3- ¿QUIEN ME DA UNA CESTA VIEJA PARA SAN JULIÁN?

San Julián, segundo Obispo de Cuenca, era patrono de la diócesis, y su fiesta se celebraba el día 28 de enero. De su vida se cuenta que, en compañía de su criado y amigo Lesmes, se dedicaba al oficio de cestero de aquí su popular nombre de San Julián el Cestero- confeccionando cestas, canastas, esportillas y demás enseres a base de mimbre, esparto y caña, con lo que subvenía a sus necesidades más humildes y sencillas, sin gravar los diezmos, primicias y otras gabelas de la Iglesia Diocesana. Vivió y murió pobremente, y su fama de santidad fue reconocida llevándole a los altares.

Era tradición en toda la diócesis conquense hacer una hoguera la víspera del día del Santo con todas las canastas y cestas viejas e inservibles, renovándose aquel día el ajuar doméstico de tales utensilios.

No se sabe de dónde ni por que llegó al pueblo Julia la Pandereta. Unos dicen que procedía de un pueblo manchego en donde tuvo algún desliz, y que, desengañada de la perra vida que le daba el hombre al que se entregó, emigró de sus orígenes y, en compañía de una pequeña troupe de gitanos y zíngaros capitaneada por el Abuelo Molina, borrachín empedernido y filósofo procaz, llegó a este pueblo vendiendo cestas de mimbre y cañizo al par que organizaban los tfteres que, de vez en cuando, solían montarse y celebrarse en la plaza pública.

El caso fue que, cuando se marchó la troupe con la música a otra parte, Julia la Pandereta se quedó en el pueblo, viviendo en una especie de chamizo en las afueras y dedicándose al oficio de la cestería. Ni los componentes dela pequeña compañía de titiriteros la reclamaron, ni el pueblo puso in— conveniente alguno a su afincamiento. Y, como era alegre y desenvuelta, cantaba y bailaba divinamente y no se metía con nadie ni soliviantaba con devaneos a la moza grey masculina, aquí se quedó y aquí vivió hasta su muerte.

Puede comprenderse, sin embargo, que no fue muy fácil su vegetar por estas tierras. Su género era barato y había mucha competencia. No obstante, como lo hacía muy aceptablemente y además compartía sus faenas con otras de limpieza, recadería y otros menesteres que las amas de casa más pudientes le encargaban y le pagaban generalmente en especie: grasa de cerdo, patatas, pan, y alguna que otra perra gorda o chica, fue adquiriendo fama de buena vecina y, por lo general, vendía sus cestas confeccionadas durante todo el año, los días de la víspera y festividad de San Julián, de quien era ferviente devota.

Pero no era todo el vender sus cestas que pregonaba con una timbrada y graciosa voz. Aquellos días se rodeaba de la menuda chiquillería del pueblo y pedía gentil y alegremente, de casa en casa, los trastos y utensilios viejos para hacerle la hoguera al Santo. Había que quemar lo viejo y estrenar lo nuevo. A ello se entregaba con tesón aquella mocetona, de muy buen ver, haciéndolo con un peculiar gracejo con el que conseguía su loable propósito, rememorando así las santas virtudes de San Julián, al par que daba salida a su mercancía y oficio ganando algunas perras para ir tirando.

Pero no todo fueron alegrías y satisfacciones en la vida y en las costumbres de la buena moza; hubo ocasiones en que su honradez y laboriosidad se vieron comprometidas y amenazadas por gentes desapren­sivas que, desgraciadamente, suelen campar por sus respetos en muchos pueblos y aldeas.

Cierto año en que los hielos de enero habían puesto la tierra como adoquines, al grito de:¿Quién me da una cesta vieja para San Julián?, la Pandereta recorría las calles del pueblo en compañía de quince o veinte chiquillos. De casi todas las casas lograba obtener algún viejo trasto que se cargaban a la espalda los muchachos y que, de vez en cuando, iban transportando al comunal montón apilado frente a la casucha donde vivía la moza, para pegarle fuego al anochecer.

