11- LAS TINIEBLAS DEL VIERNES SANTO.

Ramón el Pitorrito se empeñó en que su madre le comprara un mazo de madera para golpear el palo que había puesto el sacristán junto a la puerta de la iglesia. Era costumbre inveterada y solemne: prohibido el uso de campanas en el día y la noche del Viernes Santo como silencio y luto, hasta en el sonido  campanil, impuesto como norma por la Iglesia en esta triste celebración. Las llamadas a los fieles   para asistir a los Oficios se verificaba mediante carracas y matracas chirriantes girando y tableteando impulsadas por los monaguillos y demás chiquillería acompañante, dando la vuelta al pueblo recorriendo calles y plazas, como un recordatorio de penitencial pesadumbre por la muerte de Nuestro Redentor.

Pero es que, además, el tío Paco el Sacristán ya tenía preparado con anterioridad, un tronco largo y seco, mondo y lirondo, que, durante horas y horas, era golpeado por los mazos de madera de casi todos los muchachos del pueblo en edad de golpear sin peligro de recibir algún mazazo. Y aquel sonido ronco y prolongado, a hueco, a concavidad desierta y mortecina, como a bordón de una enorme guitarra destemplada, se extendía por los aires pueblerinos hasta sus últimos rincones, repetido por el eco y multiplicado por los rebotes: era el toque de tinieblas, el toque de duelo, la monorrítmica sonata de madera muerta y sacrificada, como recordando el golpeteo del martilleo sobre el palo de la cruz en el Calvario al clavar a Nuestro Señor; y ello sin cesar ni un momento, de lo que se encargaba el relevo casi metódico de chicos distribuidos en bandas y cuadrillas en sucesión alternativa.

Ramón el Pitorrito, que nunca antes había concurrido ni participado en el golpeteo tenebroso del Viernes Santo, del viernes más triste del año, recibió de su madre el real que costaba el mazo, instrumento que solían  vender los carpinteros y aperadores del pueblo, especialmente el tío Eugenio quien, especialista en este menester, ya solía estar preparado de mazos a montón con una semana de antelación. Y el Pitorrito compró su mazo, que mostraba orgulloso a diestro y siniestro, como queriendo decir: ‘Ahora verá quien es el Pitorrito con un mazo en las manos

Me acuerdo perfectamente del amigo Ramón. Era un zagaluchón alto y. desgarbado, siempre vestido con una especie de babero a rayas, hijo de la señora Cecilia, viuda ya en su juventud. Creo que era hija del boticario del pueblo, y tuvo que sacar adelante a sus tres hijos, Emilio, el mayor, Cristina, y el benjamín de la familia, nuestro ya conocido Ramón. Tenía éste entonces unos doce años, y era demasiado ingenuo y, a veces díscolo y mal educado, quizás por ser el mas pequeño y el mas mimado; aficionado a las barrabasadas, aunque generalmente intranscendentes, solía llevarse alguna que otra vez los pescozones sobrantes; él siempre decía que hacía sus travesuras “sin querer”, pero cuando alguna cuadrilla de chicos plantaba sus calabaceras o sus tomateras, pronto andaba por allí el famoso Pitorrito para verificar “sin querer” el arranque de las plantas, como si estuviese recogiendo la cosecha.

Sin más divagaciones, el caso fue que Ramón se encaminó hacia 12 puerta de la iglesia para estrenar su recién adquirido mazo, dando y dando como el que no quiere la cosa, golpes y más golpes, que rebotaban en 1os aires con estruendo ensordecedor, durante unas tres horas consecutivas, récord no igualado nunca por ningún muchacho; y cuánta sería su ansia d golpear con el mazo que, cuando lo relevaron a la fuerza, pues él quería seguir, tenía los brazos con más agujetas y distorsiones que un boxeado: derrotado. ¡ Pero qué relevo ni que historias!, ¡ aquí no hay relevo que valga! “- parece que quería decir nuestro chicarrón. Y seguía golpeando con furia, como queriendo resarcirse de las prohibiciones de años anteriores. E tam-tam tenebroso de aquel año repercutió, llevado en alas de los cuatro  vientos, hasta en la aldea más lejana; y las viejas, asomadas a sus ventanas no se explicaban aquel lejano y sordo golpeteo, jamás oído en los numeroso Viernes Santos transcurridos en sus vidas.

Ni la madre, ni los hermanos, ni el abuelo boticario -avisados de lo que sucedía, pudieron arrancar a Ramón de su asiento sobre el palo, ni pudieron quitarle el mazo, un tanto ya descuajaringado, hasta las tres de la tarde.

De repente, a las tres de la tarde, minuto arriba o abajo, cesó en su golpeteo, se alzó el muchacho, tiró el mazo a lo lejos, y rompió a llorar primeramente y a reír después, hasta caer desmadejado.

Ante tan insólita actitud, alguien o muchos pensaron en un ataque de enloquecida sordera física y mental, de desahogo impetuoso de y sentimientos reprimidos; pero nadie acertó los motivos de su actitud, antes tan activa y ahora tan pasiva. Únicamente los conocían dos personas: una, aquí en la Tierra, el cura don Valentín; la otra, allá en el Cielo, Cristo Jesús, cuya imagen muerta ya -a las tres de la tarde- colgaba como un pelele sangriento, lívido y deshecho, de la afrentosa cruz del Calvario, en todos los Calvarios del orbe cristiano; pero que, para Ramón el Pitorrito había muerto en el calvario que se eleva sobre un montecillo aledaño a su pueblo: aquel Cristo que, al acompañar a su madre en la procesión de Los Pasos, aquella misma mañana al amanecer, le había mirado triste como reprochándole sus continuas travesuras, y al que con otra profunda mirada de arrepentimiento había prometido confesarse con el señor cura y cumplir, además de la penitencia consiguiente y reparadora. tres horas de interrumpido golpear sobre el palo de las tinieblas para decir a Dios Crucificado que estaba totalmente arrepentido, y para proclamar, de aquel modo estruendoso, ante todo el pueblo, que prometía ser siempre un buen muchacho y aprendería a ser hombre de provecho para el porvenir.

Ramón el Pitorrito se marchó del pueblo a los pocos años después. Y cumplió su promesa. Y fue una gran persona en todos los sentidos.

Cuando al cabo de bastantes años alguien del pueblo que como nuestro amigo Ramón hubo de emigrar a otras latitudes en busca del condumio diario se encontraba con él y hablaban de recuerdos y memorias de la niñez y la infancia, a Ramón se le entrecortaba el habla de emoción y desprendían sus ojos alguna lágrima furtiva y temblorosa..., y decía que jamás se le borraba de su mente la imagen de aquel Cristo Crucificado sobre el montículo que se eleva en la ladera norte del pueblo, pasadas las catorce estaciones con sus casilicios del camino que bordea y asciende hasta la Cruz Redentora, y que anualmente, como costumbre inveterada y piadosa, él, Ramón, recorría de memoria rezando, igual que es recorrido en procesión y rezo del Viacrucis por casi todo el pueblo congregado, triste y silencioso, en la alborada del Viernes Santo : así recordaba y añoraba Ramón la Procesión de Los Pasos.