29- DE
CUANDO EL BAILE ERA EL BEILE...
Primero era el baile
suelto: jotas, fandangos, coplas, seguidillas, y pasodobles. Y se
hacía en cualquier plaza o calle cuando el tiempo era bueno y
apetecía el aire libre: y en cualquier patio, corraliza o zaguán,
cuando asomaba las narices el cierzo y los fríos arrinconaban a las
gentes en lugares relativamente abrigados; de cualquier modo el
baile había que celebrarlo los domingos y fiestas de guardar.
La danza se sucedía
por parejas y por cuadrillas de gente joven, al son de instrumentos
aficionados: bandurrias, vihuelas, guitarras, panderetas, zambombas,
chirimías, flautas y dulzainas; después vino el baile agarrao
y el instrumento propio para aquellas sesiones, el acordeón, -la
cordión, como se dice por aquí- con pasacalles, valses,
mazurcas, polcas, chotis, foxtrotes, charlestones, javas, rumbas,
habaneras y tangos.
Siempre, en los
pueblos y aldeas, el baile (la gente decía el beile)
dominguero o festero era casi la única diversión de las gentes
jóvenes y hasta mayores, siendo casi imprescindible, cuando se
celebraba sesión nocturna, la presencia de las madres acompañando a
sus hijas, por lo que aquello se convertía, además de baile
propiamente dicho, en lugar de comadreo, alcahuetería, quitapellejos
y aspavientos por lo que veían “sin querer”; y naturalmente lugar de
petición de relaciones formales o no tanto formales, de flirteos
incontrolados, de citaciones para otro día y en otro lugar, amén de
ser sauna de sudores sin desodorante, audición de gemidos y
ronquidos, sufrimiento de pisotones, empujones y repizcos, y
algún que otro sobo entre suspiros y jadeos.
Y todo aquello, antes
de la llegada a estos pueblos de la luz eléctrica, a
la luz del candil, del farol, del carburador y del quinqué, que
ponían sus contrapuntos de brillos, sombras y celajes, proyectados
en los fardajes de trajes y majos de vestidos femeninos y de
blusas masculinas, que solían estrenarse el día de la fiesta mayor y
servían, por lo menos, para un año en caso de las muchachas, y para
dos o más años en el caso de los mozos.
Pero las gentes se
divertían y lo pasaban bien; sin más alborotos y preocupaciones que
los que de vez en vez sucedían entre mozos rivales por las
complacencias o el amor de alguna muchacha. Por lo demás, el baile
dominguero era la comidilla de toda la semana y la espera del
siguiente, con la misma o mayor ilusión.
Habrá que hacer una
referencia obligada a lo que supuso el famoso instrumento de fuelle
y viento llamado acordeón en los bailes pueblerinos y aldeanos. Casi
siempre de fabricación italiana y quizás como un perfeccionamiento
del tanguero bandoneón argentino, el acordeón fue el alma y el
cuerpo musical para amenizar bailes y saraos en el periodo
comprendido entre las dos guerras, incluidas ambas y nuestra
contienda civil; es decir, desde antes de los años veinte hasta los
cincuenta de nuestro siglo, no hubo fiesta de este tipo donde no se
hallara el acordeón. Y cuando sus intérpretes más famosos llegaban a
los pueblos y a las aldeas para amenizar los bailes de sus fiestas
mayores, eran acontecimientos de importancia para jóvenes y mayores.
Hay que recordar la fama de Alfaro, Lagarto, Nicolasillo, Emiliano,
etc. todos ellos de la parte de Cuenca, pero sin olvidarnos de
nuestro Emilio el Sergio, paisano y venturreño de pro, de
quien se decía que tenía la mejor mano izquierda acordeonista de
España. A todos ellos nuestro recuerdo y nuestra admiración, pues
supieron armonizar y amenizar en años difíciles los festejos
populares de un gran periodo y de muchos pueblos.
Muchas anécdotas nos
sugiere el recuerdo de aquellos bailes o beiles. Por ejemplo,
la del tío Tuerto y su mujer la tía Cana... Siempre
hubo animales bípedos que, dándoselas de graciosos arremetían como
jaques presuntuosos contra los sufridos músicos que amenizaban, por
cuatro perras, los bailes populares. Y hubo uno, el Chato del tío
Melitón, que haciéndose e chuleta, se tiró un par de cuescos al
entrar al saloncillo del baile, diciendo:
-Esto pa las
putas y los tuertos- a voz en grito, refiriéndose a los dos
actuantes, provocando la risión de los circunstantes.