Pero no contaba la moza con la pesada broma que ne un conciliábulo de castrones avejentados se  estaba tramando en aquellos momentos; media docena de hombres se reunía en casa de Chafanidos, recalcitrante gandul y sinvergüenza, para llevar a cabo una felonía, consistente en asaltar la humilde casa de la Pandereta, para, en el momento en que la hoguera cestera estuviese en su apogeo, echar al fuego toda la mercancía confeccionada por la mujer durante largos meses, haciendo pira común con lo viejo y con lo nuevo; toda una hazaña convenida y acordada entre risas y chacotas, que había de tener consecuencias insospechadas.

Las gentes del pueblo, casi todas recogidas al amor de la lumbre del hogar, oyeron al principio, complacidas, el repique de las campanas pensando en que la hoguera de San Julián había sido prendida fuego lanzando sus llamaradas y chisporroteos hacia los cielos en homenaje y recuerdo de su patronazgo, pero advirtieron enseguida que el repiqueteo se hacía cada vez más intenso y prolongado, como llamando a socorro o a rebato, según era costumbre llamar en trances angustiosos para la comunidad. Algo insólito e inusual estaba sucediendo. Como efectivamente sucedió.

Pronto se corrió la noticia de que el corral y el pajar del tío Perpetuo estaban ardiendo, y pronto se puso de manifiesto la solidaridad y el espíritu de ayuda que reinaba tradicionalmente en el pueblo. Todo el vecindario, en cadena, transportando pozales y cántaros de agua que algunos fornidos hombres sacaban de pozos y aljibes, acudió a remediar el trance. Y allí se demostró de lo que es capaz un pueblo unido: tras muchos trabajos, algunas contusiones, y el chamusqueo de los más bravos, se consiguió contener las llamas y apagar el incendio; pero antes hubo que sacar de la cuadra la mula del tío Perpetuo, los aperos de labranza, las gallinas y un cerdo que estaba en vísperas de sacrificio. Además, hubo de evacuarse una familia de pastores que malamente habitaban la casucha aledaña. Pero, por fin, el fuego cedió, se pasó el susto y los perjuicios ocasionados no fueron muchos: la paja almacenada y algunos aperos viejos.

Acabado con éxito el trabajo de extinción, hubo comentarios para todos los gustos: ¿Cómo y por qué había sucedido aquello? ¿Qué había ocurrido?... El más soliviantado, como es lógico y natural, era el pobre tío Perpetuo y su familia, quienes a toda costa querían indagar y saber si aquello había sido casual o intencionado.

Pronto se conoció la verdad de los hechos. Todo fue fruto de la pesada broma con que los mocitrancos viejos habían obsequiado a Julia la Pandereta, y particularmente del indecente Chafanidos, principal promotor y actor del desaguisado.

Ocurrió simplemente que, cuando la Pandereta advirtió que sus cestas y enseres nuevos habían sido arrojados al fuego de la tradicional hoguera de San Julián, montando en cólera justa, arremetió con un tizón encendido contra uno de los desalmados mozos, al que persiguió hasta el cercano pajar del tío Perpetuo, donde hubo de refugiarse el mozo temiendo las iras de la Pandereta, quien no pensó más que en castigarlo, arrojándole, en su enojo y furor, el tizón encendido, el cuál prendió fuego inmediatamente en la paja almacenada. Lo demás queda ya relatado.

Ante el tío Perpetuo y su familia y ante todo el pueblo, la buena mujer quedó libre de culpa. Y los atrevidos y malhechores autores del cobarde hecho pagaron con algunas semanas de cárcel, además de abonar al tío Perpetuo los daños y perjuicios ocasionados; en igual forma tuvieron que indemnizar a Julia la Pandereta pagándole todos los daños y desperfectos en sus muebles y en la mercancía cestera afectada por la hoguera.

Aunque como suceso anecdótico quedó por muchos años en el recuerdo del vecindario, aquello no pasó a más, y la fama de la Pandereta jamás sufrió en lo sucesivo el mínimo desdoro, quedando como ejemplo de mujer virtuosa dentro de la gran humildad y pobreza en que vivió largos años entre nuestro vecindario. Siempre se contó que la Pandereta pidió ayuda a San Julián en aquel apurado trance, y se asegura que, ya más sosegada, perdonó a los desaprensivos mozos de todo corazón.

