ADULTERIO Y DERECHO DE ASILO EN CASTILLA. EL SUCESO DE MIRA

JOSÉ ALABAU MONTOYA

1. COYUNTURA SOCIAL Y POLÍTICA

En el presente trabajo pretendemos exponer y analizar un trágico suceso que tuvo lugar en la localidad conquense de Mira en el verano del año 1627. Es ésta una pequeña población situada en el extremo sudoriental de la provincia de Cuenca, en la denominada Serranía Baja, lindante con las tierras del marquesado de Moya, que por aquellos años debía tener una población de unos 150 vecinos (unos 670 habitantes)1. Perteneció al término y jurisdicción de Requena desde 1260 hasta 1537, y en las fechas que ocurrieron los hechos su única parroquia («pila») pertenecía todavía al antiguo arciprestazgo y «mayordomía» de Requena (hasta 1957), con un anejo en Camporrobles2, dentro del arcedianato de Moya, en el obispado de Cuenca.

Tenemos de un lado un flagrante caso de adulterio cometido por Juan García con Ana de Ruescas, mujer casada con Martín Sanz, molinero, todos ellos vecinos de Mira. De otro, nos encontramos con un raro ejemplo de quebrantamiento del llamado «derecho de asilo» al ser sacada violentamente la mencionada Ana de la iglesia de dicha villa, en circunstancias un tanto singulares. No es frecuente encontrar casos documentados de quebrantamiento de este derecho y tan solo conocemos la existencia de otro caso similar ocurrido por estas tierras pero sin conocer los detalles3. Y por último, para completar el contexto, tenemos la intervención del Tribunal Eclesiástico de Cuenca juzgando a don Pedro Ferrer, vicario y comisario del Santo Oficio de Mira, por no haber defendido la inmunidad del recinto sagrado y haber dejado que los alcaldes ordinarios la sacaran para ejecutar la sentencia que le había sido impuesta y al Tribunal de la Inquisición de la misma ciudad por ser el acusado un funcionario de dicha institución. Así pues, estamos ante unos hechos graves, sucedidos en un especial contexto temporal (siglo XVII) que podríamos denominar de «moralismo atosigante» hacia la población por parte de la Iglesia y de constantes enfrentamientos entre ésta y el poder regio no solo en el orden jurisdiccional, sino también en el económico y el político. Los monarcas españoles, como los franceses, consideraban que entre sus potestades las había de índole religioso indudable y reclamaban derechos y atribuciones de carácter eclesiástico (el llamado «regalismo»). Y por su parte la Iglesia consideraba igualmente que no solo tenía autoridad moral y espiritual sobre los laicos sino a menudo también jurisdiccional. Un obispo o un abad podía condenar a sus súbditos a penas de cárcel, azotes o galeras; un párroco podía multar a sus feligreses por no asistir a la misa dominical. Fue también una época en que se abusaba constantemente de la amenaza de excomunión en asuntos no religiosos. Es cierto que en algunas materias existían jurisdicciones mixtas. Por ejemplo en temas de usura, blasfemia y por supuesto el amancebamiento y el adulterio que eran considerados, además de pecados, delitos.

La cuestión se complica todavía más cuando se habla de los derechos de inmunidad de los que tradicionalmente gozaba la Iglesia. Estos podían ser de tipo real, personal o local. Por la inmunidad «real» esta institución quedaba eximida del pago de impuestos y consideraba sus bienes como inalienables. La «personal» era un privilegio que afectaba a cada uno de los clérigos y gracias a él gozaban de prebendas como quedar liberados de la obligación de atender a los servicios de milicias o de ser juzgados por tribunales civiles. Y por último, la inmunidad «local» era aquella que protegía los lugares sagrados prohibiendo a las autoridades civiles prender al reo que se refugiase en ellos. Es a esta protección a la que se llamó el «derecho de asilo»4. Una prerrogativa que, como veremos, no fue exclusiva de la Iglesia pero fue con ésta con quien tuvo una efectividad real y cotidiana ya que constituyó una de las salidas a las que primero acudían los delincuentes que pretendían huir de la justicia. Obviamente centraremos nuestra atención solamente en esta última inmunidad por ser la que afecta a este estudio.

2. EL DERECHO DE ASILO

El también llamado «Refugio eclesiástico», «Inmunidad eclesiástica local» o «Refugio sagrado» se trataba de un privilegio instaurado por el papa Bonifacio V a principios del siglo VII, por el cual se ofrecía protección segura a determinados delincuentes, criminales y deudores 5, ya fuera frente a la venganza de sus víctimas o de la ley, cuando buscaban refugio en un edificio religioso, o civil bajo legislación autónoma respecto de la propia del Estado como pudiera ser la real6, o en algunas ciudades fronterizas7 o en algún otro edificio con este tipo de privilegio8. Dentro de esta última categoría se incluían aquellas mansiones que alcanzaron este privilegio por gracia real en recompensa o agradecimiento de algún acto concreto. Aquí cabe mencionar la llamada «Casa de la Cadena» de Utiel, propiedad de la familia noble de los Córdova, situada en la calle de Santa María, la cual mantuvo esta prerrogativa durante más de doscientos años9. Y también la tuvo la llamada «Casa de las Sedas» de Requena, propiedad de D. Juan Pedrón de la Cárcel (situada frente a la portada de la iglesia del Salvador)10. Ambas alojaron a monarcas españoles que pasaron por Utiel y Requena, motivo por el cual recibieron el privilegio de colocar una cadena en sus portadas principales sujetas a unas argollas como reconocimiento del Derecho de Asilo. Cuando alguien que huía de la justicia se asía a estas cadenas quedaba bajo la protección de sus dueños y no podía ser capturado por sus perseguidores. También existía otra posibilidad para obtener la ansiada protección de la justicia civil y era la de acogerse a la fórmula denominada «Cuerpo de Cristo» mediante la cual si un delincuente se refugiaba cogiéndose a un sacerdote que llevara la Eucaristía quedaba igualmente protegido por este derecho 11.

En cualquier caso, tradicionalmente se ha venido atribuyendo el concepto de «derecho de asilo» a los edificios religiosos por considerarse lugares sagrados (iglesias, ermitas, monasterios y también cementerios12 ya que ha sido la Iglesia quien históricamente ha asumido el papel de defensora del débil, y así lo hizo de manera continuada desde el periodo visigodo hasta finales del siglo XVIII. Este derecho estaba fundamentado precisamente en el pasaje entre Jesús y la mujer adúltera 13 (de gran similitud con el suceso que nos ocupa) que dio lugar a través de los padres de la Iglesia a la vieja tradición de la intercesión basada en el arrepentimiento, la enmienda y la mitigación de la pena civil.

