8- UN VELATORIO Y UN ROBO.

Las campanas doblaron en señal de muerto. El sacristán era un verdadero maestro en el arte campanil, y la población se enteraba enseguida de cuándo había alegría y júbilo en el pueblo o de cuándo era duelo y a rebato. Toda una gana de toques, más o menos graves, sonoros o campanudos, tintineos y repiques, ligeros o espaciados, de volteo o de simple badajazo, ponían la nota correspondiente en el oído y en el comentario de la vecindad, particularmente de las vecinas, que hablaban del hecho acaecido mientras barrían sus trozos de calle, iban a la fuente por agua con sus cántaros en las caderas, espulgaban a sus guachos o peinaban a sus viejas en verano en plena calle, o asomaban sus ojos a la puerta entre humiscas invernales, para inquirir del primer viandante que se acercara los motivos del campaneo.

Aquel día era señal de difunto. Se había muerto de repente Pedro Juan el Pelendengue, y esto sucedía a media tarde, así que el entierro no se realizaría hasta el día siguiente. Cuando esto sucedía, había una costumbre popular y piadosa muy arraigada, por la cuál casi era preceptivo el acudir aquella noche al velatorio hombres y mujeres, particularmente los más próximos y allegados, pero extensivo a todo el pueblo que, desde las callejas más lejanas, acudía a la casa mortuoria, todos provistos de la correspondiente silleta, pues en las casas no había suficientes asientos para todos los que solían acudir al rezo, que es como se llamaba entonces al velatorio de difuntos. Y se llamaba así porque efectivamente se rezaba por el difunto, generalmente el santo rosario a algunas jaculatorias y recomendaciones del alma del finado, que estaba de cuerpo presente; y no como ahora, que se acude al velatorio para hablar de cosas de actualidad, fútbol, chismorrerías y cuentos, todo ello ajeno muerto, quien, si pudiera levantar la cabeza, pondría como hoja de perejil a tanta risotada y a tanta tontería como se puede ver, observar y vivir, en los acompañamientos del sentimiento” actuales, más de cumplimiento y convencionalismo que de verdadero pesar y duelo.

La verdad es que Pedro Juan había muerto sin haber conocido antes dolencia alguna; fue algo fulminante, como herido de muerte por algo que internamente reventara: sin duda, alguna apoplejía o derrame cerebral que en medio minuto se lo llevó al otro mundo.

El vecindario sintió su muerte, y mucho más su mujer y sus dos hijos, ya mozos, quienes pensaron que los designios del Señor eran inescrutables, pero que, mirando las cosas de tejas abajo, les había hecho la jugarreta de dejarles viuda y huérfanos de golpe y porrazo, a pesar de que el buen Pedro Juan había sido un honrado trabajador y no se le conoció, al menos públicamente, fechoría alguna en toda su vida; es decir, había sido una buena persona,

Era toda la familia Pelendengue ferviente devota de la Virgen de Loreto, patrona del pueblo, pero además, padre, madre e hijos tenían una especial devoción y predilección por una pequeña imagen de la Virgen Milagrosa que circulaba de casa en casa, en turno rotatorio e itinerante, entre una piadosa lista de vecinos adscritos a dicha devoción. Y se daba la circunstancia especial de que, precisamente el día anterior a la muerte de Pedro Juan habían tenido en casa y habían rezado a la referida imagen, como solían hacer cada vez que les correspondía el turno.

Por otra parte, en casa de Pascual y la Remigia se cenó pronto para poder ir al rezo por el alma del Pelendengue, disponiéndose a asistir el matrimonio solamente, ya que el muchacho, hijo único, adolescente mo­cetón, dijo que tenía sueño y que se iba a la cama. Antes de salir de casa, la tía Remigia apagó la candela que ardía delante de la imagen de la Milagrosa que tenía colocada sobre la cómoda de su habitación. Repetimos que esta imagen había sido adquirida por suscripción popular entre varias familias devotas, y se turnaban por riguroso orden para albergar en su casa a la santa imagen, que iba recorriendo la población según el establecido turno, encargándose cada familia de transportar la imagen a la casa siguiente, haciendo escala, estancia y altar cada dos días. Y precisamente el día anterior trajeron la imagen desde la casa del Pelendengue hasta la de Pascual, donde ahora correspondía y estaba.

