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LOS LOBILLOS VAN AL REINO Y LOS
CONEJILLOS
A LA
SIERRA.
Muy de
madrugada, casi al par de los gallos más tempraneros, un
sonido ronco, repetido, zumbando los aires y los semidormidos
tímpanos, hacía el llamamiento de las cuadrillas para ir a la
siega. Unas veces para ir el Reino de Valencia a la siega del
arroz; otras para ir a la serranía de Cuenca, en cuyos pueblos
eran el trigo y la cebada los que pedían la corbella. Otros
años, alguna cuadrilla decidida y valiente se largaba a segar
los trigos tardíos de Aragón. Pero, invariablemente la
caracola marina, soplada con fuerza por los pulmones más sanos
de la mocedad, era el instrumento característico de aquellas
dianas retumbantes, era el acicate y el espoleo del segador
que se disponía a la marcha hacia otras latitudes y campos que
esperaban su sudor y su herramienta.
El equipaje no
podía ser más simple; como el del soldado que se apresta a la
batalla: una manta terciada sobre el hombro, un saco para
portear las provisiones, un par de hoces o corbellas, y una
bota para el vino o aguardiente. Y paremos de contar... La
ropa puesta, y alguna camisa de repuesto.
Marchaban a pie
hasta Utiel, unos 20 kms, para, desde allí, encaminarse a los
puntos de destino, muchas veces ya contratados de antemano por
carta; a veces se solía marchar a la aventura, a lo que
saliera. El caso era recoger algunos duros que el trabajo en
el propio pueblo de origen les negaba,
simplemente porque no había trabajo para todos y escaseaban
los jornales.
Algunas
familias enteras, formando cuadrillas con otras vecinas, se
decidían por uno u otro lugar de emigración temporal para la
cosecha. Eran los eternos y sacrificados jornaleros eventuales
de un campo que no daba para muchos comederos. Y no había más
remedio que irse ganando las habichuelas y poder traer algo
con que sostener a la familia, al menos en su comida y
vestuario.
Casi siempre
eran los mismos los que se dirigían a una u otra parte;
cuadrillas que rivalizaban en fortaleza y destreza
reconocidas. Eran casi colosos con la hoz en la mano y los
vencejos a la cintura; y hasta la zoqueta se ponía brillante y
sedosa de tanto rozamiento. Cuando segaban parecían máquinas
encorvadas, sin más grasa que el agua y el vino en el gaznate
y los gazpachos mondos del almuerzo. Avanzaban en alar con un
sesgo de vaivenes y chispas de acero, dirigidos por el
mayoral, el más experto y ducho de la cuadrilla, tumbando en
los surcos y besanas las rubias mieses de aquella batalla.
Las cuadrillas
de mi pueblo tenían fama, tanto en el Reino o Ribera
Valenciana, como en los “tantos” de Mariana, Reflo y otros
pueblos conquenses, en los que muchas veces se destajaba la
operación ajustando el precio a tanto el almud de tierra
segada.
Por eso eran
llamadas y admitidas. Por eso se cotizaban como los mejores.
Especialmente había dos familias con sus respectivas
cuadrillas: los Lobillos y los Conejillos,
famosos como segadores.
El cafetillo de
Chicharras estaba aquel atardecer lleno hasta los
topes. Una de sus largas mesas estaba ocupada por el clan de
los Lobillos, formado por cuatro hermanos, algunos ya
casados, y que se reunían a fin de ultimar fechas y
disposiciones para acometer el viaje al Reino, concretamente a
Sueca y Sollana, para recoger el arroz de la marjal albufereña.
Esto ya lo venían haciendo desde varios años atrás, y las
cosas no les resultaron mal, aunque hubieron de vencer algún
contratiempo a causa de ciertos asomos de calenturas
tercianas.
En otra mesa
estaba congregada la familia de los Conejillos que,
entre trago y trago de tintorro de un barral que cabía un
azumbre, comentaban su viaje hacia la Sierra de Cuenca del año
anterior, y hacían previsiones para el futuro verano.
Ya tenían
contratada la faena en Refllo, donde casi invariablemente
solían recalar en su anual emigración para la siega del trigo.
Eran otros cuatro mozarrones, al igual que los Lobillos,
formando la tribu de los Conejillos; tan fuertes y
tan baqueteados por las penalidades como aquellos; tan
dispuestos segadores y tan libres de prejuicios como sus
amigos y vecinos. Había que buscar la paparuga donde
fuera, y ellos ya lo tenían bien claro desde hacía algunos
años, pues se traían de la Sierra un buen dinero que
prontamente engrosaba las arcas de los tenderos y comerciantes
del pueblo, donde las respectivas familias se suministraban
hasta que volvieran sus segadores, dinero en mano.
Ambas familias,
con todos sus miembros sin excepción, eran de natural abierto,
dicharachero, bromista y locuaz; entre risas y cuchufletas se
gastaban bromas y hacían apuestas inverosímiles que se
dilucidaban siempre con el arreglo más fácil: jugarse al
truque un par de azumbres de vino y dos o tres libras de
tramusos, en cuyo juego, tanto los unos como los otros, eran
duchos.
Así que, en
aquella ocasión, como no era para menos, se entabló una
célebre partida truquil entre sendas parejas rivales; y se
apostaron, para cuando ambas familias hubieran regresado de su
viaje cosechero por el Reino y por la Sierra, una cena en la
que habrían de participar todos los hombres y mujeres de ambos
clanes, y que sería pagada por quienes perdieran aquella
partida de truque, y por quienes trajeran menos duros,
contantes y sonantes, a mostrar en el acto de su gira laboral
por esos mundos de Dios, como ellos solían decir siempre.La
partida de truque consistía en dos juegos o garras.
