21- EL SORTEO DE LOS QUINTOS.  

Corrían malos aires por España. Los pueblos temían, las madres lloraban y rezaban, las novias ídem de lo mismo, los hombres, si eran padres iban con el entrecejo arrugado y ensimismado; si eran jóvenes, entre fanfarrones y temerosos.

Las noticias que venían de Marruecos no eran muy alentadoras... se decía por el pueblo que algunos de sus hijos ya no volverían de las tierras del moro: ni Inocencio el Mosco, que se quedó patitieso de un pacazo cuando salía de un blocao; ni Rafael el Zaranga, que se murió de unas fiebres; ninguno de ellos volvería al pueblo, como algunos otros aldeanos que sufrieron la misma suerte cuando lo de Annual y Monte Arruit (1921) y aquello del Barranco del Lobo (1909), cuando lo contaban y lo cantaban, ponía la piel de carne de gallina, y las entrepiernas en la garganta.

Pero los gobernantes pedían más hombres y más sacrificios; y los campesinos, estoicos, macilentos, con el sino cargado en las espaldas y en el corazón, comprensible o incomprensiblemente engendraban, y las mujeres parían más hijos, para darlos en una guerra estúpida, que apenas se comprendía por mucho que se disfrazara de patriotismo.

Y había que seguir sorteando quintos; y había que poner cara de circunstancias ante los malos tiempos y apechugar con el resultado, sin más, aceptando la suerte favorable o desfavorable con alegrías o con lamentaciones, pero casi siempre con la filosofía tranquila de los mozos, a los que hubiera apetecido ir “a servir al Rey” en tiempo más pacíficos, pero que en aquellas adversas circunstancias tampoco solían rebelarse contra su propio destino.

Los sorteos de quintas en los pueblos venían siendo desde nacer algo que marcaba vidas, que alteraba quietudes, que trocaba risas en lágrimas y viceversa; era un ir y venir de hombres y mujeres desde la plaza a las casi desde el Ayuntamiento hasta la última calleja; la Sala C en junta de sorteos, el escribano o secretario dando fe de que las cosas hacían reglamentaria y justamente, el alcalde diciendo y jurando que no había habido ni habría cacicadas ni alcaldadas; y las buenas gentes, crédulas y confiadas, asentían a todo, aunque en ocasiones hubiera algún cachazudo inconformista que no se creía del todo lo de la legalidad; alguna vez, de uvas a peras se pensaba mal, y alguna vez se acertaba.

Los sorteos de quintos en aquel pueblo habían tenido de todo, como en la viña del Señor. Era preciso que hubiera alegrías y tristezas; era un sorteo, y sorteo viene de suerte, y la suerte tenía que ser favorable a unos y esquiva para otros. Algunas veces se dieron casos paradójicos, como el del sorteo de Juan Antonio Moñiga, que sacó el mejor número y ocasionó la muerte fulminante de su padre, quien, al conocer la noticia cayó al suelo muerto en un acceso tremendo de incontrolable alegría ; o el caso del hijo del tío Peluca, que sacó número de soldao pa el África, y cuando volvía el viejo Peluca a su aldea tras haber presenciado en el pueblo el sorteo e iba casi sollozando, en un acceso de rabia pegó una patada a una piedra que, al moverse, dejó al descubierto un tesorillo que le valió para poder redimir al hijo del servicio militar.

La gente se solía apiñar en la plaza para presenciar el sorteo anual. Desde el balcón principal de la ‘Sala’ se iba anunciando, primero el nombre del mozo, y seguidamente, el número que había sacado en su boleta. Si el número sacado era superior al contingente anual de quintos exigido para el pueblo, había habido suerte y se libraba, pero de lo que no se libraba era de la paliza que, como demostración de contento y enhorabuena, le administraban sus propios compañeros y los mozalbetes del pueblo; si el número sacado era o estaba dentro del contingente, era el servicio militar inevitable, salvo en el caso de comprar a algún librado para que le sus­tituyera, y que solían hacer de tarde en tarde algunos ricachones para sus hijos; y entonces, las plañideras y los llorones resucitaban sus repertorios, y aquello era un valle de lágrimas rodeando al mozo camino de su casa, donde la madre ponía remate final con alaridos, desmayos e imprecaciones. Y es que el caso no era para menos, en vista y en oídas de lo que, decían, estaba pasando en las tierras de los moros. Y eso que ya había pasado lo de Cuba y Filipinas, donde había habido lo suyo... Verdaderamente existían muchas razones para temblar. Y por ello el pueblo temía y vivía en un ¡ ay! y estaba con el alma en vilo al acercarse el famoso sorteo de todos los años, poniendo a todo el pueblo en alerta y conmoción.