No obstante, en la Edad Media, como las ciudades y poblados estaban llenas de iglesias y conventos, este derecho supuso una escapatoria ideal para criminales, comerciantes sin escrúpulos y deudores fiscales, así como para algunos otros desaprensivos que encontraron así refugio seguro al castigo de sus maldades. En definitiva el demostrado abuso de este derecho hizo que los monarcas pusieran un empeño especial en recortarlo en la medida de lo posible, y poco a poco fueron limitándolo y adaptándolo a las leyes castellanas. Con este fin, ya en la Edad Media, quedaron excluidos de esta inmunidad los deudores y los esclavos fugados. El «Forum Iudicum» (1222) a los condenados a muerte por parricidio que se acogían a este derecho les conmutaba esta pena por la de destierro y confiscación. En el Fuero Real (1255) se excluía de esta inmunidad a varios tipos de malhechores: los ladrones conocidos, los que de noche quemasen mies o destruyesen viñas o árboles, los «quebrantadores» de iglesias que mataran o hirieran en su interior, y a los que arrancaran mojones de las heredades14. En el «Código de las Siete Partidas» de Alfonso X el Sabio (1256-1265) a esta lista se añadieron los defraudadores del fisco15, ampliando en ambas legislaciones el concepto de «sagrado» a los atrios, monasterios, terrenos circundantes y cementerios. Esta ampliación estuvo motivada por el hecho de que la mayoría de las iglesias estaban situadas en poblado y no quedaban protegidos sus alrededores: solo el pórtico y la puerta. Las capillas, oratorios y hospitales solamente ofrecían protección si habían sido construidos con la debida licencia eclesiástica.

Figura 1. Mira. Plaza de la Villa.

En teoría tampoco gozaban de inmunidad aquéllos que cometían delitos contra Dios y su Iglesia, los de lesa majestad, los cometidos por no cristianos (musulmanes, judíos, etcétera) así como los excomulgados y los paganos, pero generalmente la justicia eclesiástica solía amparar a todos en la confianza de su arrepentimiento, enmienda o conversión. A todos, menos a los sospechosos de herejía. En este sentido cuando los inquisidores decidían procesar a una persona sospechosa de haber cometido herejía, si el prelado del sospechoso publicaba el requerimiento judicial y el acusado se negaba a obedecerlo se le podía negar la concesión del derecho de asilo y los alguaciles inquisitoriales podían acceder a cualquier lugar para apresarlo, aunque fuese lugar sagrado16.

Por su parte la jerarquía eclesiástica que ya había establecido en la Alta Edad Media penas de excomunión y entredicho17 a todos aquéllos que violaran el derecho de asilo en los espacios sagrados, e incluso para aquellos clérigos que colaborasen en sacar a los refugiados, a finales del siglos XV y principios de XVI intentó reformar los antiguos usos y costumbres sobre ritos y mandamientos a través de la directrices contenidas en las constituciones sinodales. En el caso concreto del derecho de asilo y reconociendo los frecuentes abusos que se venían cometiendo puso especial atención en el respeto al lugar sagrado que los acogía, al recato y a la honestidad, limitando el plazo de permanencia del refugiado. Sin embargo, no parece que obtuvo demasiado éxito en sus propósitos, ni en este tema ni en el de la compostura, ya que siguieron produciéndose largas permanencias de asilados en los templos y no cesaron los desmanes de los refugiados en las iglesias18. Las Constituciones Sinodales del obispado de Cuenca lógicamente también recogieron este derecho: «El juez seglar no eche prisiones a ninguna persona que en la iglesia estouiere» (…) «Qué se a de guardar con los que se acogen en las iglesias y qué tiempo an de estar en ellas»19.

El Concilio de Trento (1545-1563) recogió en su capítulo XX el Derecho de Asilo y animó a defenderlo mediante la utilización de sus armas más efectivas: la excomunión y el entredicho. En este sentido cabe decir que la excomunión, además de su significado desde el punto de vista religioso, privaba a los gobernantes de su derecho a gobernar liberando a sus súbditos del vasallaje y también los inhabilitaba para el desempeño de cargos públicos (fue uno de los grandes poderes temporales de la Iglesia). La institución eclesiástica no estaba dispuesta a permitir que nadie violara el derecho a la inmunidad del interior de los templos (al fin y al cabo era territorio de su jurisdicción) y mucho menos que se utilizara la violencia para sacar a los refugiados, ni que se obligara su salida contra su voluntad mediante el engaño, el miedo o el asedio alimenticio.

Cuando un reo conseguía escapar de la acción de la justicia y alcanzaba refugiarse en lugar sagrado o con derecho de asilo reconocido, simplemente con tocar las paredes de la iglesia, ermita o cementerio, o la cadena exterior en aquellos lugares no religiosos, quedaba amparado por esta inmunidad eclesiástica y a partir de ese momento no podía ser capturado ni condenado a penas corporales. Es importante señalar aquí que cuando ante una apelación de la Iglesia se fallaba a favor del preso (reconociendo su derecho al asilo) y por tanto en contra de quien había producido o permitido el quebrantamiento, el juez estaba obligado a proveer que el reo fuese devuelto al lugar de donde fue sacado y si por alguna circunstancia no era posible o conveniente sería conducido a otro que gozara también de la misma inmunidad. En este caso los lugares elegidos eran normalmente las iglesias o ermitas situadas en territorios fronterizos que facilitaban la huida a otros reinos. También esta prerrogativa dio lugar a abusos por parte de los reos ya que con frecuencia algunos de ellos aprehendidos en lugares sin inmunidad manifestaban su voluntad de ser restituidos a alguna iglesia alegando haber sido extraídos de ella o de algún lugar inmune contra su voluntad20.

Ahora bien, ¿qué ocurría cuando era quebrantado este derecho? Como hemos podido ver el derecho de asilo era un tema de jurisdicción mixta de materias espiritual y temporal. Ambas jurisdicciones se afectaban mutuamente y con frecuencia se vieron enfrentados el poder eclesiástico, excomulgando a los poderes civiles cuando se producía algún caso de violación del derecho, y el poder civil condenando a los clérigos y recortando competencias temporales a la institución eclesiástica. Este continuo enfrentamiento, que se extendía a otras áreas en las relaciones entre ambos poderes como eran el tema fiscal, las propiedades eclesiásticas, las propias inmunidades, etcétera, hizo que las relaciones entre éstos se endurecieran gravemente a partir del siglos XVI y sobre todo durante el XVII, en el cual se documentan bastantes extracciones violentas de reos del interior de iglesias (como en el caso que comentamos) con la respuesta contundente e inmediata por parte de la Iglesia de la correspondiente excomunión o entredicho a las autoridades y oficiales que las llevaban a cabo, cuyos pleitos, en el caso del civil, eran seguidos en alguna de las chancillerías reales.