San Julián, segundo Obispo de Cuenca, era patrono de la diócesis, y su fiesta se celebraba el día 28 de enero. De su vida se cuenta que, en compañía de su criado y amigo Lesmes, se dedicaba al oficio de cestero -de aquí su popular nombre de San Julián el Cestero- confeccionando cestas, canastas, esportillas y demás enseres a base de mimbre, esparto y caña, con lo que subvenía a sus necesidades más humildes y sencillas, sin gravar los diezmos, primicias y otras gabelas de la Iglesia Diocesana. Vivió y murió pobremente, y su fama de santidad fue reconocida llevándole a los altares.

Era tradición en toda la diócesis conquense hacer una hoguera la víspera del día del Santo con todas las canastas y cestas viejas e inservibles, renovándose aquel día el ajuar doméstico de tales utensilios.

No se sabe de dónde ni por que llegó al pueblo Julia la Pandereta. Unos dicen que procedía de un pueblo manchego en donde tuvo algún desliz, y que, desengañada de la perra vida que le daba el hombre al que se entregó, emigró de sus orígenes y, en compañía de una pequeña troupe de gitanos y zíngaros capitaneada por el Abuelo Molina, borrachín empedernido y filósofo procaz, llegó a este pueblo vendiendo cestas de mimbre y cañizo al par que organizaban los tfteres que, de vez en cuando, solían montarse y celebrarse en la plaza pública.

El caso fue que, cuando se marchó la troupe con la música a otra parte, Julia la Pandereta se quedó en el pueblo, viviendo en una especie de chamizo en las afueras y dedicándose al oficio de la cestería. Ni los componentes dela pequeña compañía de titiriteros la reclamaron, ni el pueblo puso in— conveniente alguno a su afincamiento. Y, como era alegre y desenvuelta, cantaba y bailaba divinamente y no se metía con nadie ni soliviantaba con devaneos a la moza grey masculina, aquí se quedó y aquí vivió hasta su muerte.

Puede comprenderse, sin embargo, que no fue muy fácil su vegetar por estas tierras. Su género era barato y había mucha competencia. No obstante, como lo hacía muy aceptablemente y además compartía sus faenas con otras de limpieza, recadería y otros menesteres que las amas de casa más pudientes le encargaban y le pagaban generalmente en especie: grasa de cerdo, patatas, pan, y alguna que otra perra gorda o chica, fue adquiriendo fama de buena vecina y, por lo general, vendía sus cestas confeccionadas durante todo el año, los días de la víspera y festividad de San Julián, de quien era ferviente devota.

Pero no era todo el vender sus cestas que pregonaba con una timbrada y graciosa voz. Aquellos días se rodeaba de la menuda chiquillería del pueblo y pedía gentil y alegremente, de casa en casa, los trastos y utensilios viejos para hacerle la hoguera al Santo. Había que quemar lo viejo y estrenar lo nuevo. A ello se entregaba con tesón aquella mocetona, de muy buen ver, haciéndolo con un peculiar gracejo con el que conseguía su loable propósito, rememorando así las santas virtudes de San Julián, al par que daba salida a su mercancía y oficio ganando algunas perras para ir tirando.

Pero no todo fueron alegrías y satisfacciones en la vida y en las costumbres de la buena moza; hubo ocasiones en que su honradez y laboriosidad se vieron comprometidas y amenazadas por gentes desapren­sivas que, desgraciadamente, suelen campar por sus respetos en muchos pueblos y aldeas.

Cierto año en que los hielos de enero habían puesto la tierra como adoquines, al grito de:¿Quién me da una cesta vieja para San Julián?, la Pandereta recorría las calles del pueblo en compañía de quince o veinte chiquillos. De casi todas las casas lograba obtener algún viejo trasto que se cargaban a la espalda los muchachos y que, de vez en cuando, iban transportando al comunal montón apilado frente a la casucha donde vivía la moza, para pegarle fuego al anochecer.