       Hay quien dice que ocurrió en un pueblo muy pequeño, cerca del nuestro. Fue un caso de los que dejan historia. Allí quedó malparado el caciquismo, que quiso meter gato por liebre, y triunfó la honradez y la sagacidad de un muchacho despierto. No siempre sucedía así. Las más de las veces, las cacicadas imponían su ley.

Dicen que ocurrió así:

Era un pueblo muy pequeño ; aquel año sólo había dos mozos en el reclutamiento. De acuerdo con el contingente de soldados, uno de ellos debería cumplir el servicio en filas; el otro se libraría de él.

Y daba la casualidad que uno de los mozos era Antolín Pérez, hijo del alcalde, y el otro, Pedro Murcia, novio de la Manuela, la hija del alcalde. La cosa estaba que ardía en casa de la primera autoridad del pueblo; ni se descansaba, ni se comía, ni se dormía en paz como en tiempos cercanos.

El tío Antolín el Conejo, el Alcalde, rumiaba ideas, se le encasquillaba el cerebro pensando en cómo podría librar al hijo; su mujer, la tía Antonia, apremiaba suspirando al marido para que hiciera lo posible y lo imposible a fin de que la aciaga suerte no recayera en el hijo de sus entrañas; y, aunque no le era mal visto el novio de su Manuela, prefería, de todas todas, que fuera él quien recibiera “la honrosa misión de defender a la Patria”. Allí todos meditaban, pensaban, se miraban con recelo, especialmente cuando la Manuela estaba presente.

Y la Manuela lloraba desconsoladamente porque, una de dos: o se llevaban a su hermano o se llevaban a su novio.., y, parece que, aunque quería mucho al hermano, aun quería más a Pedro, de quien estaba encalabrinada hasta la médula de los huesos. Y es que, en las cosas del querer no hay razones que venzan ni que convenzan; aparte de que, si su hermano era bueno, listo y honrado trabajador, para ella ni siquiera podía compararse con su novio, al que suponía dotado de todas las prendas imaginables, y de quien esperaba su felicidad futura.

Regía la administración municipal, como secretario, un antiguo escribano con más conchas que un galápago y más leyes que el Aranzadi en su última edición. Sabedor y conocedor de reconditeces leguleyas, de trampas administrativas, de pucherazos electorales; era el típico cacique que medraba a costa de vecino sacando artilugios y prosopopeyas donde únicamente debía reinar la sencillez; era la víscera pensante y tramante de cualquier consistorio de ordeno y mando aconsejando al casi analfabeto 1 alcalde a medida de su interés particular.

Se llamaba Ezequiel, dicho por el pueblo, Zequiel, y era el fautor de todo lo escriturado en los intríngulis y recovecos de la administración del municipio. Y, como es lógico, llevaba directamente el negociado de Quintas, que revolvía de arriba a abajo cuando había que tramar alguna pequeña menudencia en favor o en contra de quien el alcalde, y él mismo, tomaran entre ceja y ceja por cualquier motivo justificado o no.

Y al secretario, al tío Zequiel, acudió el alcalde y acudió la alcaldesa, para ver de encontrar solución al problema que se avecinaba, y del que, imprescindiblemente, alguien habría de resultar malparado: o Antolín o Pedro; o el hijo, o el futuro yerno... si es que llegaba a terminar en matrimonio la afición de la Manuela por Pedro.

No se crea que la cosa no tenía pelendengues; aquello se ponía muy serio, y había que resolver...; pero, a ser posible, sin que interviniera la veleidosa suerte; porque... ¿y si le tocaba ser soldado a Antolín? -!Pobre hijo mío..., hijo de mis entrañas!, clamaban los angustiados padres, la madre sobre todo.

Pero la muchacha tampoco dormía y estaba con la mosca en la oreja y entreveía que algo se estaba tramando, y se le caían las lágrimas al suponer que su novio llevaba todas las de perder.

Y, efectivamente, algo se coció en la mente del viejo leguleyo, y su venenosa baba caía con satisfacción por la comisura de sus labios, relamiéndose y gozando de antemano con el premio prometido por el alcalde si resolvía bien el asunto, gozando también con su propia estimación y sabiduría tan alta’’ . ¿Cómo no se le había ocurrido antes?...

