14- ¡VAMOS A “LAS LILAS”!  

¡ Con cuánta ilusión se esperaban los días de Pascua! Cuando llegaba la Semana Santa ya las mozas y mozos andaban preparando -sin que ello fuera óbice para atender las piadosas devociones y recuerdos de la pasión y muerte de Nuestro Señor- en reuniones y conciliábulos, las circunstancias de tiempo, lugar y modo, en que habría de expansionarse durante las fechas pascuales. Y, así como durante el Carnaval los mozos habían invitado a sus novias o a sus amigas con pasteles y confituras, era costumbre inamovible que, en la Pascua, fueran las chicas quienes correspondieran a aquella invitación precuaresmática con la preparación, casi siempre en pandilla, de la merienda o la comida que, a base de huevos cocidos y longanizas, constituían la base de los ágapes campestres en la mona de Pascua.

Ya tenían faena anticipada las muchachas para ir preparando comestibles pascueros, tortillas, rolletes y magdalenas, amén de algún que otro postre suculento; y las cestas adornadas, y los delantales de Pascua, y las zapatillas ligeras, y los pañuelos para el cuello y la cabeza, y otros enseres, adminículos y condimentos necesarios para que la invitación no careciera de sus elementos esenciales y apropiados a la celebración. De la cuestión del bebestible se encargaban los mozos: botellas de anís, coñac y alguna crema de licor dulce para las mujeres, pero también la bota y la garrafa con el vino correspondiente, y muchas veces más de la cantidad necesaria, pues era preferible quedar como hombres bebiendo más de la cuenta, que faltara la bebida en la cuadrilla o panda reunida para ir de Pascua. Pero, además, los mozos tenían bastante faena con ir adecuando sus carros y caballerías con adornos, guirnaldas y jaeces, para que en el desfile pueblerino y en el camino de ida y vuelta dieran el tono de engalanamiento y de majeza que requería la presencia de las muchachas preferidas, ante las que había que pavonearse y gallardía, destreza, un poco de hombría y hasta ciertos atisbos de superioridad sobre los mozos de otros carros que, sin ser rivales, al menos en aquella ocasión había que vencer y ganar en osadía, velocidad, adorno y gracejo.

Era como una especie de lucha incruenta en el desfile callejero y en el correr del camino que acababa en paz y compaña cuando todos, llegados al lugar pascuero, hacían corro general, bebiendo, cantando, saltando y jugando a todos los juegos conocidos y por conocer: los que algunas comparsas y cuadrillas se inventaban para solaz y recreación de todo el vecindario.

Generalmente había la costumbre de ir el Domingo de Pascua, a cele­brar la mona los matrimonios con sus hijos pequeños, e iban a algunos luga­res cercanos junto a las riberas de la rambla que bordea el pueblo o a alguna finca no muy alejada, donde hubiera agua y campo ancho para que la grey infantil pudiera jugar, para después, sentados en corros familiares, comerse las viandas típicas de la Pascua: hornazos, monas, dulces, golosinas, etc.

Pero los dos días siguientes, lunes y martes de Pascua, eran de la juventud. El lunes se solía ir a la Casa Nueva o a la Casa Garrido; el martes, y durante muchos años, iban mozos y mozas en sus carros hacia una sola finca, distante del pueblo sobre una legua, que se llamaba Casa del Pinar o Casa de las Lilas, debido a que rodeaba el caserío una especie de jardincillo con bastantes arbustos florecidos profusamente en esta época del año, cargados de racimos de lilas. Y el mocerío acostumbraba a decir: !Vamos a Las Lilas! Fue una moda que duró algunas décadas. Antes, se había ido a Gil-Marzo, a la Ventilla, al Tormillo, etc. Pero se impuso la novedad de ir de Pascua a Las Lilas. hasta que sucedió un hecho lamentable, y que cuento seguidamente.

Era el lunes de Pascua. Las cuadrillas habían dado la vuelta al pueblo sobre los carros engalanados tirados por troncos de caballerías enjaezadas con esmero y pulcritud. Las callejas del pueblo habían retumbado con el estruendo metálico producido por las llantas de hierro arrancando chispas del empedrado; las huellas de las carriladas se acentuaron más de lo debido en aquella ocasión; la pugna entre cuadrillas había alcanzado límites de incordio y chulería, y los muchachos, que presumían de hombría ante sus en­cantadoras y asustadas mozas, arreaban despiadadamente a las caballerías con gritos y latigazos para tratar de ser los primeros en llegar al lugar donde había de correrse la mona, la Casa Nueva, una finca no muy lejana de población. Todos los carreteros se apostaban, como si en ello fuera dignidad, el privilegio de la iniciativa y de la llegada para elegir el mejor de acampada y de recreo para sus cuadrillas respectivas. Los peligros vuelco se habían dado aquel año con demasiada frecuencia, y no había accidentes por pura casualidad.

