10- EL PINO DE LOS QUINTOS.  

                   “Ya se van los quintos, madre, ya se va mi corazón;

ya se va quien me tiraba chinitas a mi    balcón”.

Coplas y más coplas; la ronda de quintos salía dos veces al año recorriendo las calles del pueblo acompañada de músicos de cuerda y de viento, cantando una especie de jota popular característica de la comarca en la que había aires tristes de despedida, tonos alegres de pícaras alusiones, y la gravedad del tema patriótico manifestado por quienes habían de ir pronto “a servir al Rey”, es decir a cumplir el servicio militar

La cosa entonces no era para tomarla a bromas, pero ante su obliga­toriedad, los mozos tenían de apechugar con lo que viniera demostrando ya desde principios su viril gallardía, aunque muchas veces la procesión iba por dentro. Por eso las bocas cantaban y reían, los pechos vibraban, y los estómagos hacían hombradas con el aguardiente matarratas y el vino tintorro y recio de la tierra:

“Compañero amigo mío, haremos un gran parado, tocaremos la vihuela

 y echaremos un cigarro”.

Esto solían cantar en las varias paradas de la ronda, empinando la bota o la garrafa y dispersando a la chiquillería pegando fuego a los cohetes rateros -las famosas carretillas-, pues no solamente iban de ronda los quintos sino que muchos jóvenes y muchachos se les agregaban como queriendo empezar a velar sus armas en juerga y grata compaña con la de los que ya iban a sortear su quinta o a incorporarse próximamente a su destino

El pueblo, además del casco capitalino, tenía sus aldeas. Y no siempre las relaciones entre el núcleo central y alguna de sus aldeas fueron de lo más normales y amistosas. El pueblo cabecera municipal aparentaba querer mandar, y algunas aldeas se creían o sentían postergadas; eso era casi lógico, aunque sin razones de mucho peso ni en uno ni en otro lugar. Pero el caso es que en ocasiones había encontronazos, rencillas y resquemores, de tarde en tarde alguna pelea a peñazo limpio entre bandas de muchachos del pueblo y los de alguna aldea. Ni que decir tiene que todo aquello estaba fomentado por la incultura, la falta de comprensión entre unos y otros, y un poco de orgullo mal entendido, factores que venían sucediéndose de generación en generación y que corroían el buen entendimiento entre hermanos y vecinos, como lo eran entre sí, aldeanos y pueblerinos, y cuya hermandad se demostraba en las contadas ocasiones en que había que poner de manifiesto la verdadera amistad y vecindad. Pero, desgraciadamente, en las pequeñas cosas cotidianas de la convivencia, afloraban disparidades que, a veces, terminaban en conflictos y riñas. Se decía que era propio de la gente joven, propio del desmesurado orgullo de algunos, pero el caso era que se encizañaban las cosas y las cuestiones trascendían a mayores, aunque la sangre nunca llegó al río, entre otras cosas porque allí no había río, sino una rambla. De vez en cuando había alguna que otra nariz rota, alguna muela de menos o alguna escalabraura sin mucha importancia.

Especialmente, cuando algún mozo de uno u otro núcleo pretendía o lograba echarse novia en el sitio contrario, había sus más y sus menos, y como mal menor tenía que “pagar la patente”, o, en caso contrario, se resultaba contusionado por sopapos y pedradas de quienes no parecían tolerar intromisiones de gentes forasteras, y eso que eran del mismo término municipal.

Pero todo esto viene a cuento porque los mozos de alguna aldea se creían perjudicados en las citaciones, sorteos, exenciones y demás papeleo de las quintas, y, aunque engrosando el contingente de reclutamiento junto con los mozos del pueblo central y los de las demás aldeas, parecía que querían ir siempre haciendo rancho aparte y se empeñaban en mostrar su inveterada y casi tradicional enemistad que, como ya se ha dicho, venía de padres a hijos. Acudían todos los quintos al Ayuntamiento, donde, tras su alistamiento, eran tallados, pesados y medidos, se tomaba su filiación exacta y sus señas particulares, se les preguntaba si tenían o alegaban alguna causa de exención o defecto físico, pasando después a reconocimiento médico. Aquellos actos eran constantemente, a pesar de su seriedad burocrática, una pura juerga para los mozos, aunque no tanto para sus padres que, en el mejor de los casos, si no había guerra, habían de perder la ayuda de sus hijos en las penosas y duras faenas campesinas.