Una buena o mala noche, según para quién, hubo reunión o consejo familiar, prescindiendo, claro está, de la hija. A la tertulia acudió puntual y casi sigilosamente el siniestro escribano, quien, en pocas palabras, fácilmente comprensibles, explicó la artimaña que había de salvar al hijo de ser en aquellos difíciles tiempos de guerra contra la morería. La cosa no puede ser más sencilla: Como en la relación de quintos, formada por orden de apellidos, figuraba en primer lugar Pedro Murcia, correspondía bola en primer lugar al novio, y después al segundo de la lista, Antolín, el hijo; el ardid consistía en colocar dentro del bombo o caja del sorteo de bolas con el número UNO; necesariamente Pedro tenía que sacar el número UNO, que, expuesto al público y a la comisión municipal de quintas, proclamarían como soldado al muchacho: lo que suponía que el otro quinto se libraba pues tendría necesariamente el número DOS; así que ni siquiera tendría que sacar la bola, o si la sacaba, debería Antolín tragársela con la alegría de su buena suerte.

Todo esto era puntualizado por el famoso secretario, para que quedaran bien claras las cosas y a cubierto la artimaña o amaño. El asunto no podía quedar más fácil. El, como secretario, certificaría la colocación de las dos bolas en el bombo del sorteo, y lo demás ya estaba dicho y explicado. Inexorablemente, Pedro Murcia cargaría con el mochuelo, mientras que Antolín quedaría libre del servicio militar en filas.

Pero.... ya hemos dicho que la Manuela, Manola o Manolita, que de cualquiera de estas formas le llamaban, también tenía su alma en su almario, y también había pasado algunas noches en vela y, como se olía la tostada, andaba siempre al acecho de vistas y revistas familiares, al oído de palabras, escuchas, suspiros..., andando como una gata, atisbando consultas, explicaciones y tejemanejes. En fin, que la despierta moza, aunque simuló un sueño y un cansancio que reclamaban la cama, sospechó algo al ver entrar aquella noche al secretario en su casa, y, casi sin aliento, escondida, con el susto en sus entrañas y la congoja en su corazón, se fue enterando de pe a pa de todo lo que en aquella velada se estaba tramando. Y pasó la noche sin conciliar el sueño, aguardando ansiosa el amanecer para ir a contárselo todo a su Perico... Era muy triste, pero tenía que hacerlo; ni el cariño que sentía por su hermano apagaba las voces que le inducían a tratar de salvar a su novio. !Qué noche de suplicio, de duermevela, de intranquilidad, de lucha consigo misma!

Pero cuando, a la mañana siguiente, desveló su angustia y le contó al novio lo que sucedía y lo que iba a suceder, quedo tranquila y sosegada; la paz volvió a su ser. !Que fuera lo que Dios quisiera ! Y marchó a sus quehaceres con la tranquilidad de quien ha descargado su conciencia de un gran peso.

El pobre Pedro, que aunque de familia muy humilde, y sin estudios alguno, salvo las primeras letras, era muy despierto, alegre y desenvuelto quedó al principio suspenso y asombrado por lo que se le estaba preparando; pero no tardó su avispado cerebro en hallar la réplica a tamaña felonía, y el medio de resolver el problema a su favor. Y quedó sonriendo para sus adentros...

Y llegó el día del sorteo. Como todos los años, bastante público se hallaba pendiente de aquel acto; pero la particularidad de todos conocida, hacía aquel año el sorteo más interesante. Se constituyó la mesa con el teniente de alcalde como presidente, el concejal de quintas y el secretario. Este procedió a introducir las dos bolas en el bombo, y, seguidamente se dispuso, en presencia de los dos mozos, a dar lectura a las leyes que regían aquella ceremonia, y a llamarles para que cada uno sacara su bola, empezando, por orden alfabético, por el primero de la lista:

  -!Pedro Murcia Fernández!

        -!Allá voy!

Y Pedro sacó su bola. Y haciendo un gesto de despreocupación, como quien se conforma con su sino y su suerte, cogió la famosa boleta, y echándosela al gaznate la tragó, diciendo:

       - !Mi suerte está echada! !Ahora, que mi compañero saque y descubra su número!.

Y así fue cómo Perico se comió su suerte y se libró, por ello, de ir a cumplir su servicio militar en filas.

Ni que decir tiene que aquel hecho, en presencia de todo el público fue válido, ya que no se pudo invalidar un sorteo hecho con tanta limpieza y legalidad. Los que estaban en el secreto callaron. Pero con el tiempo se descubrió la añagaza, aplaudiéndose como es lógico la feliz hazaña del avispado Pedro Murcia, quien se casó, aun a contrapelo de suegro y suegra, con la fiel Manuela. Y también hay que decir que, tras dos años de servicio, Antolín volvió al pueblo sano y salvo.