25- ¡VAMOS A LA FERIA ...!

Los cinco amigos se reunieron un atardecer junto a la fuente pública. Eran cinco muchachos, adolescentes, que ya se apuntaban para mozos, y querían hacer lo que los mozos del pueblo solían hacer: rondas de quintos, mayos, enramadas, cenas y juerguecillas, cortejos y bailes, etc., y, copiando e imitando al mocerío mayor, pensaron ir aquel año a la feria de Utiel andando y en cuadrilla, mejor dicho, en pandilla. Y aquel atardecer hicieron su programación fijando día y hora, así como espectáculos a ver, y el modo y manera de solazarse y divertirse en aquella feria, la más cercana al pueblo natal y residencial; y, como es lógico, también pensaron en la cuestión económica, y si harían o no bolsa común; aunque lo más natural era ir cada uno a sus uñas de acuerdo con lo que pudiesen sacar a sus padres y recaudar entre ahorros y otras pequeñas sacalinas a familiares próximos.

Los cinco amiguetes eran: Teodoro el de Barello, Lucio el Gangarra, Ignacio el Cebolletas, Paco el de la Melitona y Juan Julián el Melguizo. Total casi nada; en aquel quinteto no fallaba la broma, la alegría, la valentonada, ni la sal y pimienta de la incipiente picardía juvenil; a todo y a todos hacían cara, y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, se atrevían a las mayores y más pesadas jugarretas. Les decían en el pueblo el “Quinteto del Peñazo’ porque el canto y el guijarro eran el arma arrojadiza más corriente, y no necesitaban honda para tirarlos contra sus enemistades, ni tampoco necesitaron mucho ejercicio de tiro para atinar con frecuencia y descalabrar a diestro y siniestro. Sabían de todo, menos leer y escribir debidamente, aunque habían prometido al maestro ir por la noche a escuela de adultos, pues hay que aclarar que los cinco miembros de la pandilla ya hacía tiempo que trabajaban en el campo como pastores los unos y como jornaleros los otros, aunque su jomalillo de principiantes no daba para mucho. Y cada uno tenía sus particularidades y sus aficiones, y cada uno aportaba al conjunto sus inclinaciones y sus sugerencias, que, en definitiva, eran aprobadas o no en sus juntas y reuniones para llevarlas a la práctica. Y. había casi como un escalafón, desde lo más tímido hasta lo más fachendoso y valentón, encamados ambos extremos en Teodoro y en Juan Julián, ascendiendo como peldaños de menor a mayor osadía, descaro y atrevimiento, según la relación ya anotada anteriormente.

El domingo, once de septiembre, allá por las década de los años veinte al treinta de nuestro siglo, cuando el apogeo de la feria utielana se hallaba en su culmen y en su ferial lo mismo se vendía el juguete de todo a 0,95 pts. que una caballería de los diversos tratantes que acudían a Utiel, hipotecando más de una hacienda aldeana y campesina para toda la vida; cuando el labrantín comarcano aprovechaba la feria para disponer arreos y avíos de labranza; cuando Utiel era famoso por sus célebres corridas de toros en las que altemaron los mejores diestros, cuando las posadas utielanas hervían de gentes serranas y comarcanas, aquel célebre domingo que toreaban Luis Freg, Fortuna y Gallito de Zafra, nuestros cinco mozalbetes emprendieron su viaje andariego hacia la feria.

Y era muy de mañana, mejor dicho, casi de noche todavía, cuando alegres y dicharacheros, contando y recontando las perras que llevaban en el bolsillo, y pensando en lo que iban a comprar o en lo que se iban a gastar el dinero, saltaban de contento y corrían más que caminaban; y no eran solos los que andaban aquel día hacia la feria nuestros cinco muchachos; otras cuadrillas hacían igual ruta y recorrido por atajos y sendiles pues las familias y gentes maduras, que también acudían a la feria de Utiel, lo hacían en sus propios carros marchando por la ya existente carreterilla que desembocaba en la general de Madrid-Valencia en las cercanías de Caudete de las Fuentes.

El caso es que la pandilla o “Quinteto del Peñazo” llegó a los Utieles tempranamente, ya casi a punto de almorzar; y con tranquilidad se zamparon los sabrosos bocadillos que sus respectivas madres les habían preparado como merienda.

Entre que los cinco tenían buena barra, y que la caminata les había abierto el siempre dispuesto apetito, aquel almuerzo les supo a poco, y cada cual, con arreglo a sus posibilidades monetarias, se administró de manera que las ganas de comer se saciaran momentáneamente. Y, tras ello, en conciliábulo democrático, los cinco acordaron irse cada uno por donde quisiera para curiosear, divertirse, comprar o pasear a su antojo por el ferial o por las atiborradas calles utielanas, quedando en reunirse en el mismo punto y lugar al mediodía justo, para acordar el programa de la tarde hasta que emprendieran el regreso al pueblo.

Según dijeron después los muchos amigos y vecinos que les vieron deambular asombrados de tanto colorido y ajetreo, y según contaron ellos de sus experiencias en aquel día, podría relatarse un extenso memorial lleno de picardías, de risas y dichos, de preguntas y respuestas, de regateos con los mercachifles, de las perras gastadas en rifas y golosinas ... hasta que la merma bolsillera se advirtió con preocupación para los cinco muchachos.

