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¡VAMOS A LA FERIA ...!
Los cinco
amigos se reunieron un atardecer junto a la fuente pública.
Eran cinco muchachos, adolescentes, que ya se apuntaban para
mozos, y querían hacer lo que los mozos del pueblo solían
hacer: rondas de quintos, mayos, enramadas, cenas y
juerguecillas, cortejos y bailes, etc., y, copiando e
imitando al mocerío mayor, pensaron ir aquel año a la feria
de Utiel andando y en cuadrilla, mejor dicho, en pandilla. Y
aquel atardecer hicieron su programación fijando día y hora,
así como espectáculos a ver, y el modo y manera de solazarse
y divertirse en aquella feria, la más cercana al pueblo
natal y residencial; y, como es lógico, también pensaron en
la cuestión económica, y si harían o no bolsa común; aunque
lo más natural era ir cada uno a sus uñas de acuerdo con lo
que pudiesen sacar a sus padres y recaudar entre ahorros y
otras pequeñas sacalinas a familiares próximos.
Los cinco
amiguetes eran: Teodoro el de Barello, Lucio el
Gangarra, Ignacio el Cebolletas, Paco el de la
Melitona y Juan Julián el Melguizo. Total casi
nada; en aquel quinteto no fallaba la broma, la alegría, la
valentonada, ni la sal y pimienta de la incipiente picardía
juvenil; a todo y a todos hacían cara, y, sin encomendarse
ni a Dios ni al diablo, se atrevían a las mayores y más
pesadas jugarretas. Les decían en el pueblo el “Quinteto del
Peñazo’ porque el canto y el guijarro eran el arma
arrojadiza más corriente, y no necesitaban honda para
tirarlos contra sus enemistades, ni tampoco necesitaron
mucho ejercicio de tiro para atinar con frecuencia y
descalabrar a diestro y siniestro. Sabían de todo, menos
leer y escribir debidamente, aunque habían prometido al
maestro ir por la noche a escuela de adultos, pues hay que
aclarar que los cinco miembros de la pandilla ya hacía
tiempo que trabajaban en el campo como pastores los unos y
como jornaleros los otros, aunque su jomalillo de
principiantes no daba para mucho. Y cada uno tenía sus
particularidades y sus aficiones, y cada uno aportaba al
conjunto sus inclinaciones y sus sugerencias, que, en
definitiva, eran aprobadas o no en sus juntas y reuniones
para llevarlas a la práctica. Y. había casi como un
escalafón, desde lo más tímido hasta lo más fachendoso y
valentón, encamados ambos extremos en Teodoro y en Juan
Julián, ascendiendo como peldaños de menor a mayor osadía,
descaro y atrevimiento, según la relación ya anotada
anteriormente.
El domingo,
once de septiembre, allá por las década de los años veinte
al treinta de nuestro siglo, cuando el apogeo de la feria
utielana se hallaba en su culmen y en su ferial lo mismo se
vendía el juguete de todo a 0,95 pts. que una
caballería de los diversos tratantes que acudían a Utiel,
hipotecando más de una hacienda aldeana y campesina para
toda la vida; cuando el labrantín comarcano aprovechaba la
feria para disponer arreos y avíos de labranza; cuando Utiel
era famoso por sus célebres corridas de toros en las que
altemaron los mejores diestros, cuando las posadas utielanas
hervían de gentes serranas y comarcanas, aquel célebre
domingo que toreaban Luis Freg, Fortuna y Gallito de Zafra,
nuestros cinco mozalbetes emprendieron su viaje andariego
hacia la feria.
Y era muy de
mañana, mejor dicho, casi de noche todavía, cuando alegres y
dicharacheros, contando y recontando las perras que llevaban
en el bolsillo, y pensando en lo que iban a comprar o en lo
que se iban a gastar el dinero, saltaban de contento y
corrían más que caminaban; y no eran solos los que andaban
aquel día hacia la feria nuestros cinco muchachos; otras
cuadrillas hacían igual ruta y recorrido por atajos y
sendiles pues las familias y gentes maduras, que también
acudían a la feria de Utiel, lo hacían en sus propios carros
marchando por la ya existente carreterilla que desembocaba
en la general de Madrid-Valencia en las cercanías de Caudete
de las Fuentes.
El caso es
que la pandilla o “Quinteto del Peñazo” llegó a los Utieles
tempranamente, ya casi a punto de almorzar; y con
tranquilidad se zamparon los sabrosos bocadillos que sus
respectivas madres les habían preparado como merienda.
Entre que los
cinco tenían buena barra, y que la caminata les había
abierto el siempre dispuesto apetito, aquel almuerzo les
supo a poco, y cada cual, con arreglo a sus posibilidades
monetarias, se administró de manera que las ganas de comer
se saciaran momentáneamente. Y, tras ello, en conciliábulo
democrático, los cinco acordaron irse cada uno por donde
quisiera para curiosear, divertirse, comprar o pasear a su
antojo por el ferial o por las atiborradas calles utielanas,
quedando en reunirse en el mismo punto y lugar al mediodía
justo, para acordar el programa de la tarde hasta que
emprendieran el regreso al pueblo.
Según dijeron
después los muchos amigos y vecinos que les vieron deambular
asombrados de tanto colorido y ajetreo, y según contaron
ellos de sus experiencias en aquel día, podría relatarse un
extenso memorial lleno de picardías, de risas y dichos, de
preguntas y respuestas, de regateos con los mercachifles, de
las perras gastadas en rifas y golosinas ... hasta que la
merma bolsillera se advirtió con preocupación para los cinco
muchachos.