Cuando se producía una violación del espacio sagrado solía ir acompañado de un gran escándalo a nivel local. Naturalmente se producía una gran conmoción popular que alteraba la tranquila vida cotidiana en las pequeñas poblaciones como Mira. En realidad se trataba de un acontecimiento extraordinario en sus monótonas vidas, que pasaba a ser motivo de continuos comentarios y murmuraciones. Por lo general el pueblo solía tomar parte por la Iglesia por considerarla la parte más débil frente a un poder civil cuya justicia solía ser bastante cruel y a menudo parcial, en contraposición a la actitud conciliadora, de perdón y de voluntad de «asilo» que mantenía el clero. Una actitud a la cual, como hemos visto, los clérigos estaban obligados por disposiciones sinodales, conciliares e incluso pontificias. El clero local tenía la obligación de velar por la seguridad y sustento de los acogidos al Derecho de Asilo, fuese quien fuese el refugiado, acudiendo a la limosna si era menester21. Y si por el contrario algún clérigo colaboraba con la justicia ordinaria y permitía que fuese sacado del recinto sagrado debía ser juzgado y sancionado severamente por los tribunales eclesiásticos ya que también en el derecho canónico se consideraba una falta muy grave22. De cualquier forma, como dejó bien claro el obispo de Cuenca don Juan Cabeza de Vaca en el sínodo de 1399, los arciprestes y vicarios rurales solo podían actuar sobre causas de carácter menor ya que, como sucedía en otras diócesis, la potestad jurisdiccional sobre las causas criminales, civiles, matrimoniales, beneficiales y mixtas en el territorio diocesano estaba reservada en exclusiva al obispo o su vicario general 23.

3. EL ADULTERIO. UN GRAN PECADO

El adulterio se define como la relación carnal entre una persona casada y otra no casada o entre dos casados en distintos matrimonios no disueltos. Se distingue de la simple fornicación en que presupone el matrimonio previo de al menos una de las dos partes, aunque éste no se haya consumado. En general siempre ha sido la Iglesia la que históricamente ha asumido el papel de dictar las normas de moral y conducta de la sociedad europea. Para esta institución el adulterio no solo fue considerado desde la antigüedad como un grave pecado expresamente prohibido en el decálogo de los mandamientos de la Ley de Dios24, sino que constituía una ofensa moral que merecía un castigo ejemplar acorde con su gravedad, además de ser considerado motivo de divorcio (si el cónyuge engañado así lo quería), de excomunión si no existía el arrepentimiento y de otras penas impuestas por los diversos ordenamientos penitenciales de la Iglesia.

Durante mucho tiempo, tanto en el orden civil como en el eclesiástico, cuando se ha hablado de «adulterio» siempre ha estado referido al que cometía la mujer respecto del marido, y estuvo penado en mayor o menor grado (dependiendo de la época y el territorio) tanto por las leyes de la Iglesia (como pecado) como por las civiles (como delito) a lo largo de la historia. Sin embargo cuando este acto de infidelidad lo cometía el hombre no era considerado como adulterio sino como «amancebamiento» y como tal constaba en aquellas mismas leyes, aunque las penas que se aplicaban en estos casos no fueron tan duras ni tan estrictas.

Figura 2. Mira. Iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción, donde tuvieron lugar los hechos.

Las normas conyugales se basaban en dos conceptos fundamentales. De un lado el débito conyugal y de otro el coito con fines exclusivamente de procreación, considerando tajantemente el placer como un acto inútil y cualquier gesto o acto que dentro del matrimonio no condujera a aquélla era tomado como «contra natura». Pero esto no siempre fue así. El Antiguo Testamento, siguiendo el primitivo mandato de Jahvé de «Creced y multiplicaos y llenad la tierra» no condenaba las relaciones extraconyugales en el hombre con otras mujeres, aunque sí las condenaba seriamente si éstas eran con una mujer casada. Así tenemos que tanto en el Levítico (20, 10) como en el Deuteronomio (22, 22) se preveía la muerte de ambos adúlteros.

Pero en el Nuevo Testamento es un poco más complejo porque desde el principio ya fue objeto de interpretaciones. En contraste con otros rigores, aparece la benignidad de Jesús defendiendo a una mujer adúltera25. El hecho de que Cristo fuera célibe propagó la creencia herética de los agnósticos que consideraban que el estado de celibato o castidad era superior al del matrimonio. Esto suponía un grave desprecio hacia este sacramento y por este motivo no solo mereció el rechazo de la Iglesia sino la persecución por su tribunal más severo: la Inquisición26. Y fue esta institución quien a partir de la celebración del Concilio de Trento y los nuevos patrones de moralidad que de él surgieron vigiló con mayor celo estas desviaciones de la doctrina oficial católica, y aunque no castigó el adulterio en sí ni la fornicación extraconyugal (no eran materias de su jurisdicción) si persiguió duramente la bigamia y aquellas manifestaciones que postularan que el estado de los amancebados o los célibes era mejor que el de los casados, o que la simple fornicación pagando los servicios no era pecado, por considerarlas todas ellas sospechosas de herejía.

4. … Y UN GRAVE DELITO

Desde el punto de vista de la legislación civil el adulterio también fue desde siempre considerado como un delito grave y como tal fue castigado con las más severas penas, cuya gravedad varió en función de la época y de los territorios contemplados. Veamos una pequeña selección de algunos de los principales textos medievales que nos ayudará a comprender la aplicación de la ley en la sentencia del caso que nos ocupa de la villa de Mira. El viejo Fuero Real establecía que «si una muger casada ficiere adulterio, ella y el adulterador ambos sean en poder del marido, y faga dellos lo que quisiere, y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al otro …»27. De igual forma el Fuero de Cuenca (finales del siglo XII), justificaba la muerte de la mujer adúltera y el amante por parte del marido engañado sin tener que pagar por ello si lo hacía en el momento de hallarlos cometiendo el delito, pero pagaría penas pecuniarias si lo hacía en otro momento28. En el mismo sentido se pronunciaba el Ordenamiento de las Leyes de Alcalá (aunque con algunas matizaciones en cuanto a la edad mínima de los adúlteros si estaban desposados «por palabras de presente»29) disponía que ambos pudieran ser muertos por el marido, si quisiere, así como disponer de los bienes de él 30.