Pero no contaba la moza con la pesada broma que ne un conciliábulo de castrones avejentados se  estaba tramando en aquellos momentos; media docena de hombres se reunía en casa de Chafanidos, recalcitrante gandul y sinvergüenza, para llevar a cabo una felonía, consistente en asaltar la humilde casa de la Pandereta, para, en el momento en que la hoguera cestera estuviese en su apogeo, echar al fuego toda la mercancía confeccionada por la mujer durante largos meses, haciendo pira común con lo viejo y con lo nuevo; toda una hazaña convenida y acordada entre risas y chacotas, que había de tener consecuencias insospechadas.

Las gentes del pueblo, casi todas recogidas al amor de la lumbre del hogar, oyeron al principio, complacidas, el repique de las campanas pensando en que la hoguera de San Julián había sido prendida fuego lanzando sus llamaradas y chisporroteos hacia los cielos en homenaje y recuerdo de su patronazgo, pero advirtieron enseguida que el repiqueteo se hacía cada vez más intenso y prolongado, como llamando a socorro o a rebato, según era costumbre llamar en trances angustiosos para la comunidad. Algo insólito e inusual estaba sucediendo. Como efectivamente sucedió.

Pronto se corrió la noticia de que el corral y el pajar del tío Perpetuo estaban ardiendo, y pronto se puso de manifiesto la solidaridad y el espíritu de ayuda que reinaba tradicionalmente en el pueblo. Todo el vecindario, en cadena, transportando pozales y cántaros de agua que algunos fornidos hombres sacaban de pozos y aljibes, acudió a remediar el trance. Y allí se demostró de lo que es capaz un pueblo unido: tras muchos trabajos, algunas contusiones, y el chamusqueo de los más bravos, se consiguió contener las llamas y apagar el incendio; pero antes hubo que sacar de la cuadra la mula del tío Perpetuo, los aperos de labranza, las gallinas y un cerdo que estaba en vísperas de sacrificio. Además, hubo de evacuarse una familia de pastores que malamente habitaban la casucha aledaña. Pero, por fin, el fuego cedió, se pasó el susto y los perjuicios ocasionados no fueron muchos: la paja almacenada y algunos aperos viejos.

Acabado con éxito el trabajo de extinción, hubo comentarios para todos los gustos: ¿Cómo y por qué había sucedido aquello? ¿Qué había ocurrido?... El más soliviantado, como es lógico y natural, era el pobre tío Perpetuo y su familia, quienes a toda costa querían indagar y saber si aquello había sido casual o intencionado.

Pronto se conoció la verdad de los hechos. Todo fue fruto de la pesada broma con que los mocitrancos viejos habían obsequiado a Julia la Pandereta, y particularmente del indecente Chafanidos, principal promotor y actor del desaguisado.

Ocurrió simplemente que, cuando la Pandereta advirtió que sus cestas y enseres nuevos habían sido arrojados al fuego de la tradicional hoguera de San Julián, montando en cólera justa, arremetió con un tizón encendido contra uno de los desalmados mozos, al que persiguió hasta el cercano pajar del tío Perpetuo, donde hubo de refugiarse el mozo temiendo las iras de la Pandereta, quien no pensó más que en castigarlo, arrojándole, en su enojo y furor, el tizón encendido, el cuál prendió fuego inmediatamente en la paja almacenada. Lo demás queda ya relatado.

Ante el tío Perpetuo y su familia y ante todo el pueblo, la buena mujer quedó libre de culpa. Y los atrevidos y malhechores autores del cobarde hecho pagaron con algunas semanas de cárcel, además de abonar al tío Perpetuo los daños y perjuicios ocasionados; en igual forma tuvieron que indemnizar a Julia la Pandereta pagándole todos los daños y desperfectos en sus muebles y en la mercancía cestera afectada por la hoguera.