-¡Pa
ti y pa mí,
Cana!- dijo por lo bajo el pobre tuerto a su mujei defendiendo
el pan y los dos reales que se sacaban por sesión, aun teniendo
que aguantar la broma y el insulto. Pero lo que soportó el
matrimonio no lo aguanté su hijo, el Juanico, quien con un
bardascazo, dejó malparado al Chato, quien huyó hacia su
cubil curado de fachenda y de mala educación para siempre.
Los años gloriosos de
Emilio el Sergio fueron una delicia bailable-musical para el
pueblo y sus aldeas. !Y cuántas veces cargaban los mozos a sus
espaldas la famosa cordión del Sergio para ir andando
a las Casas del Rey, a las Casas de Moya, a Pedriches y a Los Marcos
para organizarles un baile a las pocas muchachas que había en
aquellas aldeas, voceando el acontecimiento, casi siempre por la
noche! ¡ Y cuántas veces en cualquier saloncillo con suficiente
largaria y ancharia se instalaba Emilio sobre una mesa atacando los
compases de un pasodoble llamando al mocerío a la sesión bailable,
alumbrada por un par de carburos a lo más!
Fue a comienzos de la
década de los años treinta. Cierta noche de últimos de octubre,
cuando ya se había recogido las cuatro ganchas de uva y casi
terminada la faena de la rosa del azafrán, una cuadrilla de
muchachos, zagaluchones sin llegar a la veintena, comprometieron con
los mozos y mozas de una aldea la celebración de un baile. Ya había
que madrugar menos, y por ello, el baile prometía durar algunas
horas. Entre todos, por turno, cargaron con el acordeón de Emilio el
Sergio, y andando, andando, el músico entre ellos, charlando
como buenos amigos, llegaron a la aldea donde ya esperaba la
población juvenil, organizándose rápidamente la sesión.
Por ser los
protagonistas de nuestro cuento, diremos que en la cuadrilla iban
dos mozos, Miguel el Lobo y Julio el Gemelo,
principales organizadores del acto, ya que estaban medio chiflados
por dos muchachas aldeanas, la Paca y la Pepa, y a las que confiaban
convencer, pues aquella noche se habían propuesto pedirles
relaciones.
Diremos que Miguel el
Lobo y Julio el Gemelo eran dos muchachos que tenían,
a partes iguales, lo mismo de animal que de persona, y también más
bondad natural que picardía; sin duda alguna querían aprovechar sus
primeras relaciones amorosas para sentar la cabeza en su sitio y
civilizarse lo que pudieran.
El baile transcurrió
con alegría y satisfacción para todos. El Sergio se ganó unas
pesetas; las gentes aldeanas quedaron contentas y agradecidas; los
mozos del pueblo disfrutaron de lo lindo, y nuestros dos amigos
lograron lo que ansiaban tanto: que la Paca y la Pepa les dieran el
sí, aunque bastante condicionado. La Paca con el Lobo, y la
Pepa con el Gemelo: no habría mucho inconveniente si ambos
mozos aprendían a bailar bien, pues aunque las muchachas estaban
también algo turulatas por la prestancia y gallardía de ambos
jóvenes, el caso es que apenas sabían bailar, y aquello había que
solucionarlo si no querían ser el hazmerreír de sus amigos y amigas.
Total, que ambos aceptaron y ambas también. Ya se verían el próximo
domingo y se demostraría el querer de ambas parejas, los unos con su
prometido aprendizaje, las otras otorgando definitivamente su
complacencia con un sí rotundo.
La cuadrilla volvió
ya casi de madrugada a sus casas en el pueblo.., pero Miguel y Julio
se rezagaron aposta hablando y comentando sobre sus cosas y sobre
sus últimas alegrías. Ambos manifestaban la extraña coincidencia de
las condiciones que sus nuevas novietas habían impuesto, y sería
porque se habrían puesto de acuerdo. No había duda. Así que, a
bailar tocan; ambos tendrían que apelar a sus hermanas o a sus
primas para que les enseñaran los principales pasos de baile, y así
quedar bien y todos contentos.