El adulterio femenino era considerado como una falta muy grave porque atentaba contra el honor y derechos del marido y de la propia familia o linaje. En cambio la infidelidad del esposo, aunque también fue considerado delito y estaba mal visto que los hombres casados mantuvieran relaciones sexuales fuera del matrimonio, no producía la deshonra de la mujer. Esto quedaba perfectamente de manifiesto en los códigos de justicia medievales y afectaba a ambos: al marido y a la manceba, que se llevaba la parte más pecaminosa de la relación y hacia ella se dirigían las penas más graves: azotes, destierro y multas, porque según establecían las Cortes de Toledo (1480), «es cosa honesta y decente quitar la ocasión … a los hombres casados de hallar mujeres que públicamente quisieren ser sus mancebas» y es a ellas a quienes se culpaba de caer en el pecado e incitar a los hombres a la relación pecaminosa extraconyugal ofensiva a los ojos de Dios. Sin embargo rara vez se imponía a los amancebados penas rigurosas. Como mucho se ha comprobado algún caso en que se ha sentenciado la pérdida de un quinto de los bienes del varón y el destierro para la manceba31. Aún hoy cuando el adulterio es cometido entre dos personas casadas el pecado es más grave que cuando una de ellas es soltera y si la parte casada es ella el pecado es considerado más malicioso que cuando es ella la soltera.

Además de existir una clara discriminación en cuanto al sexo de la persona que cometía el adulterio, también la hubo en cuanto a la clase social a la que pertenecían los adúlteros. Los amores extraconyugales cometidos por la nobleza o la realeza eran considerados como algo normal e incluso en numerosas ocasiones aceptados por sus esposas legítimas, y los nobles amancebados nunca fueron llamados «adúlteros». En la documentación ellos aparecen con alusiones mucho más suaves como «tomó manceba» y ellas son consideradas como «enamoradas», «amigas» o «madres de sus hijos» más que como adúlteras32. El estudio de algunos procesos por adulterio nos demuestra, con cierta lógica, que este tipo de delito solía cometerse por lo general cuando el marido permanecía durante largas temporadas fuera del hogar ya fuera por negocios, por motivos de trabajo, militares, por estar cautivo o preso, etcétera. Con todo resulta interesante comprobar como mientras en otros países europeos como Francia o Italia los castigos por este tipo de delitos fueron suavizándose a lo largo de la Baja Edad Media, bien entrado el siglo XVII en estas tierras castellanas fronterizas seguían aplicándose los viejos ordenamientos medievales que castigaban el adulterio con las penas más severas: la entrega pública de los adúlteros al marido para que éste hiciere de ellos lo que quisiere y se quedara con sus bienes privativos, si bien es cierto que la documentación medieval demuestra que efectivamente en Castilla los delitos de moral sexual fueron castigados con mayor severidad que en otras regiones de Europa. A veces el marido, en un arrebato de odio y venganza mataba a los amantes al sorprenderlos en el acto de forma flagrante. En estos casos algunos códigos medievales le autorizaban a hacerlo sin recibir pena a cambio, pero a medida que avanzó la Baja Edad Media se hizo necesario una sentencia judicial previa para poder hacerlo (como en el caso que nos ocupa) y de no hacerse así podía el marido ser también condenado a muerte por asesinato. También cabe decir que no siempre los casos de adulterio acababan con la muerte de la esposa adúltera, también se registraron algunos casos en que existió perdón y el marido consintió en que la mujer volviera a hacer «vida maridable» con él 33.

5. LO QUE ACONTECIÓ EN MIRA

Los hechos del caso que nos ocupa sucedieron en el verano de 1627 en la villa de Mira. Su condición de tierra fronteriza alejada de la capital (Cuenca) configuró a lo largo de la historia el carácter de sus habitantes y de sus costumbres, profundamente arraigadas, tanto en lo social como en lo político, puesto de manifiesto en los frecuentes enfrentamientos y pleitos que mantuvo con la vecina Requena durante el tiempo en que formó parte de su jurisdicción como aldea (1260-1537). De considerable importancia fueron los que tuvieron lugar durante casi medio siglo por pretender la villa mireña «tener horca y picota siendo aldea» (1515), y posteriormente como consecuencia de la pretensión de eximirse de dicha jurisdicción, hasta que lo consiguieron en 1537 34. Esto nos puede dar una cierta idea sobre las aspiraciones que ha mantenido esta pequeña población por administrar su propia justicia a lo largo de su historia.

Figura 3. Mira. Antigua puerta de acceso a la iglesia de Ntra Sra. de la Asunción

El suceso que nos proponemos comentar en realidad lo forman cuatro procesos diferentes: la causa civil que dio lugar al procesamiento de Ana de Ruescas y Juan García Lázaro, acusados de adulterio por el marido de Ana, el molinero Martín Sanz, estante en la villa; el expediente abierto por las autoridades eclesiásticas a don Pedro Ferrer, vicario perpetuo en dicha villa, natural y vecino de Mira, de unos 33 años de edad, acusado de haber permitido la violación del derecho de asilo al dejar que el teniente de alcalde Juan de Barea sacara a la fuerza a Ana de Ruescas de la iglesia, donde se había refugiado35; el que se abrió contra los alcaldes ordinarios Diego Ruiz y Vicente García, acusados de haber ejecutado la sentencia conociendo las circunstancias en que había sido sacada; y por último el que se inició en el tribunal de la Inquisición de Cuenca al haber acudido el vicario Pedro Ferrer ante el Inquisidor don Juan Fernández Vallejo en su condición de funcionario del Santo Oficio ya que éstos mantenían un estatus especial y particular dentro de la jurisdicción eclesiástica según el cual sus miembros únicamente podían ser juzgados por los tribunales inquisitoriales. Desafortunadamente no hemos podido localizar más que este último expediente donde aparecen algunos traslados de declaraciones de los testigos interrogados en el proceso eclesiástico. Sobre todo de la parte correspondiente a la polémica extracción de la iglesia de Ana y su posterior ejecución pública36. De cualquier forma no son relevantes los hechos del adulterio en sí sino el resultado.