El
Melguizo contó después que una mocitranca serrana lo
había engañado prometiéndole el oro y el moro, sacándole
las perras y no le dio nada más que dos restregones y un
mediano toquiteo, huyendo seguidamente con otra cuadrilla,
seguramente para seguir su labor de calientabraguetas sin
consecuencias.
El
Gangarra, que andaba medio loco por las rifas de tabaco
y caramelos, tiró a la rueda más de la mitad de su escaso
caudal, y no sacó más que cuatro golosinas y un bofetón de
uno de los que hacían su agosto con la famosa rueda, porque
Gan garra le dijo que hábía trampa en la ruleta y
nunca caía en los números grandes. Total, que allí casi se
acabó el numerario, y casi se rompió los morros con el tío
rifero, cosa que se evitó gracias a la intervención de los
policeros utielanos.
El
Cebolletas, que era en demasía vivaracho y un poco
metomentodo, pasó la mañana en los caballetes y en el tiro
al blanco, altemando viaje gratis con viaje pagado gracias a
ciertas argucias que se sacó del magín; pero entre el rifle
y las pelotas contra la torre de botes se le fue casi todo
lo que llevaba en el bolsillo.
Paco Gómez,
el de la Melitona, quiso llevarles a sus hermanas dos
o tres cosillas del 095. Y anduvo de acá para allá
entre cuatro o cinco casetas que vendían todo a dicho
precio, pero sin decidirse por nada. Compró una muñeca para
su Cecilia; después no le parecía bien y quiso devolverla,
pero como el feriante se negara, armó la marimorena aunque
se quedó con la muñeca; por eso, la otra hermana se quedó
sin nada, hasta que por fin encontró una especie de estuche
con espejo, hilos y agujas, con lo que pensó había de
contentar a su hermana mayor. Y entre aquellas compras, y
otros tres reales que se gastó en churros, se quedó casi
limpio de polvo y paja.
Pero el caso
más famoso y comentado fue el de Teodoro. Resulta que, como
se quedó a medias en el almuerzo, y vio por primera vez el
artefacto pelapatatas y su consiguiente fritura sacando
papas en cantidad, crujientes y calentitas, como las
pregonaba el feriante, allí se afincó Teodoro, y allí se
gastó todo su caudal. Dicen que se compró allá las cinco
pesetas en papas, y se las zampó todas de una sentada. Por
si alguien arguye que aquello no merecía la pena, tenemos
que aclarar que entonces, por cinco pesetas -un duro de
plata- se compraban un par de arrobas de patatas, que
peladas y traducidas a papas, daban bastante de sí. Se
asegura que Teodoro se comió allá con los dos kilos y medio
de patatas fritas, y allí se le acabó la feria. Y lo peor
del caso fue que, como todavía no tenía mote propio, desde
entonces, sus amigos y vecinos, y en general todo el pueblo,
le llamó Teodoro Patatas, mote que conservó hasta su
muerte, y que no sabemos si lo habrán heredado sus
sucesores.
Después de
avistarse de nuevo hacia el mediodía, y comprobar los amigos
que sus monederos andaban casi vacíos, acordaron liquidar
todo su capital reunido comprando algunas cosillas para
comer y tomar fuerzas, que necesitaban para andar las tres o
cuatro horas de camino de vuelta a sus casas.
Allí y así
acabó la primera experiencia ferial de la Pandilla del
Peñazo; y cariacontecidos, mohínos, y bastante alicaídos,
los cinco amiguetes volvieron a sus respectivos hogares,
donde, a preguntas insistentes, tuvieron que contar lo que
de bueno y de malo les había pasado.
El viaje a la
feria de Utiel de aquella pandilla fue comentado, reído y
machaconamente repetido por propios y extraños. Aquel dicho
popular que dice que cuando se va a la feria, todos alegres
y contentos van diciendo:
!vamos a la
feria!, y que, al regreso, ya sin un ancha en el bolsillo,
se convierte en el dicho ¡ venimos de la feria! casi sin
resuello y sin ganas de bromas, se hizo realmente verdadero
en aquella ocasión. Y es que la novatada se paga, y los
muchachos pagaron su viaje, pero prometieron volver a otro
año con nuevos alientos, con más perrejas, y con el
garrote dispuesto a lo que saliera sin admitir más engaños
de nadie. Y, ciertamente, así sucedió en años posteriores.
La Pandilla del Peñazo campó por la feria sin hacer daño a
nadie, pero sabiendo lo que se hacían entre ruleteros,
vendedores ambulantes, atracciones, casetas de tiro..., y,
como recuerdo de su primer viaje, los cinco acometieron un
año con todas las patatas que podía freir el feriante, dando
la mejor parte al famoso y bonachón Teodoro.
Fueron varios
años en cuadrilla y camaradería a la feria utielana. Hasta
que llegó el nefasto año 1936 en que ya no pudieron ir;
todos estaban en el frente de combate, y en aquella lucha
fratricida perdieron su vida cuatro de los cinco: únicamente
quedó, para poder contarlo después a familiares y amigos,
Teodoro Patatas, quien lloraba cada vez que se
acordaba de sus cuatro amigos y de su primera andadura por
la famosa feria de Utiel.