28- DIA Y NOCHE DE “TDOS LOS SANTOS”.

En el decir de las gentes venturreñas, Felipe Mudí tenía más miedo que cera bendita; siempre alegre en sus travesuras cotidianas, andaba tembloroso en cuanto se tocaban asuntos de aparecidos o cuentos de ultratumba; en esos temas se le ponían los pelos de punta y temblaba como el azogue. Y aun cuando de naturaleza fuerte, alquitarado por las estrecheces de la paparuga diaria, rehuía cualquier conversación sobre almas en pena y de las zarandajas de la gente en cuestiones de aparecidos.

No sé por qué, pero nuestras gentes de antaño creían a pie juntillas todo lo relacionado con el tema. Seguramente que las hambrunas no daban más que para calentamientos cerebrales y para admitir como ciertas todas las especulaciones que trataran sobre difuntos, particularmente cuando alguien sacaba a colación que si tal o cual vecino había visto algo fuera de lo normal, o había oído voces y ruidos muy extraños, quizás debido a que su conciencia no estaba muy tranquila por algo no bien hecho con familiares, deudos o amigos que ya habían pasado al otro mundo.

El caso es que aquello era bastante corriente antaño. Hoy apenas se habla de la cuestión, pero las tertulias de entonces divagaban y comentaban sucesos que se contaban con pelos y señales sin que nadie dudara de su veracidad. La superstición y la ignorancia más supinas daban pie a cualquier elucubración y cuento sobre el más allá.

(Tengo que decir, que, sin ser totalmente crédulo ni escéptico, siempre dije y digo lo mismo que decía mi amigo Restituto el Bola: -ni lo creo ni lo dejo de creer. Allá cada cuál con su conciencia, pues hay cosas que mejor es no tratarlas, y que sea lo que Dios quiera).

Para hacer un poco de historia sobre Felipe Mudí, he de decir que el apodo le venía de su madre, Felisa la Muda, que no era muda sino tartamuda, mujer de rompe y rasga, bravía como la primera y de empuje notable, que tenía a gala decir que era capaz de recibir y aguantar toda la artillería del elemento masculino con su preparado parapeto. Nuestro amigo Felipe era producto de uno de aquellos embates, recibido en un momento de descuidio. El niño, se crió a la buena de Dios, entre limosnas y raterías intrans­cendentes; apenas sin escuela y sin educación alguna, se las sabía todas:

barrabasadas, correrías diurnas y nocturnas, recados, picardías, buscarruidos y trapacerías en abundancia, componían su haber y su desenvoltura.

A trancas y barrancas, pasando las de Caín, con el hambre y la miseria a cuestas, fueron saliendo hacia adelante tanto la tía Muda como el pequeño trasto Felipe. Y el vástago se hizo mayor, formó pandilla con algunos otros muchachos de la Picota y de los Caliches; pandilla que llegó a ser famosa por su tino en los apedreamientos con los chicos de otros barrios, por ser los más diestros en echar el chompo, en jugar el arrime o a la tángana y en recorrer las huertas de la Bullana, el Prado y el Rebollo, hurtando fruta -a la que no dejaban madurar-; así, todos los parajes de la Albosa, desde la Huerta de la Zorra hasta la Ventilla, conocieron también las raterías de la pandilla de Mudí y sus compañeros.

Cosa es de decir que jamás tuvieron miedo a nada ni a nadie que estuviera vivo. Ni los guardas de campo: el tío Victoriano, el tío Tomarrillas, el tío Colache, ni el tío Cho que, atemorizaron en lo más mínimo a Felipe y a su desaprensiva cuadrilla. La Guardia Civil, que no quería intervenir en aquellas minucias de chicha y nabo, en alguna ocasión hubo de interrogar a Felipe Mudí sobre algo no muy claro en hurtos y similares, a lo que el zagal siempre respondía, como eludiendo e inhibiéndose del asunto: -~ allá penitas!, lo que le pudo costar algún coscorrón que otro, sin más complicaciones.

Pero, amigos, en la cuestión y en lo tocante a difuntos, Mudí rehuía cualquier conversación; y si alguna surgía entre sus célebres amistades, se ponía lívido, blanquecino, flojo y sudoroso. Cuando su amigo el Getafe le contó algo de su abuelo Antón y de las visiones que tenía de vez en cuando, seguramente no lo habría hecho muy bien con su difunta esposa a la cual decía ver entre sombras-, se puso a temblar y se fue corriendo a su casa. Y cuando se enteró de lo que se decía sobre que si el tío Juan Antonio hablaba con su hijo, ambos ya fallecidos, en el cementerio, sobre las particularidades de sus respectivas muertes en accidente, nuestro amigo Felipe casi lloraba de miedo. Y cuando sus amiguetes le dijeron que era un gallina si no iba con ellos una noche a las puertas del camposanto, para salir corriendo después hacia el pueblo, cantando aquello de: “Calzas negras, calzas blancas, tanto que corres y no me alcanzas...”, ni que decir tiene que se negó en redondo aunque hubo alguno que le mojó la oreja por su cobardía.