Por la atenta lectura de dicho proceso sabemos que como consecuencia de haber sido sorprendida por su marido en flagrante adulterio Ana de Ruescas fue juzgada y puesta en prisión en casa de Mateo Sánchez Domínguez «con prisiones a los pies, cadena y grillos» y a Juan García, su amante, lo pusieron preso en casa de Miguel Sánchez, es de suponer que en las mismas condiciones que ella. Por este detalle podemos deducir que no debía existir cárcel pública o real en Mira por aquellas fechas. De las declaraciones de los testigos se desprende que el viernes 30 de julio de aquel año de 1627, en audiencia pública, Martín Sanz probó su acusación ante los alcaldes ordinarios Diego Ruiz Jubera y Vicente García pero tanto Ana como Juan «no probaron sus excepciones» y por tanto, previo asesoramiento del doctor Pedro López Cantero, los mencionados alcaldes los hallaron culpables del delito de adulterio y dictaron sentencia ordenando que se construyera un cadalso en la plaza pública de la población y allí fuesen entregados ambos públicamente «con prisiones» al marido de Ana para que éste hiciere lo que quisiere de ellos, y si algunos bienes quedaren después de haber pagado las costas y gastos «se den al dicho Martín». Fueron testigos: Mateo Sánchez Domínguez, Miguel Sánchez de Fez, fray Diego López, el alguacil Pedro Ruiz y el escribano de dicha villa Domingo del Orrio, que dio fe, todos ellos vecinos de Mira. Firmaron la sentencia Vicente García y el mencionado asesor Pedro López.

Aquel mismo día el escribano Domingo del Orrio se trasladó a donde se encontraba Ana y en presencia de su procurador defensor Juan Domínguez le comunicó la sentencia. Fueron testigos: Mateo Sánchez Domínguez (el dueño de la casa donde se encontraba presa), Bartolomé Ferrer «de las carnecerías» y Juan Ferrer de Urrutia, también vecinos de Mira. Entonces Ana pidió confesar antes de morir.

Según el testimonio de Cecilia Sánchez, mujer de Mateo Sánchez Domínguez, aquella mañana, mientras su marido había salido temprano para trabajar en el campo, oyó a Ana que la llamaba y cuando acudió le dijo que quería confesar. Cecilia le contestó que no podía ser si no lo autorizaba la justicia. Al día siguiente, mientras Cecilia estaba amasando pan, se presentó en dicha casa el vicario don Pedro Ferrer, en compañía del sacristán Juan Ferrer, diciendo que venía a confesarla. Cecilia le dijo que no podía pero Pedro la llamó y Ana «bajó» (por lo visto estaba recluida en algún piso superior de la casa y a pesar de las cadenas podía moverse con cierta facilidad) y comenzaron a hablar. Ana le recriminó su tardanza a lo que el vicario argumentó que no había ido antes «por ser el caso que era». Cecilia comprendió que debía acceder a que don Pedro la confesase y lo consintió pero apremiándoles con la excusa de que «la masa ya está en el horno» y se quería ir. Creyendo que Ana se quedaba confesando se retiró de la estancia a sus quehaceres para dejarlos a solas en confesión. Al poco rato le pareció ver una sombra que cruzaba por la casa y salió para ver qué ocurría. Sorprendida y asustada pudo comprobar que no estaban ni Ana ni el vicario. Entonces empezó angustiada a llamarla a voces por la calle pero nadie le respondió. Una pequeña niña le dijo que Ana había ido a la iglesia. Cecilia se fue inmediatamente a casa del teniente de alcalde Juan de Barea para informarle de lo ocurrido. Al cabo de una hora volvió a su casa y vio que Ana ya estaba allí de nuevo. Pero ¿qué había ocurrido durante ese tiempo?

Algunos testigos manifestaron que estaban convencidos, y otros que habían oído murmurar, que la idea de refugiarse en la iglesia se la había aconsejado el cura a Ana «porque si no no se entiende que no lo hubiera hecho hasta entonces». En este punto de la historia enlazamos con la declaración del vicario, quien manifestó que «un día de agosto» (omite mencionar la visita a Ana para la confesión) cuando fue a la iglesia se encontró en su interior a Ana de Ruescas que se había salido de la cárcel y le había pedido protección. El vicario la metió en la sacristía vieja de dicha parroquia («que está debajo del altar mayor») con la ayuda de Juan Ferrer, el sacristán. Allí ella le manifestó que estaba presa por adúltera y que la habían condenado a muerte. Al poco rato irrumpió en la iglesia «con mucha cólera y enojo» el teniente de alcalde Juan de Barea, el cual tomó a Ana y pretendió sacarla «por la fuerza» de la sacristía y «parte sagrada donde estaba» para devolverla a la cárcel (obsérvese en las declaraciones del vicario el énfasis en los conceptos «por la fuerza» y de «lugar sagrado» sabedor que estos eran los principales fundamentos de la violación del derecho de asilo que podía asistir a Ana de Ruescas). El juez presbítero don Juan Simón, encargado del interrogatorio eclesiástico, quiso aclarar dos aspectos que consideraba claves en el esclarecimiento de los hechos: quién saco a Ana de la iglesia y si se hizo con violencia. El primer punto quedó aclarado por la declaración de un testigo (Pedro Castellano) que manifestó que Juan de Barea la sacó «de la mano» sin ayuda de nadie. Y por lo que respecta a la violencia todos los testigos coincidían en señalar que vieron salir de la iglesia al sacristán sangrando abundantemente en una mano. Aquel detalle se convirtió en una prueba esencial para confirmar la violación de la inmunidad del lugar sagrado de la iglesia.

El sacristán era la persona que mejor podía esclarecer aquel extremo. Pero no aclaró mucho las cosas. En sus declaraciones manifestó que el alcalde estuvo «bregando» con fuerza con él y con el vicario intentando sacar a Ana fuera del recinto de la iglesia. De pronto se sintió herido en una mano y empezó a sangrar de forma alarmante y por ello tuvo que abandonar la trifulca para ir a curarse. Preguntado por el autor de la herida el sacristán se limitó a decir que no sabia ni presumía quien lo hizo, y que «bregando con el alcalde se hirió»37. Cuando volvió al lugar de los hechos ya no había nadie en la iglesia. Algunos vecinos «con gran escándalo y murmuración» comentaban que Juan de Barea había sacado «con fuerza» a Ana de la iglesia y la había devuelto presa a donde estaba. Continuó relatando el sacristán que el vicario Pedro Ferrer, consciente de la gravedad de los hechos, quiso manifestar su autoridad en defensa del derecho de asilo de Ana y evitar su ejecución, protestando enérgicamente ante los alcaldes Diego Ruiz y Vicente García, que eran los que la habían juzgado, haciéndoles requerimientos tanto por palabra como por escrito para que devolvieran a Ana a la iglesia y no permitiesen que se llevara a cabo la sentencia. Al mismo tiempo cursó un «propio»38 a un letrado para que le asesorara en lo que debía hacer ante semejante ignominia, y otro a la Ciudad de Cuenca para informar al obispo, pidiendo urgentemente «censuras y comisión» contra los alcaldes. Algunos testigos manifestaron que «habían oído» que se había enviado a alguien a Cuenca a por las «censuras». De hecho así debió ser, pero al parecer no se hizo con la diligencia que requería la situación. Por este motivo se inquirió a los testigos sobre este extremo. Mateo Sánchez (en cuya casa estuvo presa Ana) dijo haber protestado también a los alcaldes para que devolvieran a Ana a la iglesia y manifestó su ignorancia sobre si el cura había sido remiso en despachar las censuras contra los alcaldes. Su mujer, Cecilia, se limitó a decir que «había oído decir» que el cura había enviado a Cuenca a por censuras, pero que desconocía cuándo los envió y si fue remiso en hacerlo.