Sobre todo, dos cuadrillas rivales, con sus jefecillos que presumían de guapos y de listos, se empeñaron aquel año en aguar muchas aflorando enconos ya casi olvidados y rencillas de índole familiar que, desde antiguo, habían rivalizado en cuestiones que carecían de seriedad y de justicia.

Ramón el Temprano y Lucio el Tardío; el uno, jefecillo de la “Cuadrilla del Vuelo”; el otro, quien llevaba la batuta en la “Peña del Tropezón”. Y ambos, con sus aláteres, chicos y chicas, haciéndoles corro, mimoseando y animando sus inclinaciones directoras del cotarro pascuero, con la inconsciencia de sus pocos años y el empuje de unos juveniles desahogos, concentrados y escondidos durante el año para sacarlos a relucir en aquellas fechas.

Aquel lunes de Pascua transcurrió como muchos años atrás, con el natural jolgorio de los jóvenes, con las animaladas de más de cuatro mozalbetes en la comida y en la bebida, con los excesos en carreras y saltos, en corros y en parejas... y algún que otro escarceo amoroso al socaire de la naturalidad y la fogosidad de la fiesta, y alguna que otra promesa de noviazgo; era la Pascua fecha muy a propósito para entablar relaciones que ya rebasaban amistades y vecindades, eran los compromisos más o menos aprobados y bienquistos por las respectivas familias. Aquello de pedir relaciones a las muchachas tenía su enjundia y su miga, y hasta al más atrevido se le enturbiaba la garganta cuando tenía que decir lo que sentía y no encontraba palabras para hacerlo; era el andar entre tímido y osado, entre temeroso de las posibles calabazas y algo esperanzado porque parecía habérsele escapado a la muchacha una sonrisa o una mirada que se presumía complaciente y aprobatoria.

Como no podía ser otra cosa, aquel lunes de Pascua, Ramón y Lucio se echaron novia. Nada más y nada menos que ya tenían novia los avispados, encontrados, achulados y suficientes jefecillos de aquellas cuadrillas rivales. Y cada uno de los dos se empeñó en ser y en mostrarse superior al otro. Y, aquel lunes pascuero parece ser que la cosa terminó en tablas según el y la opinión de las gentes que testificaron la carrera de carros y herías, y como eso de no ser vencedor absoluto no satisfizo el orgullo de mozos, parece que acordaron terminar la apuesta al día siguiente, en el de Las Lilas; el trayecto era más largo y el camino mejor preparado, que demostrar qué carro y qué caballerías (incluidos en la clase animal al Temprano y al Tardío) eran los mejores. La apuesta, una pipa de cinco arrobas de vino tinto para invitar a todos los asistentes o espectadores de la carrera, una vez terminada ésta, y ya en el ancho campo de la finca.

Aquella noche hubo comentarios para todos los gustos, y hubo apuestas a favor de uno y otro bando, y hubo cuadrillas de chicuelos que, enterados de la famosa apuesta, quisieron presenciarla y muchos prepararon sus meriendas para ir de Pascua a Las Lilas con la golilla de ver como discurría y terminaba la carrera. Y así, aquel año la expectación fue de categoría, y más que nada el aliciente de la discutida y apasionada competición movió las masas de chicos, jóvenes y mayores. Era una novedad; algo que nunca había sucedido y había que ver lo que pasaba

Adolfo, un muchacho de unos doce o trece años, también quiso ver de cerca la carrera y, junto con otros chicos, provistos de sus respectivos talegos con la merienda pascuera, y hasta de una botella de vino por cabeza - como habían acordado -, se aprestó a pasar un día de alegría. Aquella noche casi no durmió pensando en que tenía que avisar a sus amigos para ir pronto y poder elegir un buen sitio, junto al camino carretero, desde donde se pudiera divisar el mayor trayecto posible; había que otear y explorar el largo palenque de la carrera escogiendo el mejor lugar.

En compañía de sus amigos, en total unos diez muchachos, hacia las nueve de la mañana marchó Adolfo en dirección a Las Lilas. La apuesta empezaría sobre las once de la mañana, saliendo todos los carros cargados con sus correspondientes cuadrillas desde la plaza. Por eso, Adolfo y sus amigos marcharon a recorrer el camino con la antelación suficiente, para esperar a los contendientes y observar los pormenores de la disputa en un buen trayecto.

Sobre las diez llegó Adolfo a un lugar, junto a la carretera, en que esta trazaba una línea recta de considerable longitud. Era el lugar idóneo, el mejor sitio; y allí, Adolfo y sus amigos, decidieron hacer alto y aguardar los acontecimientos. Exactamente era el lugar donde el trazado del primer tendido eléctrico que llegó al pueblo atravesaba perpendicular carretera, y, por ello, a cada lado de la misma se levantaba una especie poste o torreta sosteniendo los hilos metálicos de la línea suministradora luz a la población.

