30- CUANDO LO DEL FERROCARRIL BAEZA-UTIEL.

Todos los caminos y carreteras de la comarca rivalizaban en ajetreos y trajines. Eran caminos carreteros y de herradura soportando el peso y acarreo de herramientas, piedras, materiales y víveres. Las carriladas hundían su trazo entre polvo y barro, según fuera el tiempo; y las acémilas, machos y mulas romos y yeguatos, burros y jacas percheronas arrastraban pesados carros, carretas, cabrias y chinchorros, porteando de un lado a otro gravas, cementos, vigas y palos, mientras que las recuas formaban en canteras y pedreras, cargando en serones la grava machacada para afianzar caminos o para arreglar desperfectos.

Mientras, filas de hombres, generalmente jóvenes, de madrugada mar­chaban en cuadrillas por las sendas y caminos en dirección a la Derrubiada, la Fuente de Felipe, Peñón Hundido, la Pililla, el Puntal Merino, el Barranco Varejo, las Covatillas, el Rebollo, Cañada Grande, el Mansegar o a Los Marcos, todos ellos lugares donde esperaba el trabajo de pico y pala, de arrastre, de maza y pistolo, de barrena y dinamita, abriendo trincherones, excavando ribazos, haciendo terraplenes, horadando montes con túneles o construyendo puentes sobre los barrancos. Después, tras la tarea diaria y la comida en el tajo, en los atardeceres, el regreso de las tropillas de jornaleros a sus hogares para, tras la cena y el descanso nocturno, reemprender la misma tarea. Se estaba construyendo el ferrocarril de Baeza a Utiel, con paso - una vez atravesado el Cabriel por Los Cárceles y la Derrubiada por su mitad - por las futuras estaciones de Venta del Moro y Los Marcos, desde donde se dirigía directamente a su fin, al enlace con la vía a Valencia, en Utiel.

Eran los años de la Dictadura de Primo de Rivera, hacia 1926 cuando se aprobó e inició la construcción, y que se paralizó hacia el año 1935; quedando sin construir esta estratégica línea ferroviaria, aunque muchas obras (puentes, túneles, aplanamientos, etc.) estaban prácticamente termi­nadas y en espera del tendido de la vía.

Aquello fue como un acicate y revulsivo para los pacíficos moradores de esta comarca. Aquello fue un asomo hacia la modernidad, cuyo progreso se llegó a vislumbrar y no se llegó a probar. Fue algo que trastocó la vida rural. Los jóvenes abandonaron la azada y cogieron el pico o la pata; muchos arados quedaron sin usar; las gentes prefirieron el jornal diario, el tocar perras y el disfrutar de ciertos adelantos y atractivos que trajo consigo este movimiento. Ganaron los jornaleros y braceros que no tenían nada que perder; perdieron los pequeños labradores y hacendados porque el impulso de la plantación de viñedos quedó en suspenso. Las consecuencias vendrían después.

Hubo un movimiento demográfico considerable. Gentes de otros lugares, generalmente andaluces, extremeños y portugueses, vinieron como técnicos o como mano de obra. En la cabecera del municipio se establecieron los mandos  ingenieros, delineantes, capataces, administrativos -, y en ella y en algunas aldeas (Casas de Pradas, Casas de Moya, sobre todo) los trabajadores alternaban con las gentes y los braceros del pueblo, buscando en sus ratos de ocio el esparcimiento y la diversión. El pueblo aumentó su censo poblacional, pero también los censos industrial y comercial, pues las tiendas y comercios de toda clase vendían de todo y a buen precio, y los pequeños talleres artesanos de herrería, carpintería, carretería, zapatería, etc. incrementaban su negocio, mientras se abrían nuevos establecimientos de churrerías, peluquerías, tabernas y casinos, para atender nuevas demandas y nuevos gustos.

Aquello puso en conmoción general a la comarca. Y hubo muchos casos de noviazgo y consiguiente matrimonio entre hombres llegados al pueblo como trabajadores desde lejanas tierras, y que se encandilaron con el mujerío comarcano, con nuestras mozas. Y hubo casos y cosas que merecen contarse; hubo vida y movimiento, hubo muertes accidentales, hubo riñas y hubo de todo. Todo se daba por bueno en espera de que la prosperidad llegara definitivamente a estos lares una vez conseguida la terminación y puesta en marcha de la nueva vía del ferrocarril. !Cuántas alegrías hubo entonces! !Y cuántas penalidades y disgustos hubo entonces,... y después!