El Melguizo contó después que una mocitranca serrana lo había en­gañado prometiéndole el oro y el moro, sacándole las perras y no le dio nada más que dos restregones y un mediano toquiteo, huyendo seguidamente con otra cuadrilla, seguramente para seguir su labor de calientabraguetas sin consecuencias.

El Gangarra, que andaba medio loco por las rifas de tabaco y caramelos, tiró a la rueda más de la mitad de su escaso caudal, y no sacó más que cuatro golosinas y un bofetón de uno de los que hacían su agosto con la famosa rueda, porque Gan garra le dijo que hábía trampa en la ruleta y nunca caía en los números grandes. Total, que allí casi se acabó el numerario, y casi se rompió los morros con el tío rifero, cosa que se evitó gracias a la intervención de los policeros utielanos.

El Cebolletas, que era en demasía vivaracho y un poco metomentodo, pasó la mañana en los caballetes y en el tiro al blanco, altemando viaje gratis con viaje pagado gracias a ciertas argucias que se sacó del magín; pero entre el rifle y las pelotas contra la torre de botes se le fue casi todo lo que llevaba en el bolsillo.

Paco Gómez, el de la Melitona, quiso llevarles a sus hermanas dos o tres cosillas del 095. Y anduvo de acá para allá entre cuatro o cinco casetas que vendían todo a dicho precio, pero sin decidirse por nada. Compró una muñeca para su Cecilia; después no le parecía bien y quiso devolverla, pero como el feriante se negara, armó la marimorena aunque se quedó con la muñeca; por eso, la otra hermana se quedó sin nada, hasta que por fin encontró una especie de estuche con espejo, hilos y agujas, con lo que pensó había de contentar a su hermana mayor. Y entre aquellas compras, y otros tres reales que se gastó en churros, se quedó casi limpio de polvo y paja.

Pero el caso más famoso y comentado fue el de Teodoro. Resulta que, como se quedó a medias en el almuerzo, y vio por primera vez el artefacto pelapatatas y su consiguiente fritura sacando papas en cantidad, crujientes y calentitas, como las pregonaba el feriante, allí se afincó Teodoro, y allí se gastó todo su caudal. Dicen que se compró allá las cinco pesetas en papas, y se las zampó todas de una sentada. Por si alguien arguye que aquello no merecía la pena, tenemos que aclarar que entonces, por cinco pesetas -un duro de plata- se compraban un par de arrobas de patatas, que peladas y traducidas a papas, daban bastante de sí. Se asegura que Teodoro se comió allá con los dos kilos y medio de patatas fritas, y allí se le acabó la feria. Y lo peor del caso fue que, como todavía no tenía mote propio, desde entonces, sus amigos y vecinos, y en general todo el pueblo, le llamó Teodoro Patatas, mote que conservó hasta su muerte, y que no sabemos si lo habrán heredado sus sucesores.

Después de avistarse de nuevo hacia el mediodía, y comprobar los amigos que sus monederos andaban casi vacíos, acordaron liquidar todo su capital reunido comprando algunas cosillas para comer y tomar fuerzas, que necesitaban para andar las tres o cuatro horas de camino de vuelta a sus casas.

Allí y así acabó la primera experiencia ferial de la Pandilla del Peñazo; y cariacontecidos, mohínos, y bastante alicaídos, los cinco amiguetes volvieron a sus respectivos hogares, donde, a preguntas insistentes, tuvieron que contar lo que de bueno y de malo les había pasado.

El viaje a la feria de Utiel de aquella pandilla fue comentado, reído y machaconamente repetido por propios y extraños. Aquel dicho popular que dice que cuando se va a la feria, todos alegres y contentos van diciendo:

!vamos a la feria!, y que, al regreso, ya sin un ancha en el bolsillo, se convierte en el dicho ¡ venimos de la feria! casi sin resuello y sin ganas de bromas, se hizo realmente verdadero en aquella ocasión. Y es que la novatada se paga, y los muchachos pagaron su viaje, pero prometieron volver a otro año con nuevos alientos, con más perrejas, y con el garrote dispuesto a lo que saliera sin admitir más engaños de nadie. Y, ciertamente, así sucedió en años posteriores. La Pandilla del Peñazo campó por la feria sin hacer daño a nadie, pero sabiendo lo que se hacían entre ruleteros, vendedores ambulantes, atracciones, casetas de tiro..., y, como recuerdo de su primer viaje, los cinco acometieron un año con todas las patatas que podía freir el feriante, dando la mejor parte al famoso y bonachón Teodoro.

Fueron varios años en cuadrilla y camaradería a la feria utielana. Hasta que llegó el nefasto año 1936 en que ya no pudieron ir; todos estaban en el frente de combate, y en aquella lucha fratricida perdieron su vida cuatro de los cinco: únicamente quedó, para poder contarlo después a familiares y amigos, Teodoro Patatas, quien lloraba cada vez que se acordaba de sus cuatro amigos y de su primera andadura por la famosa feria de Utiel.