Y hablando, hablando,
llegaron a la altura de las higueras de Antón. Y pensaron a una, y
así lo dijeron, que tenían hambre, y que no les vendrían mal algunos
higos de aquellas higueras. Así, pues, se adentraron en el campo y
se dispusieron a buscar entre el follaje higueril los frutos
tardíos. Y como Miguel era más ágil, se encaramó en las alturas de
la mayor de las higueras, mientras que Julio buscaba y rebuscaba por
las ramas bajeras. Pero la época era demasiado tardía. Y los higos
que encontraban ya estaban endurecidos por los primeros fríos.
Ante el resultado
infructuoso de aquella cosecha, Julio el Gemelo optó,
filosóficamente, por dejarlo estar, y, recordando su promesa y los
bailes de la noche, se puso alegremente a remedar o imitar algunos
bailables, danzando de acá para allá, girando y girando como si
tuviese en sus brazos a la Pepa, queriendo aprender en solitario
practicándolo al sonsonete de su vozarrón. Aquello fue como una
sesión bajo el claror de la luna, ensombrecida la noche por algún
nubarrón que velaba la plata del astro, entre rumores de
vientecillos resbalando por las hojas de los árboles, como un fauno
solitario divagando en busca de hadas, gnomos y desconsoladas
doncellas; aquello parecía un palenque de gasones y glebas
sosteniendo la poderosa zancada de un sátiro procaz.
Miguel el Lobo,
atónito, encima de la higuera, no quería dar crédito a lo que
sus ojos veían y, medio en broma, por si de una broma se tratase, o
medio en serio, por si aquello era una especie de locura o trastorno
mental de su amigo, hizo lo que nunca debió hacer. Cogiendo uno de
los higos, el más endurecido, lo tiró sobre el danzante con tal
tino, que fue a darle en la cara, paralizando con ello la frenética
danza del bailarín. Aquel rotundo higazo actuó de despertador y de
revulsivo, lo primero para cortar las ilusas alas del soñador, lo
segundo para airear la agresividad latente del mozo, quien, ni corto
ni perezoso, se abalanzó sobre la higuera y agarrando con sus
hercúleos brazos los bajos cimales y zarandeándolos como poseído de
un furor extremado, hizo dar en el suelo a Miguel, al que agarrando
de un brazo le hizo dar cinco vueltas seguidas casi en el aire.
Aquello se convirtió en palenque de guerra y campo de batalla para
nuestros dos mozarrones, quienes se propinaron la somanta más famosa
que hubo en aquel pueblo; pero que terminó como hubo empezado.
Cuando ya cansados y maltrechos se dieron ambos cuenta de la
tontería que habían cometido, como impelidos por la misma fuerza se
abrazaron, y riéndose de lo sucedido marcharon al pueblo,
acostándose como sí allí no hubiera pasado nada.
Y aunque bastante
brutos, como no eran muy tontos, aprendieron a bailar; y la Paca y
la Pepa llegaron a decir que no lo hacían mal. Como tampoco hacían
mal sus requilorios amorosos lograron entablar sus noviazgos.
Noviazgos que darían que hablar un par de años después, cuando los
mozos tuvieron que irse a la mili y durante la que ocurrieron
algunas cosas que habremos de relatar.
Miguel fue destinado
al ejército de Africa, en Melilla. Y Julio fue enviado a Gerona. Era
cuestión de tener paciencia, y en un año y medio terminaría la
ausencia.
Pero la espera
desespera hasta al más pintado; y había que consumirla escribiéndose
las correspondientes cartas, a poder ser semanalmente, o a lo más
cada quince días. Pero ahí radicaba el quid de la cuestión. Mientras
que Miguel sabía escribir, el pobre Julio apenas sabía hacer la o
con un canuto; y en las féminas sucedía al revés: la Paca tenía
alergia a la escritura -es decir, apenas había pasado en la escuela
de hacer palotes-, y sin embargo, la Pepa sabía escribir y hasta
sabía decir algunas cosas muy bonitas con la pluma.