Aquel estado de cosas duró más de media docena de años. Hoy todavía pueden verse las obras de infraestructura de la línea y muchas construcciones de la misma, abandonadas, en el olvido más absoluto; pero son mudos testigos de aquello que sucedió por los entonces del primer tercio del siglo XX en la Venta del Moro y en sus aldeas. Primero fue la ilusión y la esperanza. Después, la desilusión y la frustración. Ahora ya ni se acuerdan las gentes de todo aquello: los más jóvenes porque no lo vivieron; los más viejos, porque pasaron entonces, y algo después, muchas cosas que prefieren olvidar.

Para albergar a toda aquella tropa foránea no daban abasto las dos posadas del pueblo. En la posada del tío Sales se alojaban casi en exclusiva los andaluces; en la posada del tío Velonero lo hacía extremeños y portugueses. Los jefecillos, listeros, delineantes, vigilantes y encargados se alojaban en una fondilla que montó aprisa y corriendo Jesús el de la Camioneta. El jefe de todo aquel trayecto de obras, Adolfo, alquiló una buena casa y se trajo a su familia desde las Andalucías. Otros muchos forasteros vivían alquilados en muchas casas del pueblo, que así se sacaban algún beneficio.

En casa de la Venancia se alojó un portugués, Damián (o Damiao, como decía él), Era un muchacho de unos veinte años escasos, fuerte, alegre, abierto y francote, buen trabajador y buen deportista. Y digo lo de deportista porque fue el portero del primer equipo de fútbol que se formó en el pueblo, el “Heliogábalo F.C.” (cosa rara de nombre, que vete a saber a quien se le ocurriría), jugando en un campo que allanaron los mozos casi en las mismas paredes del cementerio, primero, y después en el campo que llamaban del Arenal, al lado del cuartel de la Guardia Civil. Y había que ver a Damián tirándose por los suelos haciendo estiradas y plongeones para detener balones que le chutaban los delanteros contrarios. Y tanta fe y ahínco ponía en su portería que, una vez, para evitar el ya cantado gol, se tiró contra el palo de tal suerte que se abrió la cabeza y estuvo a punto de perderla del todo: menos mal que era duro de mollera y con una salud a prueba de bombas.

Lo cierto es que Damián adquirió en el pueblo fama de buen hombre, de buen mozo y de buen dinamitero, oficio que realizaba en los barrenamientos de trincheras y túneles de la via.

Total, que las guachas se lo rifaban, y él las llevaba de calle con su fachenda gallarda y su verbosidad casi ininteligible de portugués del Alem-

tejo. Y hubo que escoger entre aquellas mozas que se pirraban por él. Así fue que eligió, precisamente a una hija de su patrona la Venancia, que se llamaba Benita: y se la echó de novia por dos razones; la primera, porque ya hacía algún tiempo que era la única que lo entendía en su hablar, en su pensar, y en su tocar adivinándole los gustos y deseos; en segundo lugar, porque Damián se adoleció del estado de madre e hija -viuda y huérfana respectivamente- y se propuso ayudarlas. Así era de bueno Damián.

El jornal del portugués era entonces uno de los mejores de aquellas obras; su especialidad de barrenero y dinamitero le reportaba un dinero que aportaba a la casa, como si ya fuera su propia y única familia, ya que, por lo que se podía apreciar, no se dejó nada en Portugal que le atara a su tierra. Por ello quiso volcar su natural bondad, sus cariños, afectos y ayudas en aquella pareja de mujeres, a las que ya casi consideraba como madre y esposa; tanto es así, que pensaron los tres que lo mejor sería legalizar su situación, y, sin alharacas y sin muchas formalidades, encomendaron al señor cura las amonestaciones, quien al cabo del mes ya los había casado. Aquello fue el “pensat y fet” de los valencianos, el pensado y hecho de nuestro idioma.