A las preguntas de rigor formuladas por el Alcalde o por el Síndico sobre si tenía el mozo algo que alegar, había respuestas serias y muchas chuscas, como las siguientes: “Soy corto comedor”; “soy algo teniente de oído”; “soy pequeño porque me crecía demasiado la entrepierna tirando para abajo”; “soy hijo de padre exagerao” (sexagenario); “soy hijo de viuda interesante”; “alego que me asusto de las caballerías”, etc. etc. Tras aquel paso, la reunión de mozos, la comilona, la juerga, la ronda, etc. Pero, los mozos del pueblo separados de los de aquella aldea, los cuáles formaban en apartado corro y, como un poco a su aire, marchaban a sus lares con cierta altivez, de igual a igual, y a veces con cierta fanfarronería, lo que motivaba el ineludible encontronazo.

Y un buen o mal año, así sucedió lo que nunca debió suceder. Mandaba o lideraba la cuadrilla de quintos del pueblo, Juan Antonio el Perdigón, el cual no se andaba con chiquitas; era un líder naturalmente algo agraciado, lo que le hacía presumir de cierta guapeza en todos los sentidos; los demás compañeros de la quinta le seguían la corriente, unos por admiración y otros por temorcillo de perder su amistad protectora; el caso era que, aun no siendo mala persona, se permitía Perdigón alguna bromas pesadas que entre el elemento más sesudo y serio de la población eran motejadas de tunanterías. Sin embargo, la verdad era que no había maldad en sus actitudes ni falsía en sus palabras; había en él algo de chulería, sencillamente porque se creía el más interesante, pero su aire era siempre protector y se tornaba temeroso cuando alguna de sus barrabasadas producía efectos demasiado molestos.

 Por otra parte, los quintos de la aldea casi bailaban al compás que les marcaba otro buen mozo, bastante descarado, Pedro el Pedrusco (el mote le venía de los muchos Pedros de su dinastía), al que no se le encogía el  y que dirigía su cuadrilla de quintos con buena mano y mejor labia.

La ronda pueblerina atacaba con sus coplas desenfadadas aludiendo a los quehaceres de las mozas y los mozos aldeanos:

“Si te casas en la aldea,

 serás mujer de fortuna:

           irás por agua a la fuente,

  a caballo de una burra”

Por otro lado, ya casi en las afueras del pueblo, las huestes de Pedro el Pedrusco cantaban con voces destempladas:

“Las muchachas de este pueblo

 tiran agua de sardinas,

 y por eso le llamamos

 el pueblo de las gorrinas”.

Y, claro está, llegó el enfrentamiento rememorando otras ocasiones en que vino a ocurrir lo mismo. Y a las palabras sucedieron los hechos. Aquello fue una batalla campal entre pueblerinos y aldeanos. Y en la huida aldeana (hay que tener en cuenta que eran menos y estaban lejos de sus casas) llovieron las piedras y hubo contusiones y heridas, y vapuleos de con­sideración en uno y otro bando; la persecución llegó hasta cerca del caserío aldeano, librándose el último encontronazo en un paraje donde se elevaba y campeaba a sus anchas un frondoso y solitario pino. Allí se dilucidó aquella última contienda aunque de una forma particular y por tácito acuerdo: los dos líderes, Juan Antonio Perdigón y Pedro el Pedrusco, ante sus respectivas facciones cuyas huestes hicieron ancho lugar y corro, la emprendieron de hombre a hombre y a puñetazo limpio, sin armas, sin garrotes, sin hondas de apedrear, con la valentía y la saña del que se cree superior a su contrario, pero con la nobleza que confiere el exclusivo uso de su cuerpo y mañas para abatir al contrincante. Aquello, según contaron los correligionarios de uno y otro, fue una lucha titánica, que acabó sin vencedor ni vencido, rodando ambos exhaustos ante la presencia de sus, primeramente, alborozados y encarnizados y después atónitos partidarios, quienes, ante la valentía del caso, ni osaron siquiera acometerse, cogiendo cada facción a su respectivo jefe y volviendo con él en hombros hasta su población.

Y, como quien no quiere la cosa, allí terminó la furibunda rivalidad de una y otra población, que siguen siendo lo que ya eran: hermanas. Allí, tácitamente, se firmó el armisticio sin necesidad de protocolos ni cláusulas escritas. La paz del “Pino de los Quintos” se hizo célebre en toda la comarca.

Y cuando algún mequetrefe de uno u otro lugar, en el transcurrir del tiempo y en sucesivos lances menores, quiso resucitar antiguas rivalidades y suscitar tomes y desdichadas escaramuzas, siempre se alzó la voz y el prestigio de alguien que, con mejor acuerdo y propósito, recordaba la famosa paz firmada a trompazo seco por dos valientes que, después, en los áridos montes rifeños y en las últimas luchas contra los moros, dejaron su sangre y sus vidas ayudándose mutuamente con abnegación y heroísmo.

El Pino de los Quintos fue por muchos años lugar de oración del caminante en honor y recuerdo de dos buenos mozos, de dos buenos soldados, de dos héroes de España.