El miedo de Felipe Mudí a los muertos era archisabido por todo la gente mayor y menor del pueblo, hasta de las personas más ecuánimes y sesudas. Y no es de extrañar que alguien, con bastante mala pata, por cierto, tratara de aprovecharse de ello para gastarle alguna broma pesada sin mala intención; bromas que iba aguantando como podía a cambio de algún que otro cigarrejo o copilla de anís o coñac, que algunas noches le caían de regalo como compensación por la broma.

Por otra parte, como ya se iba haciendo mocetón, nuestro protagonista pensó echarse novia. Y se fijó en la Rosita, una muchacha fresca y templada que le solía hacer vislumbres y cucamonas, y que en el terreno económico tenía tan poco que perder como Felipe. Y allí fue a solicitar sus amores y sus fervores, que de todo tenía la moza para dar, y no digo para vender porque la muchacha, por entonces, era honrada en la cuestión de la decencia, como se solía estilar antaño.

De la noche a la mañana, cuando la tía Muda menos lo esperaba, y cuando los padres de la Rosita se lo esperaban menos, Felipe y la Rosita, que van y se juntan, que se amontonan, y que se van a vivir las ansias y las bascas del amor, y a convivir miserias y asperezas manducatorias, a la propia casa de la tía Muda, es decir, a la casa del novio. Y allí, más mal que bien, consumiéndose en los brazos de la Rosita, Felipe pasaba los días y las noches. Pero cuando empezó a cansarse del agobio amoroso de la entrepierna rositeña, comenzó, primero tímidamente, y después con asiduidad, a salir con sus antiguos amigos, y alguna noche se retiraba demasiado tarde a compartir el lecho con la siempre dispuesta Rosita.

Con la pequeña historia de Felipe Mudí se nos olvidaba decir que en nuestro pueblo, como supongo pasaba en los demás del contorno, a la fecha de Todos los Santos o Tosantos -como vulgarmente se decía- se le temía y se le respetaba. Se le temía por que entonces vencían los plazos para pagar el gorrino, la mula, los tratos y contratos, los alquileres y arrendamientos; es decir, era fecha de pagamentas y, la verdad, muchas veces aquello era un desespero ante la carencia y ausencia de monetario. Así, por ello, en años malos, la fecha era de temer.

Pero aparte este pequeña pero importante cuestión, aquella fecha era muy respetada. No se hacía distinción entre el día primero y el segundo de noviembre, entre Todos los Santos y el día de Difuntos.

Para el común de nuestras gentes eran días de respeto, recuerdo y hasta de temorcillo y miedo a los muertos; algo ancestral y supersticioso en el sentir de quienes estaban acostumbrados a pelear contra las incomodidades y las fuerzas vivas del calor, el frío, el hambre, la enfermedad y la de­sesperanza, venciendo obstáculos naturales y humanos, pero que ante lo del más allá claudicaban, se cohibían, se acobardaban y nombraban con sumo respeto y con el alma en vilo; algo que hoy casi no se comprende, pero que entonces era consustancial con su género de vida, con las largas veladas nocturnas al amor y amparo de la lumbre, con los expansivos cotilleos de las mujeres en el lavadero o en la fuente pública, y con las tertulias nocturnas de los hombres en el café del tío Chicharras y en los demás cafés y bares que vinieron después.

El Día de Todos los Santos y el día de Difuntos eran fiesta de pena para el pueblo, pero eran fiesta de alegría para los animales de pelo y pluma montaraces, ya que ningún cazador se atrevía a salir a cazar, por aquello de que si las almas en pena hablaban por los más alejados o cercanos andurriales en boca de conejos y liebres, perdices y torcazas.

Y eran fechas para comentarios dispares, cuentos sobre aparecidos, sombras, fantasmas, ruidos, gemidos, portazos, luces y penumbras, livideces, resoplidos, ansias, gritos y susurros, peticiones de misas y sufragios, recomendaciones y recordanzas; hechos y dichos que se aumentaban, que corrían de boca en boca, que se distorsionaban a medida de quien los iba propalando, o asegurando... o atestiguando.