La lejanía de Cuenca y el aislamiento geográfico de Mira fueron probablemente los motivos transcendentales de tan fatídico resultado39. Las aproximadamente 18 leguas (unos 100 Km.) de distancia que les separaban de la capital conquense, por un camino tortuoso y difícil jugaron un papel esencial en el desarrollo y desenlace de aquel dramático suceso. Sin que lleguen a quedar claras las circunstancias lo cierto es que el día 5 de agosto (tan solo cuatro días más tarde de los luctuosos hechos de la iglesia) los alcaldes ordenaron que se llevara a cabo la sentencia en el cadalso dispuesto en la plaza, prohibiendo que ningún seglar fuese osado de subir a él bajo pena de doscientos azotes. Fueron testigos: Martín Ruiz, alguacil; Bartolomé Conde, Francisco de Fez y Sixto Martínez viejo, todos ellos vecinos de Mira. Se hizo pregón público y Ana de Ruescas fue sacada del lugar donde se encontraba presa con sus «prisiones y cadenas» y entre la expectación y la murmuración del pueblo allí congregado fue atada de pies y manos y entregada a su marido Martín Sanz, quien le tapó los ojos y la degolló «por la garganta». El cuerpo desangrado quedó allí expuesto «un rato» sobre el cadalso en medio de la multitud hasta que la justicia se lo llevó. Fueron testigos presentes: Sixto Martínez, alcalde de la Santa Hermandad, Juan García, regidor y Juan Ferrer, así como el escribano Vicente García en nombre de Domingo del Orrio. Según la declaración de Mateo Sánchez tan solo una hora más tarde llegó el mensajero de Cuenca con las censuras, pero Ana ya estaba muerta. Hubo general consternación en la villa y el vicario salió huyendo porque algunos vecinos lo culparon de haber sacado a Ana de la cárcel para llevarla a la iglesia o al menos de haberle aconsejado para que lo hiciera y tuvo miedo de que el tribunal del provisor del obispado pudiera acusarlo de esto. Nada dice este expediente de cuál fue el destino de su amante Juan García, condenado como ella a ser entregado a Martín Sanz.

Ante esta dramática situación podemos plantearnos algunas preguntas: ¿Conocían los alcaldes el envío de este mensajero a Cuenca? Más tarde o más temprano acabarían sabiéndose los hechos en el obispado. Entonces, ¿eran conscientes los alcaldes de a lo que se exponían cuando llegase a oídos del obispo los acontecimientos? ¿Conocían las consecuencias que podía tener el hecho de haber violado el derecho de asilo de la iglesia? Y si esto fue así ¿por qué siguieron adelante con la ejecución?

Los interrogatorios del juez provisor episcopal tuvieron lugar los días 27 y 28 de agosto. Este último día el juez ordenó al teniente de alcalde Juan de Barea y a los alcaldes ordinarios Diego Ruiz, Vicente García y al vicario Pedro Ferrer que comparecieran en el plazo de doce días bajo pena de excomunión ante el licenciado Felipe de Villagómez, fiscal de la audiencia episcopal y ante el provisor de la ciudad y obispado de Cuenca, en razón de las posibles responsabilidades que pudieran tener en los hechos acontecidos en Mira. Se sabe que a principios del mes de septiembre todos los alcaldes estaban presos en Cuenca en la cárcel real, acusados de haber violado la inmunidad de un lugar sagrado.

En cuanto al vicario Pedro Ferrer, se presentó el 6 de septiembre ante el inquisidor don Juan Fernández Vallejo «a quien competen todas mis causas criminales privativamente» (recordemos que como funcionario del Santo Oficio solamente podía ser juzgado por un tribunal inquisitorial) con la acusación de haber sacado a una mujer de la cárcel para llevarla a la iglesia. Inmediatamente el inquisidor ordenó encerrarlo en la cárcel de familiares de Cuenca40. Allí permaneció durante veintidós días, al cabo de los cuales el propio Pedro Ferrer pidió confesión mediante carta de fecha 28 de septiembre para poder volver a su casa «donde hacía mucha falta». El día 2 de octubre volvió a enviar otra carta en el mismo sentido. Los inquisidores finalmente accedieron a ello y aquel mismo día lo mandaron llamar. Don Pedro relató todo lo ocurrido en la iglesia pero negó haber sacado a Ana de la casa donde se encontraba presa ni haberle aconsejado que lo hiciera y mantuvo que no sabía quién la pudo sacar o ayudarle a salir. Nada nuevo estaba aportando a lo ya conocido. Entonces el inquisidor le recriminó que si lo negaba todo cuál era el pecado que quería confesar. El vicario en primer lugar quiso dejar claro que se había presentado ante el tribunal inquisitorial de forma voluntaria porque los inquisidores eran los jueces a los que competía entender en su causa y que quería que se informara de ello al Provisor de Cuenca, que era quien lo había citado. A continuación confesó que siendo cura estaba obligado a defender la inmunidad de la iglesia y por eso requirió en muchas ocasiones a «los alcaldes» (habla en plural) que no podían sacarla en virtud «del privilegio y exenciones que la Iglesia tiene concertado con su Santidad». Pero a continuación añadió que él no había hecho resistencia, y éste creía que era su pecado.