Cerca, el arroyo y la fuente, el prado y la huerta, el monte y el sen Un lugar casi idílico, si el diablo no hubiera metido la pata con una de sus terribles jugarretas; que, al decir de las gentes, el diablo siempre anda suelto, y en aquella ocasión anduvo demasiado suelto y demasiado tentador.

De pronto los muchachos oyeron como un retronío lejano que poco a poco se iba acrecentando; primero, sordamente, después como un tableteo incesante y continuo de acero golpeando piedras; en la tranquilidad de la mañana, con solamente los rumores campesinos del aire y la vida agreste, aquel ruido in crescendo avisaba ya la proximidad de los carruajes que intervenían en la apuesta, y, lógicamente, de los carros del Temprano y del Tardío, quienes como fieras azuzaban a sus caballerías para ver de pasar el uno al otro, cosa que no permitía la estrechez de la blanca y polvorienta carretera vecinal, hasta que no hacía algún ensanchamiento natural la llanura de los márgenes, por donde, atrevidamente, se podría adelantar poniendo en un aprieto al carro contrincante.

Parece mentira, pero hasta el cargamento humano -mozos y mozas- en ambos carros parecía estar a la altura de la necia circunstancia, y aguantaban todos imperturbables, un tanto sobrecogidos por tanta irresponsabilidad y tanto peligro como se cernía sobre sus cabezas, y gritaban desaforadamente animando a los conductores y a las mulas, un par por carro, que ya empezaban, en su furiosa y casi desbocada carrera, a echar espumarajos y a sudar violentamente; pero ninguno cedía; ambos, uno tras otro, no perdían distancia, y el primero no lograba sacar ventaja al segundo...

Y así seguía la competición cuando, desde un cerrotillo, Adolfo y sus amigos vieron venir por la lejanía toda la caravana de carros con los dos apostantes en primer término.

Pero Adolfo quería ver más, y en su afán de ser también el primero y más aventajado espectador, sin pensarlo, como un gato empezó a trepar por uno de los postes que sostenían el tendido eléctrico; y llegó a lo alto, y desde allí, agitando los brazos empezó a gritar avisando a sus compañeros de que la carrera llegaría allí de inmediato.,el grito de Adolfo se convirtió seguidamente en grito de horror... sacudida eléctrica le agarrotó los brazos dejándole colgado y como una bandera humana, de lo alto del poste; y un estertor de violencia le arrojó como un pelele, cayendo casi descoyuntado en d de la carretera, justamente casi al mismo tiempo en que los dos carros  arrastrados por las caballerías a galope tendido. Testigos, ambas cuadrillas, de lo que ocurrió a Adolfo, lograron parar, sin mucho esfuerzo y trabajo, a las caballerías, y se arrojaron al camino auxiliar si fuera posible, al muchacho que yacía tendido entre el corro de sus compañeros asustados. Y allí acabó la apuesta, y allí acabó el día de Pascua.

Milagrosamente salvé la vida el muchacho; pero sus miembros, brazos y piernas, quedaron inútiles para toda su vida.

Ante las extrañas consecuencias de aquella irracional apuesta, que nunca debió hacerse ni consentirse, la reacción de los jóvenes fue unánime y sensata. Se rubricaron las paces con sendos abrazos, sin que ninguno de los dos quedase humillado ni enaltecido, si perdió, y mucho, fue la familia de Adolfo; pues aun sin perder totalmente a su hijo, soporté su invalidez con resignada aunque penosavivencia. Siempre se recordó en el pueblo aquel trágico martes de Pascua; y poco a poco, casi sin darse cuenta, los sucesivos martes pascuales fueron celebrándose en otros lugares, como pretendiendo olvidar enconos en peleas y apuestas que, como la de marras, rayaron en la salvajada.

Adolfo y su familia emigraron a Barcelona. Allí encontraron otros y mejores medios de vida, y allí el muchacho, aunque inútil total, pudo acomodarse en una oficina como auxiliar, solucionando su vida de esa manera.

Pero jamás consintió volver al pueblo. Ni jamás pudo olvidar que la rivalidad entre Ramón el Temprano y Lucio el Tardío fue la causa de su desgracia.Por ello, cuando algunos años después, ambos mozos, ya soldados sirviendo al Rey en Barcelona, fueron a visitar a Adolfo, éste lloró, y, aunque con el perdón en su mente, sus labios no pronunciaron ni una palabra. Con una mudez total y cierta indiferencia dio por acabada la visita. Su conciencia fue al mismo tiempo juez y parte. Ni acusó ni condenó, pero tampoco perdonó. No había nada que perdonar, pero su amargura quedó largo tiempo en el cerebro y en los ojos de aquellos dos mozos, que rivales, y que siempre se sintieron responsables de la permanente de Adolfo; culpabilidad que el tiempo fue amortiguando y b quedando totalmente diluida al cabo de los años.

Hoy ya han muerto todos los protagonistas de esta historia. ¡Que Dios les haya acogido en su seno, y descansen en paz!