Aunque como suceso anecdótico quedó por muchos años en el recuerdo del vecindario, aquello no pasó a más, y la fama de la Pandereta jamás sufrió en lo sucesivo el mínimo desdoro, quedando como ejemplo de mujer virtuosa dentro de la gran humildad y pobreza en que vivió largos años entre nuestro vecindario. Siempre se contó que la Pandereta pidió ayuda a San Julián en aquel apurado trance, y se asegura que, ya más sosegada, perdonó a los desaprensivos mozos de todo corazón

San Julián, segundo Obispo de Cuenca, era patrono de la diócesis, y su fiesta se celebraba el día 28 de enero. De su vida se cuenta que, en compañía de su criado y amigo Lesmes, se dedicaba al oficio de cestero -de aquí su popular nombre de San Julián el Cestero- confeccionando cestas, canastas, esportillas y demás enseres a base de mimbre, esparto y caña, con lo que subvenía a sus necesidades más humildes y sencillas, sin gravar los diezmos, primicias y otras gabelas de la Iglesia Diocesana. Vivió y murió pobremente, y su fama de santidad fue reconocida llevándole a los altares.

Era tradición en toda la diócesis conquense hacer una hoguera la víspera del día del Santo con todas las canastas y cestas viejas e inservibles, renovándose aquel día el ajuar doméstico de tales utensilios.

No se sabe de dónde ni por que llegó al pueblo Julia la Pandereta. Unos dicen que procedía de un pueblo manchego en donde tuvo algún desliz, y que, desengañada de la perra vida que le daba el hombre al que se entregó, emigró de sus orígenes y, en compañía de una pequeña troupe de gitanos y zíngaros capitaneada por el Abuelo Molina, borrachín empedernido y filósofo procaz, llegó a este pueblo vendiendo cestas de mimbre y cañizo al par que organizaban los títeres que, de vez en cuando, solían montarse y celebrarse en la plaza pública.

El caso fue que, cuando se marchó la troupe con la música a otra parte, Julia la Pandereta se quedó en el pueblo, viviendo en una especie de chamizo en las afueras y dedicándose al oficio de la cestería. Ni los componentes dela pequeña compañía de titiriteros la reclamaron, ni el pueblo puso inconveniente alguno a su afincamiento. Y, como era alegre y desenvuelta, cantaba y bailaba divinamente y no se metía con nadie ni soliviantaba con devaneos a la moza grey masculina, aquí se quedó y aquí vivió hasta su muerte.

Puede comprenderse, sin embargo, que no fue muy fácil su vegetar por estas tierras. Su género era barato y había mucha competencia. No obstante, como lo hacía muy aceptablemente y además compartía sus faenas con otras de limpieza, recadería y otros menesteres que las amas de casa más pudientes le encargaban y le pagaban generalmente en especie: grasa de cerdo, patatas, pan, y alguna que otra perra gorda o chica, fue adquiriendo fama de buena vecina y, por lo general, vendía sus cestas confeccionadas durante todo el año, los días de la víspera y festividad de San Julián, de quien era ferviente devota.

Pero no era todo el vender sus cestas que pregonaba con una timbrada y graciosa voz. Aquellos días se rodeaba de la menuda chiquillería del pueblo y pedía gentil y alegremente, de casa en casa, los trastos y utensilios viejos para hacerle la hoguera al Santo. Había que quemar lo viejo y estrenar lo nuevo. A ello se entregaba con tesón aquella mocetona, de muy buen ver, haciéndolo con un peculiar gracejo con el que conseguía su loable propósito, rememorando así las santas virtudes de San Julián, al par que daba salida a su mercancía y oficio ganando algunas perras para ir tirando.

Pero no todo fueron alegrías y satisfacciones en la vida y en las costumbres de la buena moza; hubo ocasiones en que su honradez y laboriosidad se vieron comprometidas y amenazadas por gentes desapren­sivas que, desgraciadamente, suelen campar por sus respetos en muchos pueblos y aldeas.

Cierto año en que los hielos de enero habían puesto la tierra como adoquines, al grito de:¿Quién me da una cesta vieja para San Julián?, la Pandereta recorría las calles del pueblo en compañía de quince o veinte chiquillos. De casi todas las casas lograba obtener algún viejo trasto que se cargaban a la espalda los muchachos y que, de vez en cuando, iban transportando al comunal montón apilado frente a la casucha donde vivía la moza, para pegarle fuego al anochecer.