La primera
garra la ganaron los Lobillos; la segunda, los
Conejillos. Y, como había que desempatar, pensaron que lo
mejor era aplazar el resultado para cuando regresaran de sus
respectivos viajes.
Como las
temporadas de las recolecciones no coincidían, ya que el trigo
se siega en julio y el arroz en septiembre, la familia conejil,
una mañana julieña despertó cuando ni siquiera el sol había
roto su primera lanza, y tras insistentes, repetidos y broncos
sones de su caracola, liando el petate, tomaron el portante
hacia los ámbitos serranos de la distante Cuenca. Eran cuatro
fornidos segadores camino del hato; ya estaban contratados de
antemano por el mismo terrateniente del año anterior.
Comentaron
después, que las mieses habían dado aquel año el ciento por
uno bíblico, que la cosecha fue extraordinaria, que el trabajo
fue duro, prolongado y hasta agotador en ocasiones, pues el
justiciero sol canicular abrasaba las tierras y los hombres. Y
contaron también que las mozas
rastrojeras
buscaban, además de las espigas, algún que otro
desenvolvimiento de palpe y toquiteo, sin más consecuencias
que los fugaces suspiros del atrevimiento y la furtividad.
Pero lo que puso los pelos de punta a más de cuatro oyentes de
sus peripecias, fue el peligro en que se vieron a causa de los
arraclanes y las víboras, aquel año bastante abundantes
por los calientes “tantos” de la Serranía. Dos miembros de la
cuadrilla sufrieron la picadura del venenoso escorpión, y otro
estuvo a punto de que una víbora, que ya rodeaba su calzado,
le clavara su casi mortal veneno. Y esto lo contaban como si
tal cosa no hubiera sucedido. El caso concreto fue que la
tribu de los Conejillos trajeron de la Sierra aquel año
más dinero que nunca: ochenta duros entre todos, después de
cubrir gastos. Cuenta que presentaron, en efectiva moneda
legal y corriente, para que sirviera de prueba, ante los
asombrados ojos de los Lobillos, con relación a la
apuesta entablada.
Hacia mediados
de septiembre, la familia de los Lobillos salió al rayar el
sol, también al son de su tonante caracola, en dirección el
Reino.
Allí los
esperaba, contratada ya desde la temporada anterior, la marjal
con su penoso trabajo. También fue dura su permanencia y
actividad entre fangos y mosquitos; también contaron después
algunas anécdotas y chistes que embobaban a los circunstantes.
Tal como aquel lance de la sanguijuela que chupaba la sangre
del menor de los Lobillos; o la escaramuza con un celoso
valenciano ribereño que, temeroso de adornar su frente con
algo que no contaba, desafió al segundo de la familia, en su
lengua vernácula -sin que se tomara en consideración- por la
excesiva confianza que se permitió con una robusta llauraora
que resultó ser su novia.
De todas
formas, entre bromas y veras, la familia regresó al pueblo con
su buen y bien ganado dinero -otros ochenta duros entre
todos-; pero con una baja. Pedro, el mayor de los Lobillos,
tuvo que quedarse en el hospital de Valencia a causa de
unas fiebres tercianas que le tuvieron algún tiempo en vilo y
casi imposibilitado.
Como la palabra
dada y acordada era cosa de cumplirse a rajatabla, ambas
familias se reunieron para cotejar sus resultados y terminar
la apuesta.
Tras algunos
tiras y aflojas, se acordó definitivamente dejar la cuestión
en tablas. Y, como los Conejillos habían salido mejor
librados, quisieron que corriera a su cargo la cena de
confraternidad para ambos clanes reunidos, acordándose dejarlo
hasta el total restablecimiento del hospitalizado Cuando dos
meses después se celebró el regreso, ya sano, del mayor de los
Lobillos, y seguidamente la fiesta y cena acordadas,
aquello llamó la atención del pueblo. Pocas veces vive el
vecindario, aunque es proverbial su unión y fraternidad en
ocasiones de urgente necesidad, actos tan simpáticos y
conmovedores como el de aquella ocasión. De allí surgió una
amistad total e imperecedera, y, hasta según se comprobó
después, algunos casorios que motivaron con más fuerza la
vinculación de ambas familias.
Pero ello no
fue obstáculo para que una de las familias siguiera
prefiriendo siempre los fangosos llanos de la Ribera
Valenciana para su viaje laboral de cada año, y que la otra
siguiera también, en lo sucesivo, su trayectoria hacia Cuenca.
Mientras tanto,
otras familias como los Andarines y los Correos
preferían ir a ganar sus durejos, prestando sus brazos y sus
afiladas corbellas en los llanos del Jalón y del Jiloca, en
las lejanas tierras de Aragón.
Pero siempre,
siempre, quienes fueran y cuando fueran, el anuncio de su
marcha lo ponía el sonido de aquellas caracolas que todavía
siento en mis oídos como un eco de tiempos lejanos, en los que
privaba la hoz y el desnudo brazo, la camisa empapada de
sudor, el sombrero de paja ya tostado y mugriento, y los
cuerpos casi anquilosados en curvaturas insólitas en donde el
riñón jugaba su fortaleza y su tesonudo coraje trabajador.
¡ Qué hombres
aquellos! ¡ Qué templados segadores los de mi pueblo!