Y llegó la noche de Todos los Santos aquel año, en aquel pueblo, y, después de cenar, como siempre se acostumbraba por buena parte de mozos y casados, el café empezó a poblarse, y las partidas de truque, tute y dominó, así como alguna que otra tertulia dicharachera, comenzaron a funcionar y a ambientarse; pero como era tal fecha, las conversaciones surgieron con el tema de siempre, el lógico y natural de aquellos días. Y ello no era nada de extrañar porque todos los años sucedía igual...

Pero aquel año y aquella noche estaba en el café nuestro personaje, Felipe Mudí, y precisamente compartiendo mesa y tertulia con el Gato,el Bola, Cañamón, el Puma, Gerardete y algún otro que no recordaba quien me lo contó.

¿Qué le había ocurrido aquella noche a Felipe Mudí para acudir al café aguantando miedos y temorcillos? No se sabe si fue a causa de que la Rosita no se mostró muy propicia a la frecuente coyunda, o fue debido a la discusión con su madre porque no había allegado desde hacía una semana ni la más leve peseteja para ayudar el condumio, o porque sus amigos le habían prometido convidarle a café y copa. El caso es que estaba allí, atento, escuchando, con las orejas abiertas y el rostro entro suspenso y medroso.

Tras un par de horas de tertulia, unas copejas de anís, y los naturales comentarios sobre el delicado tema del día, cada cual se marchó a su casa por caminos distintos, pues coincidió que los contertulios de aquella noche tuvieran su domicilio en calles y barrios diversos y alejados.

Pero alguien, no se sabe ni se supo nunca quién, oyó la conversación por encima y, como el que no quiere la cosa, salió del café con anterioridad a la despedida tertuliana.

Nuestro personaje, Felipe Mudí, tomó el portante de los Caliches, que por entonces carecía de alumbrado y algunas veces atemorizaba cuando el cielo estaba más oscuro que boca de lobo, y que aquella noche atemorizaba mucho más, aunque lucía un techo estrellado y el claror de la luna.

Felipe, siempre cauto, medroso y precavido, llevaba ya la llave de su casa en la mano; y, al aproximarse a la puerta llave en ristre, de la esquina inmediata distante unos cuatro pasos salió una figura como ensabanada profiriendo un desgarrador aullido, al tiempo que avanzaba al encuentro de Felipe.

Cuando vio aquello, Felipe tembló con una sacudida tremenda y, como un guiñapo, cayó al suelo, golpeando la puerta en su rotundo desplome.

Cuando la tía Muda y la Rosita oyeron desde la casa aquel desgarrador grito, abrieron corriendo la puerta y encontraron a Felipe casi medio muerto de miedo, de frío y de angustia; y entrándolo como pudieron en la casa lo endieron en la cama, de la que ya no logró levantarse nunca.

Duró exactamente tres meses. A finales de enero murió Felipe Mudi entre los desgarradores ayes de la tía Muda y de su compañera la Rosita.

Dos versiones corrieron por el pueblo. La primera, la más probable, es que murió del tremendo susto de la noche de Todos los Santos; la segunda, también verosímil, es que murió consumido por los excesos eróticos con que hubo de contentar a la Rosita, agravados por la escasa y mala alimentación y por la casi miseria en que vivían. Es casi probable que Mudíhubiera muerto igual de no producirse la fantasmal aparición del anónimo ensabanado. Pero también es probable que aquello adelantó el óbito, que la irreducible tuberculosis había ya pronosticado.

Pero de todas formas, aquella “hazaña” que jamás descubrió su autoría, vino a poner punto final al miedo pavoroso de Felipe a todo lo que sonara a fantasmas y aparecidos.

Hoy se han cambiado las tornas. Hoy no se tiene miedo a los muertos, y con razón. Los muertos viven tranquilamente en el reino y la paz de Dios. Los muertos no hacen daño ni pueden hacerlo. Por el contrario, sí se puede tener miedo a los vivos. A los que buscan el vicio, la camorra, la vagancia; a los sinvergüenzas y agiotistas, a los que egoístamente lo quieren todo para sí y no desdeñan ningún medio, por funesto que sea, para conseguir sus fines. A estos, demasiado vivos, sí que se les debe y puede temer.

Si Felipe Mudí murió de un susto y de miedo, no se debió a ningún muerto, sino a alguien que no se llegó a saber si fue de broma o de veras, anduvo y se precipitó con demasiada viveza y sinvergonzonería.