Claro está que la cosa no pudo silenciarse, y Damián no tuvo más remedio que invitar a churros y anís a toda su cuadrilla de turno y relevo en las obras. Así que la tía Clotilde, la churrera, se puso las botas una buena mañana, vendiendo más churros que en un mes.

De aquel convite nació la Peña del Veintiuno. Una peña o cuadrilla de amigos, donde cabía todo el mundo que fuera capaz de hacer una animalá o barbaridad a base del número 21. ¿Y por qué se escogió este nombre? Sencillamente, porque Antonio el Molinerete se zampó aquella mañana veintiún churros de más de a palmo y veintiuna copillas de anís; así que, para emular al Molinerete, cualquier mozo podía agregarse a la pandilla; ahora, eso sí: sería despedido y borrado de la panda si no demostraba con testigos a la vista lo del número 21 en cualquier cuestión de su elección.

Así resultó que Julianazo se comió en una sentada veintiún pepinos cuenqueños, y Angelucho se comió veintiún huevos cocidos, con su correspondiente remojo vinatero. Y para no ser menos, hubo quien dijo comprometerse a tragarse veintiuna magdalenas sin necesidad de remojo líquido: cosa que quiso llevar a efecto Ugenio, el Patalán, pero que no pudo ultimar porque, cuando llevaba la quince, se atragantó, y no le entraba la masa por el gaznate, ni le podía salir tampoco, así que viendo el peligro, no hubo más remedio que echarle a boca plena todo el chorro de un barral por la boca ancha, con lo que se dio por cumplida la apuesta. Y ni que decir tiene que Damián, el portugués recién casado, también creyó conveniente sumarse a su cuadrilla preferida, y haciendo igualmente bandera del número 21, dijo que, por favor, le dejaran tres noches consecutivas para realizar -a siete por noche- otros tantos asaltos completos a su Benita, puntuación que, como algo excepcional admitieron todos; pero, ¿quién iba a ser testigo de aquello?... Cuando se enteró la Benita de aquella apuesta, quiso poner el grito en el cielo, pero, enseguida se dio cuenta de que aquello le gustaba, y les dijo a los amigos de Damián que ella certificaría la cuestión. Damián cumplió su cometido, pero lo que no pudo cumplir en debida forma durante aquellos tres días seguidos fue su faena, porque casi se iba cayendo de cansancio y de sueno.

La verdad, todo aquello de la vía fue como una explosión de alegrías, desenfados, bromas, chuscadas, y ansias de avanzar y progresar. Hubo muchas ganas de vivir, y de vivir bien, aunque a veces rayaban las cosas en el absurdo y en la tontería. Se vivía al día, muy alegre y confiadamente, como si aquello no hubiera de acabar nunca...

Pero sí acabó. Y acabó para muchos de mala manera, ya en aquellos años, pues no todo el monte era orégano ni todo aquello fue Jauja. Y para los demás, acabó en el desengaño.

Era una mañana del mes de junio. Muy temprano se había efectuado el relevo de obreros en el túnel 25, el túnel más cercano al pueblo, que ya había sido horadado y que en aquellos momentos se estaba encofrando. Pero aún había un peñón que resistía y se tenía que dinamitar. Era preciso para terminar la limpieza del túnel en toda su longitud.

Damián, Antonio, Angel, Julián y Eugenio habían entrado en el turno relevando al anterior. Habían llegado aquel amanecer riendo, cantando y bromeando, como siempre, al tajo donde el trabajo les esperaba. Y había habido muchos chistes, y hasta casi habían trazado otras apuestas y bar­baridades de las que tanto se ufanaban. Por eso estaban contentos y em­pezaron su tarea con ganas.

Hay que decir que, hasta entonces, las obras del ferrocarril no habían costado -al menos en aquel tramo y en aquel pueblo- accidentes mortales; algún que otro accidente, cosa natural y lógica en esta clase de trabajos había ocurrido, causando bajas temporales por machacamiento de algún dedo, alguna fractura, o alguna conmoción que pudo resolverse. En todo el trayecto, desde Los Cárceles hasta Los Marcos, con los túneles 21, 22,23,24 y 25, amén de los puentes sobre el Cabriel, Barranco Varejo, el Rebollo, éste sobre la Albosa y otras obras de trinchera y terraplén, con su vagonetaje, arrastre mular, explosiones de barrenos, etc. etc. apenas habían ocurrido accidentes de consideración.

