6- LAS CARNAVALESCAS “VISTAS DEL TÍO PEDORRO".  

La reunión en casa del tío Pedorro discurría por cauces de jolgorio desternillante. Una especie de tertulia vecinal convocó a los partidarios de la juerga para disfrutarla en las fechas ya inmediatas del Carnaval. Las ideas más dispares, grotescas y jacarandosas acudían a las enfebrecidas mentes del común de vecinos de la tertulia, pensando bromas, bufonadas y chistes para ponerlos de manifiesto al público en la comparsa de disfraces del martes carnavalero. Ni que decir tiene que allí se pensaba en todo lo habido y por haber en materia de jácaras, en el chascarrillo dicharachero y procaz, en coplas para poner en solfa la vida corriente y hasta la privada de los habitantes del pueblo. Pero, además, aquel año había de ser sonado. Así se lo propuso la tertulia del tío Pedorro, y, efectivamente, así resultó, como después veremos.

Sabido es que el Carnaval tuvo y tiene por estos lares cierto aire de festividad desenvuelta y hasta un tanto escandalosa, aunque nunca pasó a mayores y se tolera, con más o menos benevolencia según los tiempos, como desahogo libertino y válvula de escape de la contenida y avinagrada mala leche de viejos y jóvenes, de las también reprimidas ansias de palpeo, pero especialmente en lo que contenía de sabor populachero criticando a diestro y siniestro, la mayoría de las veces con una cierta salsa y desparpajo que hacía las delicias de todo un pueblo expectante y espectador, que aplaudía la ajetreada actividad de comparsas, mascaradas y chirigotas en las calles y plazas y, después, en los bailes organizados para solaz y divertimiento general.

El Carnaval, antítesis y réplica anticipada de la Cuaresma, venia a ser como un desbordamiento de la broma general y particular, pero que, en ocasiones producía escarnios contra algo o contra alguien, difícilmente soportables y soportados. Pero así era la cosa y así había que tomarla; y peor para quien se molestase o lo tomara a mal.

De raza le venía al galgo, pues la familia de Juan Pedorro ya se distinguió antaño por la facilidad de desahogo en ventosidades prolongadas, sonoras, de ametralladora restallante, y también por las chafds en aplastamiento silencioso que requerían mayor ventilación de sus insufribles aromas. Su padre ya llevó el sugerente apodo del tío Juan el Cagandando, y su tío José era conocido con el sobrenombre de Ciernepedos. Así que, era natural que el tío Pedorro heredara tan famosa disposición y, en casos, soltara su sabiduría por el caño bajero, entre aureolas de admiración popular y efluvios nada gloriosos. Sin embargo, en honor a la verdad, diremos que solamente lo hacía en caso de apuesta y de broma.

La tertulia básica para la comparsa carnavalera del tío Juan la formaban, además de su mujer, Petra la Garrancha, tres familias más de la misma calle; total seis personas mayores en estado matrimonial y dos viudos, hombre y mujer, que parecían inclinarse a una nueva boda dado el cariz de ciertos devaneos y escarceos de pronóstico reservado.

Y pensaron lo que nunca se había pensado en el pueblo; gastar la broma más fenomenal hasta entonces conocida en los anales pueblerinos.

Y llegó el famoso Carnaval. Los mozos cogían a las mozas, entre alborozos y risas, y enharinaban sus caras hasta ponerlas como máscaras de circo; alguna que otra mozuela y alguna que otra casada se apostaban tras las esquinas para sorprender a los hombres y volver las tornas del blanqueamiento; el toquiteo y el regocijo eran naturales, - ¡ a ver quien era capaz de detener las manos ávidas de espacios carnales!-, el griterío, los chillidos, las voces de las máscaras en solitario o en bandas de comparsas, desfiguradas para no ser descubiertas, -ja que no me conoces!-, eran, en estos días de las carnestolendas, tan corrientes, que el pueblo vivía su jolgorio con inusitada alegría.

Pero lo que más divertía a las gentes del lugar eran las nuevas comparsas, el estreno de alguna nueva picardía y, para la juventud, los bailes de tarde y noche en los que el mocerío disputaba por ver quien ponía más alto el pabellón de la gallardía invitando a la chica de su preferencia, o a su novia, acompañada casi siempre por su madre, a pasteles y bebidas. Era costumbre del elemento masculino hacer esta invitación en carnaval para después, en Pascua, ser devuelta por las mozas al invitar a los mozos a la merienda pascuera Aquel año, el Carnaval pasó a la historia como el del invento de las vistas del tío Pedorro.

Los elementos de la comparsa eran: un carro pequeño tirado por uno de los matrimonios de la tertulia, vestidos a usanza zíngara, enmascarados ambos; les precedía otra pareja, también disfrazada, que portaban un gran rótulo, a modo de pancarta, con el título “Las vistas del tio Pedorro” y la explicación más famosa que se hubo conocido de las partes de un pedo sonoro, que eran cinco: infla, desinfla, apartapelos, música y olor. Cerraba la comitiva otro matrimonio enmascarado que, haciendo diversas cucamonas, bailando, brincando, riendo y gimoteando, pregonaban las excelencias de las famosas vistas e invitaban al vecindario a contemplar tan magnífica como insospechada atracción. La cuál era lo más importante de la mascarada: ha­bía sobre el carro un gran cajón recubierto con una sábana, por cierto no muy limpia; el cajón tenía en su parte trasera una gran rendija o agujero como mirador del espectáculo del interior; la tía Petra la Garrancha era la encargada de abrir o descubrir y tapar seguidamente el agujero tras la contemplación del panorama de las vistas; dentro, el tío Pedorro, “culo en pompis” con sus particularidades colgando, hacía sus demostraciones ventosas a quien aportaba la limosna o donativo apropiado; ni que decir tiene que las mujeres tenían las vistas completamente gratis, y los hombres, si querían ver, observar o experimentar en su pituitaria las excentricidades pedorreras, tenían que pagar una perrilla de las de entonces, o sea cinco céntimos, que la buena Garrancha iba adentrando en una pringosa faltriquera, según decía “para ir cubriendo los gastos”.

Aquello fue el éxito más clamoroso del Carnaval. Las autoridades del pueblo no sabían si reír o reprender tamaña desvergüenza; era algo insólito en la pequeña historia local; una anécdota para contar a hijos y nietos y demás descendencia. Y la cosa no llegó a mayores.

La verdad sea dicha. Cuando muchos años más tarde se recordaban las famosas vistas del tio Pedorro, siempre se repetía que la mayor parte de la clientela observante y oliente de aquel extraño panorama pertenecía al género femenino. Y es que, por lo visto, las partes alícuotas del tío Juan corrían pareja fama con sus fáciles demostraciones pedorrísticas.