24- LOS LOBILLOS VAN AL REINO Y LOS CONEJILLOS A LA SIERRA.

Muy de madrugada, casi al par de los gallos más tempraneros, un sonido ronco, repetido, zumbando los aires y los semidormidos tímpanos, hacía el llamamiento de las cuadrillas para ir a la siega. Unas veces para ir el Reino de Valencia a la siega del arroz; otras para ir a la serranía de Cuenca, en cuyos pueblos eran el trigo y la cebada los que pedían la corbella. Otros años, alguna cuadrilla decidida y valiente se largaba a segar los trigos tardíos de Aragón. Pero, invariablemente la caracola marina, soplada con fuerza por los pulmones más sanos de la mocedad, era el instrumento característico de aquellas dianas retumbantes, era el acicate y el espoleo del segador que se disponía a la marcha hacia otras latitudes y campos que esperaban su sudor y su herramienta.

El equipaje no podía ser más simple; como el del soldado que se apresta a la batalla: una manta terciada sobre el hombro, un saco para portear las provisiones, un par de hoces o corbellas, y una bota para el vino o aguardiente. Y paremos de contar... La ropa puesta, y alguna camisa de repuesto.

Marchaban a pie hasta Utiel, unos 20 kms, para, desde allí, encaminarse a los puntos de destino, muchas veces ya contratados de antemano por carta; a veces se solía marchar a la aventura, a lo que saliera. El caso era recoger algunos duros que el trabajo en el propio pueblo de origen les negaba, simplemente porque no había trabajo para todos y escaseaban los jornales.

Algunas familias enteras, formando cuadrillas con otras vecinas, se decidían por uno u otro lugar de emigración temporal para la cosecha. Eran los eternos y sacrificados jornaleros eventuales de un campo que no daba para muchos comederos. Y no había más remedio que irse ganando las habichuelas y poder traer algo con que sostener a la familia, al menos en su comida y vestuario.

Casi siempre eran los mismos los que se dirigían a una u otra parte; cuadrillas que rivalizaban en fortaleza y destreza reconocidas. Eran casi colosos con la hoz en la mano y los vencejos a la cintura; y hasta la zoqueta se ponía brillante y sedosa de tanto rozamiento. Cuando segaban parecían máquinas encorvadas, sin más grasa que el agua y el vino en el gaznate y los gazpachos mondos del almuerzo. Avanzaban en alar con un sesgo de vaivenes y chispas de acero, dirigidos por el mayoral, el más experto y ducho de la cuadrilla, tumbando en los surcos y besanas las rubias mieses de aquella batalla.

Las cuadrillas de mi pueblo tenían fama, tanto en el Reino o Ribera Valenciana, como en los “tantos” de Mariana, Reflo y otros pueblos con­quenses, en los que muchas veces se destajaba la operación ajustando el precio a tanto el almud de tierra segada.

Por eso eran llamadas y admitidas. Por eso se cotizaban como los mejores. Especialmente había dos familias con sus respectivas cuadrillas: los Lobillos y los Conejillos, famosos como segadores.

El cafetillo de Chicharras estaba aquel atardecer lleno hasta los topes. Una de sus largas mesas estaba ocupada por el clan de los Lobillos, formado por cuatro hermanos, algunos ya casados, y que se reunían a fin de ultimar fechas y disposiciones para acometer el viaje al Reino, concretamente a Sueca y Sollana, para recoger el arroz de la marjal albufereña. Esto ya lo venían haciendo desde varios años atrás, y las cosas no les resultaron mal, aunque hubieron de vencer algún contratiempo a causa de ciertos asomos de calenturas tercianas.

En otra mesa estaba congregada la familia de los Conejillos que, entre trago y trago de tintorro de un barral que cabía un azumbre, comentaban su viaje hacia la Sierra de Cuenca del año anterior, y hacían previsiones para el futuro verano.

Ya tenían contratada la faena en Refllo, donde casi invariablemente solían recalar en su anual emigración para la siega del trigo. Eran otros cuatro mozarrones, al igual que los Lobillos, formando la tribu de los Conejillos; tan fuertes y tan baqueteados por las penalidades como aquellos; tan dispuestos segadores y tan libres de prejuicios como sus amigos y vecinos. Había que buscar la paparuga donde fuera, y ellos ya lo tenían bien claro desde hacía algunos años, pues se traían de la Sierra un buen dinero que prontamente engrosaba las arcas de los tenderos y comerciantes del pueblo, donde las respectivas familias se suministraban hasta que volvieran sus segadores, dinero en mano.

Ambas familias, con todos sus miembros sin excepción, eran de natural abierto, dicharachero, bromista y locuaz; entre risas y cuchufletas se gastaban bromas y hacían apuestas inverosímiles que se dilucidaban siempre con el arreglo más fácil: jugarse al truque un par de azumbres de vino y dos o tres libras de tramusos, en cuyo juego, tanto los unos como los otros, eran duchos.

Así que, en aquella ocasión, como no era para menos, se entabló una célebre partida truquil entre sendas parejas rivales; y se apostaron, para cuando ambas familias hubieran regresado de su viaje cosechero por el Reino y por la Sierra, una cena en la que habrían de participar todos los hombres y mujeres de ambos clanes, y que sería pagada por quienes perdieran aquella partida de truque, y por quienes trajeran menos duros, contantes y sonantes, a mostrar en el acto de su gira laboral por esos mundos de Dios, como ellos solían decir siempre.La partida de truque consistía en dos juegos o garras.