Dicho esto se ordenó dar traslado de dicha confesión al promotor fiscal del Santo Oficio don Alonso de Vallejo, quien aquél mismo día formuló acusación en el sentido de que, habiéndose refugiado Ana de Ruescas en la iglesia; y habiendo sido sacada por la fuerza por Juan de Barea; y estando en todo presente el acusado Pedro Ferrer, sabedor de que Ana estaba condenada a muerte y por ese motivo se había refugiado allí y que posteriormente los alcaldes iban a ejecutar la sentencia a pesar de conocer lo que había ocurrido, Pedro Ferrer «con notable omisión, aunque sin malicia ni descuido de su obligación de sacerdote debía haber defendido la inmunidad y despachar enseguida un propio a esta ciudad para que se acudiera a la defensa de la mujer» y no lo había hecho habiendo tiempo material para ello. Por tanto estaba notablemente culpado por la muerte de Ana y por ello el fiscal pidió que se le condenase en las penas arbitrarias oportunas conforme a la calidad del delito. Finalmente la condena quedó en una simple amonestación por parte de los inquisidores para que «quedase quieto y pacífico y se abstuviera de cometer semejantes delitos» so pena de ser castigado con rigor y lo condenaron al pago de 2.000 maravedíes para los gastos del tribunal. Firmaron esta sentencia los inquisidores: Juan Fernández Vallejo, licenciado Sebastián de Frías y don Juan Quixada de Almaraz.

6. CONCLUSIÓN

Durante el siglo XVIII las diversas bulas pontificias, los breves y los concordatos emanados de la Iglesia Católica acabaron por anular de hecho el Derecho de Asilo tal y como fue conocido y aplicado hasta entonces, si bien las autoridades eclesiásticas tampoco pusieron demasiado empeño en defenderlo como lo habían hecho en los siglos anteriores. En esta pugna por el control de esta jurisdicción entre Estado e Iglesia acabó imponiéndose el primero, y a finales de dicho siglo el Derecho de Asilo había desaparecido como privilegio de fuero clerical.

Con este trabajo hemos pretendido dar a conocer uno de los raros y generalmente poco conocidos ejemplos de violación de la inmunidad que otorgaba el Derecho de Asilo ocurrido en estas tierras fronterizas situadas entre los «tres reinos» (Valencia, Castilla y Aragón). Tanto en Historia como en Derecho se sigue investigando actualmente para completar una visión comparativa, global y sistemática de la práctica y evolución de este derecho en los diferentes pueblos, sistemas y ámbitos jurídicos. La palabra «asilo» significa «lugar privilegiado de refugio para los delincuentes» pero también tiene otra significación más amable como es el de «establecimiento benéfico donde se refugian los menesterosos». El antiguo «derecho de asilo» medieval no fue más que el precursor del moderno asilo político41. Porque hoy desde unos planteamientos distintos en el fondo este derecho sigue estando en plena vigencia, no solo en el actual Derecho Canónico como hemos dicho, sino que está recogido como derecho del individuo en declaraciones de derechos fundamentales, como es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 14. Ahora ya no se trata de delincuentes ni maleantes que se refugian en las iglesias huyendo de la justicia o de la injusticia pero hoy se utilizan las embajadas y se cruzan las fronteras. El fenómeno se repite con la multitud de refugiados que llegan cada día buscando «asilo» y ayuda porque son víctimas de persecuciones políticas, étnicas, guerras, hambres, etcétera y tanto los estados democráticos como las instituciones de tipo religioso o caritativas tienen —tenemos— la obligación de asistirles y de protegerles en la medida de lo posible.

1 Podemos inferir que se trataba de una población de cierta importancia si la comparamos con otras de su entorno. Los datos más aproximados en el tiempo de que disponemos son los del «Libro de las pilas que hay en el Obispado de Cuenca, que está dividido en mayordomías y vecinos excepto el Arciprestazo de Alarcón, que se cuenta por sí» (1594) que da una cifra de población en Mira de 200 vecinos (Camporrobles y Landete tenían 80 cada una y Utiel 800) y los 123 vecinos que ofrece el censo municipal de Requena y sus aldeas hacia el año 1646 (para un total de 780 que tenía en su conjunto la villa de Requena «con sus arrabales y caseríos») (A.H. Simancas – Diversos de Castilla. Leg. 23 nº 1. «Relación de la vecindad de la villa de Requena. Villa y lugares de su partido así realengo y eximidos como de señorío y abadengo. Por testimonio del escribano de Ayuntamiento …»). Este descenso poblacional, generalizado en toda Castilla, se debió al efecto que sobre la población tuvo la expulsión de los moriscos en 1609.

2 Díaz Ibáñez, Jorge: Iglesia, sociedad y poder en Castilla. El Obispado de Cuenca en la Edad Media (siglos XII-XV). Alfonsípolis. Cuenca. 2003. Pág. 252 y 271.

3 Al parecer de la «Casa de la Cadena» de Utiel fue extraída violentamente por la justicia real la vecina Juana González, que se había refugiado en ella buscando el deseado derecho de asilo. Citado por Cremades Martínez, Miguel. La Historia de Utiel en su sus documentos. Vol. II. Utiel. 2005. Págs. 34 a 38 (no se indica el año).

4 Domínguez Ortiz, Antonio: El antiguo régimen: los Reyes Católicos y los Austrias. Historia de España Alfaguara. vol. III. Alianza Universidad. 1976. Págs. 220-224.

5 Aún hoy figura esta protección en el Derecho Canónico «… los reos que se refugiaren en ellas (las iglesias) no podrán ser extraídos, fuera del caso de necesidad, sin el asentimiento del Ordinario, o por lo menos del rector de la Iglesia». (Lib. III, P. II. Sec. I. Tit. IX. Art. 1179).

6 «Las Partidas» proclamaban el asilo precisamente en el palacio del rey, cuya paz acogía a las gentes perseguidas, quedando exentas incluso de la acción de la justicia regia, que solo actuaría en caso de traición. («Partidas», 2.17.2)

7 En determinados momentos históricos altomedievales se recogen este tipo de prerrogativas para atraer a gentes con quien repoblar los territorios conquistados y así se expresa en los fueros concedidos. Por ejemplo en el de Cuenca (1190) se subraya que los muros de las villas ofrecen seguridad y las gentes que vayan a repoblar no deben responder de «enemistad, deuda, fianza, herencia, mayordomía, merindad ni de cualquier otra cosa que hayan hecho antes de la conquista de Cuenca» (Privilegio de los pobladores, Cap. I, 10)

8 Algunos fueros medievales reconocían este privilegio a lugares civiles como los palacios de los infanzones. Véase Sánchez Aguirreolea, Daniel «El derecho de asilo en España durante la Edad Moderna». Revista Hispania Sacra. Instituto de Historia. CSIC. Madrid. Vol. LV. Nº 112. 2003. Pág. 577.

9 Véase Fernández de Bethencourt, Francisco. «La familia Córdova en Utiel» en Historia Genealógica y Heráldica de la Monarquía Española. Casa Real y Grandes de España. Madrid. 1897- 1918. Vol. IX. Págs. 624-644; Ballesteros Viana, Miguel. Historia de Utiel. Ayto. de Utiel. 1973. Pág. 351 y 443; y Martínez Ortiz, José. Heráldica de Utiel. Págs. 74 y 75.