¿Y como se
resolvieron estas cuestiones en ambas parejas? Muy sencillamente:
Julio se echó un buen amigo catalán que le escribía las cartas y le
leía las que recibía de la Pepa. Mientras tanto, la Paca tuvo que
apelar a su amiga, quien escribía las cartas a Miguel según le
dictaba o quería decir su inseparable amiga y vecina. Total; que la
Pepa tenía que escribir a su propio novio y al de su amiga. Era una
situación bastante preocupante para la Pepa, porque llegó un momento
en que lo que tenía que decir a uno lo decía al otro, y viceversa. Y
menos mal que los soldaos lo sabían, y a vuelta de correo se
ponían las cosas en claro, o se intentaban aclarar...
Pero llegó ya lo que
tenía que suceder. Un buen o mal día Miguel recibió una carta que
decía así:
“Querido Miguel:
Aunque la Paca te quiera, yo te quiero mucho más. Porque cuando en
las cartas te dice “querido Miguel”, eso lo pongo yo y lo siento en
mi corazón. Y cuando, al despedirse te envía un beso, no es ella
quien te lo envía con toda el alma, sino yo; pues te habrás dado
cuenta que hasta te lo dibujo. Y cuando recibe carta tuya, se la
tengo que leer yo, y me parece que en ocasiones te diriges más a mí
que a ella, con lo que me atraganta la emoción al sentir como
propio, muy mío, todo lo que le dices a ella.
También te tengo que
decir que, a veces, cuando escribo a Julio me siento triste, porque
aunque quiera decirme muchas cosas, el catalán que le escribe las
cartas, de vez en cuando me dice noia y ascolta, y que si fue
que si vino, pero con menos sal y menos alegría que una patata. Así
que, ya lo sabes; yo ya no puedo aguantar más. Y a la Paca no le
quiero decir nada, porque entonces se acaban las amistades para
siempre. Aunque a mí me es igual si tú me quieres como yo te quiero.
Lo de Julio es más fácil, porque con escribirle una carta diciéndole
que mis padres no ven bien el noviazgo, en paz; aunque después se
enterara de lo nuestro.
Contéstame pronto,
por favor. Y dime lo que piensas de todo esto. Mientras espero tu
carta, recibe mil besos, pero míos, míos, de esta que te quiere más
que la Paca, y que lo es, Pepa Pardo”.
Diez días después, la
Pepa recibió: esta carta desde Melilla.
“Querida Pepa: Me
entero de todo lo que dices, y tengo una gran alegría por todo mi
cuerpo. Ahora sí que escribo a gusto, pues sé que eres tú y no la
Paca quien recibe mis palabras de amor. Es a ti a quien quiero, y
esto lo hemos descubierto tanto tú como yo al cabo de casi un año de
escribirnos; porque me pasaba igual que a ti. Cuando leía lo de
“querido”, “besos”, “abrazos” ... y otras cosas, al principio
pensaba en la Paca, pero pronto me di cuenta de quién me lo decía
cuando ponías el alma y el corazón en tus letras, y en vez de pensar
en ella, he llegado a la situación de solamente hacerlo en ti, en tu
gracia y tu salero, en tu cuerpo, en tu cara y en tu todo. Así que
habrá que desarreglar unas cosas para arreglar otras. Y como lo que
nos importa a nosotros es lo nuestro, ya puedes ir escribiéndole al
Julio con la despedida; y de ahora en adelante yo ya no le escribo a
la Paca. Y sea lo que Dios quiera. Mil besos y abrazos de quien te
quiere mucho y no te olvida ni un momento. Miguel Gómez.”
Postdata: Tu verás
cómo te inventas algo para que la Paca no se enfade mucho”.
Tres años
transcurrieron. Y se casaron Miguel el Lobo y la Pepa. La
Paca y Julio el Gemelo no olvidaron jamás la traición de sus
respectivos novios. Pero como el tiempo todo lo cura, la Paca no se
quiso quedar al son de las buenas noches, ni a la luna de Valencia,
ni soltera y sola en la vida por una mala partida. Y aunque corta en
los saberes de letras, era larga en fortaleza; así que, después
atizarle a la Pepa una tunda que dejó memoria, se entrevistó con
Julio, y muy tranquilamente, porque también se habían comprendido y
se querían, anunciaron su próxima boda. Al cabo de bastantes años se
vino a demostrar que fueron más felices los infelices que los
sabihondos. Y aquello quedó como una anécdota en la que “una moza le
quitó el novio a su amiga, por correo
.