La primera garra la ganaron los Lobillos; la segunda, los Conejillos. Y, como había que desempatar, pensaron que lo mejor era aplazar el resultado para cuando regresaran de sus respectivos viajes.

Como las temporadas de las recolecciones no coincidían, ya que el trigo se siega en julio y el arroz en septiembre, la familia conejil, una mañana julieña despertó cuando ni siquiera el sol había roto su primera lanza, y tras insistentes, repetidos y broncos sones de su caracola, liando el petate, tomaron el portante hacia los ámbitos serranos de la distante Cuenca. Eran cuatro fornidos segadores camino del hato; ya estaban contratados de antemano por el mismo terrateniente del año anterior.

Comentaron después, que las mieses habían dado aquel año el ciento por uno bíblico, que la cosecha fue extraordinaria, que el trabajo fue duro, prolongado y hasta agotador en ocasiones, pues el justiciero sol canicular abrasaba las tierras y los hombres. Y contaron también que las mozas

rastrojeras buscaban, además de las espigas, algún que otro desenvol­vimiento de palpe y toquiteo, sin más consecuencias que los fugaces suspiros del atrevimiento y la furtividad. Pero lo que puso los pelos de punta a más de cuatro oyentes de sus peripecias, fue el peligro en que se vieron a causa de los arraclanes y las víboras, aquel año bastante abundantes por los calientes “tantos” de la Serranía. Dos miembros de la cuadrilla sufrieron la picadura del venenoso escorpión, y otro estuvo a punto de que una víbora, que ya rodeaba su calzado, le clavara su casi mortal veneno. Y esto lo contaban como si tal cosa no hubiera sucedido. El caso concreto fue que la tribu de los Conejillos trajeron de la Sierra aquel año más dinero que nunca: ochenta duros entre todos, después de cubrir gastos. Cuenta que presentaron, en efectiva moneda legal y corriente, para que sirviera de prueba, ante los asombrados ojos de los Lobillos, con relación a la apuesta entablada.

Hacia mediados de septiembre, la familia de los Lobillos salió al rayar el sol, también al son de su tonante caracola, en dirección el Reino.

Allí los esperaba, contratada ya desde la temporada anterior, la marjal con su penoso trabajo. También fue dura su permanencia y actividad entre fangos y mosquitos; también contaron después algunas anécdotas y chistes que embobaban a los circunstantes. Tal como aquel lance de la sanguijuela que chupaba la sangre del menor de los Lobillos; o la escaramuza con un celoso valenciano ribereño que, temeroso de adornar su frente con algo que no contaba, desafió al segundo de la familia, en su lengua vernácula -sin que se tomara en consideración- por la excesiva confianza que se permitió con una robusta llauraora que resultó ser su novia.

De todas formas, entre bromas y veras, la familia regresó al pueblo con su buen y bien ganado dinero -otros ochenta duros entre todos-; pero con una baja. Pedro, el mayor de los Lobillos, tuvo que quedarse en el hospital de Valencia a causa de unas fiebres tercianas que le tuvieron algún tiempo en vilo y casi imposibilitado.

Como la palabra dada y acordada era cosa de cumplirse a rajatabla, ambas familias se reunieron para cotejar sus resultados y terminar la apuesta.

Tras algunos tiras y aflojas, se acordó definitivamente dejar la cuestión en tablas. Y, como los Conejillos habían salido mejor librados, quisieron que corriera a su cargo la cena de confraternidad para ambos clanes reunidos, acordándose dejarlo hasta el total restablecimiento del hospitalizado Cuando dos meses después se celebró el regreso, ya sano, del mayor de los Lobillos, y seguidamente la fiesta y cena acordadas, aquello llamó la atención del pueblo. Pocas veces vive el vecindario, aunque es proverbial su unión y fraternidad en ocasiones de urgente necesidad, actos tan simpáticos y conmovedores como el de aquella ocasión. De allí surgió una amistad total e imperecedera, y, hasta según se comprobó después, algunos casorios que motivaron con más fuerza la vinculación de ambas familias.

Pero ello no fue obstáculo para que una de las familias siguiera prefiriendo siempre los fangosos llanos de la Ribera Valenciana para su viaje laboral de cada año, y que la otra siguiera también, en lo sucesivo, su trayectoria hacia Cuenca.

Mientras tanto, otras familias como los Andarines y los Correos preferían ir a ganar sus durejos, prestando sus brazos y sus afiladas corbellas en los llanos del Jalón y del Jiloca, en las lejanas tierras de Aragón.

Pero siempre, siempre, quienes fueran y cuando fueran, el anuncio de su marcha lo ponía el sonido de aquellas caracolas que todavía siento en mis oídos como un eco de tiempos lejanos, en los que privaba la hoz y el desnudo brazo, la camisa empapada de sudor, el sombrero de paja ya tostado y mugriento, y los cuerpos casi anquilosados en curvaturas insólitas en donde el riñón jugaba su fortaleza y su tesonudo coraje trabajador.

¡ Qué hombres aquellos! ¡ Qué templados segadores los de mi pueblo!