10 Bernabéu López, Rafael. Leyendas y Tradiciones Requenenses. Fiesta de la Vendimia. Requena. 1995. Págs. 66 y 67.

11 Sánchez Aguirreolea. Op. cit. Pág. 585.

12 El XII Concilio de Toledo (681) estableció un espacio de 30 pasos alrededor de las iglesias para que los allí refugiados pudieran atender a sus necesidades sin ensuciar ni causar molestias en el interior de los templos o los claustros. (Tejada y Ramiro, J. Colección de Cánones y de todos los concilios de la Iglesia española traducida al castellano con notas e ilustraciones. Madrid. 1855. Tomo I, Pág. 478).

13 Evangelio de san Lucas, 7, 36 a 50.

14 Tit. V, ley VIII.

15 Partida I, Tit. XI, ley IV. Esta exclusión también fue recogida por los RR.CC. en su pragmática de 1498 (Toledo) quienes ordenaban que fuesen sacados y puestos en cárcel seglar.

16 Eymerich, Fr. Nicolás «Directorivm Inquisitorvm». 1376. Art. LI. «Sobre la privación de las dignidades, honores y beneficios eclesiásticos y públicos que se inflige por la herejía».

17 El «entredicho» era una censura o pena eclesiástica que prohibía a ciertas personas o en determinados lugares el uso de los oficios divinos, de algunos sacramentos y de la sepultura eclesiástica.

18 En las Cortes de Madrid de 1551 se propuso que los jueces pagaran de «su bolsa» los daños materiales causados en las iglesias. Sánchez Aguirreolea, Op. cit. Pág. 579 a 581.

19 «Constituciones synodales del Obispado de Cuenca. Hechas por el reverendísimo señor don Diego Ramírez de Villaescusa, Obispo de Cuenca, capellán mayor de la Reyna doña Juana, nuestra señora (…)». Cuenca. MDXXXI. Fol. 46v – 49 vto.

20 Esta práctica fue regulada mediante el Concordato de 26-9-1737 a partir del cual estos reos no gozarían de inmunidad y tampoco se consideraría la existencia de derecho de asilo en iglesias o ermitas donde no se guardara el Santísimo Sacramento.

21 Francia Lorenzo, S. Delincuentes. El derecho de asilo en Palencia. Palencia. Cálamo. 2001. Pág. 232.

22 Sánchez Aguirreolea, Op. Cit. Pág. 583 y 584.

23 Archivo de la Catedral de Cuenca. Estatutos, f. 34r. Citado por Díaz Ibáñez. Op. cit. Pág. 254.

24 En el sexto mandamiento se prohíbe expresamente «No cometerás adulterio» (Éxodo, 20, 14).

25 Evangelio de san Juan, 8, 3-5. En este mismo pasaje se hace referencia a que en la Ley de Moisés «las mujeres» sorprendidas en flagrante adulterio deben ser apedreadas.

26 Véase Pérez Escohotado, Javier Sexo e Inquisición en España. Colección «Historia de la España sorprendente». Ed. Temas de hoy. 1992. Pág. 72 y 73.

27 Fuero Real. Ley I, tit. 7. Lib. 4. Pena de los adúlteros.

28 Ureña y Smenjaud, Rafael. El Fuero de Cuenca. Ed. Universidad Castilla-La Mancha. Cuenca. 2003. Libro I, Capítulo XI, 28.

29 Durante la Edad Media y algunos siglos posteriores, en Castilla el acto del matrimonio constaba de dos fases: el desposorio y la velación. A su vez el desposorio se desdoblaba en «por palabras de futuro» (especie de petición de mano) y «por palabras de presente», acto en el que los dos esposos se entregaban verdaderamente el uno al otro (única ceremonia válida a los ojos de la Iglesia) y entonces tenía lugar la velación, que consistía en una solemne bendición hecha algún tiempo después de celebrado el matrimonio.

30 «Ordenamiento de las leyes que D. Alfonso XI hizo en las Cortes de Alcalá de Henares el año de mil trescientos y cuarenta y ocho». Madrid. 1774. Tit. XXI, Ley I. «De los adulterios y los Fornicios». Las Leyes de Toro (1505) limitaron la posibilidad de que el marido se quedara con los bienes del cómplice y con la dote de su mujer a que los ejecutara por sentencia de la Justicia Civil. (Ley 82)

31 Córdoba de la Llave, Ricardo «Adulterio, sexo y violencia en la Castilla Medieval». Rev. Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, Hª Moderna, t. 7. 1994, Pág. 174.

32 Ibídem. Pág. 175.

33 Ibídem. Págs. 165-167.

34 Bernabéu López, Rafael. Historia crítica y documentada de la ciudad de Requena. Requena. 1982. Págs. 203 y 226.

35 Mira en esta época contaba con una iglesia y varias ermitas. Estamos hablando del mismo edificio existente en la actualidad bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción. Todavía tenía su acceso principal por su lado de Poniente, ya que hasta 1792 no se procedió a la gran reforma definitiva que le daría su fisonomía actual, abriéndose un nuevo acceso por el lado de Mediodía.

36 Archivo Diocesano de Cuenca. Inquisición. Leg. 423 nº 5939. 1627.

37 Esta falta de memoria del sacristán pudo estar motivada por el hecho de que, como confesó posteriormente en su declaración, era pariente tanto del cura como de los alcaldes. Inmediatamente después de admitir este parentesco se apresuró a aclarar «¡pero he dicho la verdad!».

38 Un «propio» era equivalente a un mensajero. Es decir una persona que se enviaba a algún lugar con un recado o una carta

39 Por Mira transcurría el camino que desde la Edad Media comunicaba la capital conquense con Valencia a través de Mohorte, Reillo, Cardenete, Víllora, Mira, Camporrobles y Utiel, donde enlazaba con el «Camino de la Corte». 

40 La inquisición disponía de tres tipos de cárceles: las del «secreto» donde se encerraban a los reos mientras duraban sus proceso; las de la «Penitencia» destinadas a los reos con sentencia firme de prisión para que cumplieran su condena, y las llamadas «Cárceles de familiares» o «medias» que era donde eran recluidos los funcionarios del Santo Oficio acusados de haber cometido algún delito. Estas, más que celdas solían ser habitaciones compartidas e incluso algunas veces la reclusión tenía lugar en casa de algún otro cargo de la Inquisición.

41 Véase Rico Aldave, Hipólito El Derecho de Asilo en la Cristiandad. Fuentes Histórico-Jurídicas. Pamplona. 2005.

 

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