       Aquella pequeña imagen se guardaba en una especie de altarcillo portátil que cerraba sus puertecillas durante el porte de una a otra casa y las abría de par en par cuando se constituía en altar y contemplación devota, colocándole delante mariposas encendidas o alguna vela o cirio, a gusto de la propia casa. Además, tenía a modo de una peana hueca, con una ranura en forma de alcancía por donde se le echaban las monedas de cobre o plata que servían para el culto parroquial -en forma de limosna- y para conservación y cuidados de la propia imagen; todo ello siempre a disposición del señor cura para atenciones que considerara urgentes y necesarias. Esta pequeña caja de caudales sólo podía abrirla el propio párroco, quien solía hacerlo mensualmente dando cuenta a los devotos de la recaudación y de su empleo y contabilidad.

Hechas estas aclaraciones, nos disponemos a seguir al piadoso matrimonio hasta la casa del difunto y a dejar solo al zagalón, quien, casi al mismo tiempo que salían sus padres, se dispuso a acostarse y a dormir soñando con los angelitos ... Pero el “angelito no muy angelical que digamos, era él; y en menos que canta un gallo se las arregló para abrir el cierre de la peana de la imagen Milagrosa y se embolsó lo que había de limosnas: total unas veinticinco pesetas, que en aquellos entonces era una cantidad no despreciable. Y dejó el cierre aparentemente como estaba antes del robo, como si allí no hubiese pasado nada.

Cuando al día siguiente la tía Remigia llevó la imagen a casa de María la Chata, a quien correspondía el turno, no se percató de la sisa, pues, aunque le pareció más llevadera la imagen que en otras ocasiones, lo atribuyó a su buena salud y natural fortaleza.

Quien no tardó en darse cuenta fue la María, pues, al echar dos monedas en la caja limosnera no advirtió el menor ruido de choque monetario, comprobando al mover la peana que allí no había ni una perra, ni un solo centimillo, con lo que, ni corta ni perezosa, fue a decirlo al señor cura.  

Como quiera que la solución del asunto no acuciaba y había tiempo para indagar sobre el hurto, el buen párroco se dispuso a celebrar el funeral y el sepelio de Pedro Juan el Pelendengue, actos a los que, masivamente, como era costumbre, acudió la población adulta, hombres y mujeres. Cuan dio terminó el entierro y los parientes y familiares pasaban por casa el difunto a dar el péseme a su viuda e hijos, ofreciendo ayuda y compañía de aquel triste desconsuelo, alguien oyó murmuraciones y comentarios poco imaginativos sobre el pobre Pelendengue...; sobre que si había habido un robo a la Virgen Milagrosa; sobre que si la imagen había estado hacía dos o tres días en casa del recién enterrado; de que si habría sido castigado por su mala  acción..., de cosas y noticias que, calumniosamente, van liándose y enredándose hasta convertirse en juicios temerarios y deshonrosos, difícilmente comprobados y más difícilmente recogidos sin manchar lo que tocan o a quien tocan.  

El caso fue que al dolor y a la pena de los familiares de Pedro Juan por su repentina muerte, se sumó el doloroso veneno de la calumnia; y, como aquello no se lo podían creer, acordaron apelar al descubrimiento total de la verdad invocando al Cielo y a la Tierra; y el Cielo y la Tierra les escucharon por intercesión del más bondadoso representante de sus poderes en aquel pueblo, el señor cura se propuso saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, pues ciertamente él tampoco se podía creer que Pedro Juan el Pelendengue hubiera tenido arte ni parte en aquel desaguisado. Y efectivamente, todo aquello se aclaró de la forma más sencilla.

Sucedió que algunos días después, el señor cura, aficionado, como buen cura de entonces, al juego del tresillo al que asiduamente concurría en unión de otros tertulianos formando partida en el casino del pueblo, siempre ojo avizor, buen psicólogo y mejor observador, vio al zagalón de Pascual y la Remigia gastando más de la cuenta en una mesa de monte y chirra en compañía de otros mozalbetes, que además abusaban del copeo y del fumeo a toda marcha. Y aquello le llamó la atención, y se propuso acuciar al mozo y apretarle las clavijas con sus preguntas e indagaciones, una vez que supo por la indiscreción de uno de aquellos compafieretes que todo el gasto era convite del zagalón de la Remigia.

Y haciéndose el encontradizo, tanto y tanto lo acorraló en conversación aparte, y hasta hubo de amenazarle con dar parte a la autoridad de sus sospechas, que, aquel mocetón que se las daba de jaque y valentón, cantó de plano cuando el cura, ya un tanto descompuesto e impaciente, le apretó la camisa contra el cuerpo de tal manera, que ya la cosa se ponía seriamente comprometida.

Con aquella confesión, la honra de Pedro Juan, que estaba en entredicho, fue reivindicada póstumamente, pero quedó como lección y moraleja por los años de los años en aquel pueblo. Fue de las pocas veces que la justicia terrena quedó clarificada totalmente como un reflejo palmario de la justicia divina.