ambas con el juicio algo trastocado, que fueron a la farmacia en sendas ocasiones, una a comprar un real de patatas, y la otra una perrilla de alfileres, motivando, para nuestro escrupuloso farmacéutico, el natural enfado como si aquello hubiera sido una profanación o insulto para su profesión, echándolas a cajas destempladas, sin caer en la cuenta de su trastorno mental. En realidad, lo que aquellas mujeres querían, por encargo de sus respectivas hijas, era comprar fécula de patata, una, y dos cuentagotas la otra.

En los primeros años 30 de nuestro siglo, y a la muerte del farmacéutico Mombiedro, tras una breve regencia de la farmacia por su hijo Antonio (quien no había terminado estudios superiores, aunque era un gran profesional en el arte farmacéutico y siempre se le llamó Antonio el Boticario), compró la farmacia y se instaló aquí D. Manuel Domínguez Herrero, natural de Ademuz. En esta farmacia ejerció de mancebo de botica o practicante el que suscribe, entre 1934 y 1937. Don Manuel estuvo pocos años por aquí, ya que a comienzos de 1936 trasladó la farmacia a D. Pedro Monteagudo Monteagudo, de Jaraguas, quien se casó con una maestra, Piedad Martínez, de Campillo-Sierra (Cuenca) y en nuestro pueblo vivieron y tuvieron sus hijos, regentando su farmacia hasta comienzos de los años 50 en que se trasladaron a Cuenca. Monteagudo vendió su farmacia venturreña a D. Lorentino Martín, de Zaragoza, quien, ya entrado en años, la mantuvo hasta casi su fallecimiento. Parece ser que, como tal farmacia titular de Venta del Moro, se acabó por entonces, quedando como simple botiquín, dependiendo de las farmacias utielanas, hasta hoy.

De mis vivencias como practicante de farmacia podría contar muchas cosas, pero prefiero reflejarlas en mis memorias. Aclaro que hoy, y desde hace ya muchos años, la farmacia venturreña está regida por D.ª Otilia Blasco, excelente profesional, colaborando en ello nuestro paisano farmacéutico D. José Pérez Moya.

De la clase de los Practicantes en Medicina (hoy ATS) podemos recordar algunos casos. Pero el más célebre fue don Ezequiel Giménez, de quien ya escribí algo en mi Historia de Venta del Moro. Lo cierto es que las pasó muy mal, porque apenas ganaba con sus igualas para sustentarse él, su mujer y su hija única, Angelita, que fue amiga de mis amigas y amigos de la infancia. Pasaron, antes de la guerra civil del 36, durante la guerra y mucho más en la posguerra, bastante penuria y algunas necesidades en casi todo, y especialmente él, don Ezequiel, en su inveterado vicio de fumador empedernido. Y en otros aspectos. Con decir que hasta tenía su cuenta en el Café de Collado, donde llegó a deber hasta ciento diez cafés, de los que pudo desquitarse jugando al dominó mano a mano con algunos otros habituales del café del mediodía, casi tan faltos de monetario como él. De cualquier forma fue una excelente persona y un vecino de bien, siempre educado y bien compuesto, con su bigote y su corbata, que a veces relucía de tanto usarla, porque no había dinero para su reemplazo.

Hay que decir que don Ezequiel, solía presentarse en bodas y otras celebraciones, cuando no había mucho que comer en las casas venturreñas -ni en la suya-, como invitado, ante la perplejidad de contrayentes o familiares, que nunca, en ningún caso, levantaron el menor grito de protesta ni desdén hacia el buen practicante, ya que era conocida su situación por todo el vecindario.

 

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro

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