Pero no contaba la moza con la pesada broma que ne un conciliábulo de castrones avejentados se  estaba tramando en aquellos momentos; media docena de hombres se reunía en casa de Chafanidos, recalcitrante gandul y sinvergüenza, para llevar a cabo una felonía, consistente en asaltar la humilde casa de la Pandereta, para, en el momento en que la hoguera cestera estuviese en su apogeo, echar al fuego toda la mercancía confeccionada por la mujer durante largos meses, haciendo pira común con lo viejo y con lo nuevo; toda una hazaña convenida y acordada entre risas y chacotas, que había de tener consecuencias insospechadas.

 

Las gentes del pueblo, casi todas recogidas al amor de la lumbre del hogar, oyeron al principio, complacidas, el repique de las campanas pensando en que la hoguera de San Julián había sido prendida fuego lanzando sus llamaradas y chisporroteos hacia los cielos en homenaje y recuerdo de su patronazgo, pero advirtieron enseguida que el repiqueteo se hacía cada vez más intenso y prolongado, como llamando a socorro o a rebato, según era costumbre llamar en trances angustiosos para la comunidad. Algo insólito e inusual estaba sucediendo. Como efectivamente sucedió.

Pronto se corrió la noticia de que el corral y el pajar del tío Perpetuo estaban ardiendo, y pronto se puso de manifiesto la solidaridad y el espíritu de ayuda que reinaba tradicionalmente en el pueblo. Todo el vecindario, en cadena, transportando pozales y cántaros de agua que algunos fornidos hombres sacaban de pozos y aljibes, acudió a remediar el trance. Y allí se demostró de lo que es capaz un pueblo unido: tras muchos trabajos, algunas contusiones, y el chamusqueo de los más bravos, se consiguió contener las llamas y apagar el incendio; pero antes hubo que sacar de la cuadra la mula del tío Perpetuo, los aperos de labranza, las gallinas y un cerdo que estaba en vísperas de sacrificio. Además, hubo de evacuarse una familia de pastores que malamente habitaban la casucha aledaña. Pero, por fin, el fuego cedió, se pasó el susto y los perjuicios ocasionados no fueron muchos: la paja almacenada y algunos aperos viejos.

Acabado con éxito el trabajo de extinción, hubo comentarios para todos los gustos: ¿Cómo y por qué había sucedido aquello? ¿Qué había ocurrido?... El más soliviantado, como es lógico y natural, era el pobre tío Perpetuo y su familia, quienes a toda costa querían indagar y saber si aquello había sido casual o intencionado.

Pronto se conoció la verdad de los hechos. Todo fue fruto de la pesada broma con que los mocitrancos viejos habían obsequiado a Julia la Pandereta, y particularmente del indecente Chafanidos, principal promotor y actor del desaguisado.

Ocurrió simplemente que, cuando la Pandereta advirtió que sus cestas y enseres nuevos habían sido arrojados al fuego de la tradicional hoguera de San Julián, montando en cólera justa, arremetió con un tizón encendido contra uno de los desalmados mozos, al que persiguió hasta el cercano pajar del tío Perpetuo, donde hubo de refugiarse el mozo temiendo las iras de la Pandereta, quien no pensó más que en castigarlo, arrojándole, en su enojo y furor, el tizón encendido, el cuál prendió fuego inmediatamente en la paja almacenada. Lo demás queda ya relatado.

Ante el tío Perpetuo y su familia y ante todo el pueblo, la buena mujer quedó libre de culpa. Y los atrevidos y malhechores autores del cobarde hecho pagaron con algunas semanas de cárcel, además de abonar al tío Perpetuo los daños y perjuicios ocasionados; en igual forma tuvieron que indemnizar a Julia la Pandereta pagándole todos los daños y desperfectos en sus muebles y en la mercancía cestera afectada por la hoguera.

Aunque como suceso anecdótico quedó por muchos años en el recuerdo del vecindario, aquello no pasó a más, y la fama de la Pandereta jamás sufrió en lo sucesivo el mínimo desdoro, quedando como ejemplo de mujer virtuosa dentro de la gran humildad y pobreza en que vivió largos años entre nuestro vecindario. Siempre se contó que la Pandereta pidió ayuda a San Julián en aquel apurado trance, y se asegura que, ya más sosegada, perdonó a los desaprensivos mozos de todo corazón.