Aquella aciaga mañana, sin embargo, ocurrió lo impensable. Y le ocurrió a nuestro buen portugués.

Tras haber terminado el barrenamiento del peñón de manas, y haber explosionado un buen cargado barreno, pareció que el camino de limpieza quedaría expedito y en condiciones de trabajo sin peligro; y nuestro Damián, tras la explosión, se acercó a ver sus resultados. Y estaba satisfecho; tanto, que, para relajarse y descansar de su trabajo, apoyó su cuerpo sobre el borde de una pala como sirviéndole de cayado. De repente, una enorme mole de tierra y piedras se desprendió del techo o bóveda del túnel yendo a caer sobre nuestro hombre, dejándole casi entenado. Cuando sus compañeros acudieron a socorrerle, aún pudieron sacarlo con vida, pero tenía la pala clavada en el vientre, hacia arriba, casi segando su cuerpo. Y mirando a sus compañeros, con un gesto de pena y de dolor, tras unas palabras entrecortadas de encargo y recuerdo para la Benita, expiró.

El camino de las Covatillas era como un reguero de hombres. Sobre unas parihuelas, cubierto por una manta, se mecía el cuerpo muerto de Damián el portugués llevado a hombros por sus cuatro compañeros de turno en la obra: Antonio, Angel, Julián y Eugenio. Y, como ya algunos emisarios habían propagado la funesta noticia, el pueblo, hombres y mujeres, viejos y niños, esperaba a la entrada de la población en silencio, haciendo dos filas por entre las cuales pasó la fúnebre comitiva hacia la casa, primero, y hacia la sala de autopsias del cementerio, después.

No hay palabras para describir la pena y el llanto de la Benita y de la Venancia. Y el lamento del pueblo fue unánime; y el lamento y la reacción de todos los braceros y jornaleros de la vía también fueron unánimes. Fue la primera vez que en aquel pueblo hiciera el mundo del trabajo causa común, reclamando a voz en grito más seguridad en el trabajo y las reivindicaciones de menor duración de la jornada y más amparo y protección para accidentes por motivos laborales. Y se paralizó el trabajo en señal de duelo en todos los turnos del día siguiente.

Al año siguiente, la tía Venancia murió. Y la Benita se marchó del pueblo para servir como criada en Valencia. Ya no volvió más al pueblo, ni volvió a casarse. La memoria de Damián el portugués la llenó durante toda su vida, y como una sombra de su recuerdo la siguió cubriendo y fortaleciendo en bondad y en honradez.

A bastantes muchachas de estas tierras les pasó alguna vicisitud a causa de sus relaciones o matrimonio con aquellos hombres forasteros que acudieron al trabajo de la vía desde lejanas tierras.

Y hubo alguna que, después en la guerra civil, quedó viuda y con varios hijos de alguno de aquellos trabajadores.

Y hubo otras que lograron el afincamiento de su marido, tras el fracaso de las obras del ferrocarril, por estas latitudes con otros trabajos y dedicaciones.

Y hasta hubo muchacha que, siendo novia de algún trabajador de aquellos, lo dio por perdido, después, en la guerra civil, quedando sorprendida ante su regreso, tras tres años de incomunicación, para cumplir la palabra de matrimonio dada, al término de la contienda. Uno de ellos, Francisco Benftez el Málaga, que había dado palabra de casamiento a la Carmen la Hojalatera , volvió al pueblo tras tres años de ausencia y sin haber tenido la mínima noticia suya por haber sido prisionero en los primeros días de la guerra. Y se casaron, y tuvieron varios hijos. Después emigraron, porque aquí había poco que hacer y que prosperar como bracero.

Cuando al pasar por mi pueblo y sus alrededores veo alguna de aquellas obras que atestiguan el “hecho del ferrocarril”, me entran ganas de llorar y una gran tristeza me invade.

¿Qué pudo ser este pueblo en caso de haberse terminado y puesto en marcha el ferrocarril Baeza-Utiel? ¿Mejor o peor? Permítaseme, al menos, pensar en lo mejor, en lo más culto y progresista, en las mejoras económicas que todos soñábamos entonces.