MEMORIAS DE UN OCHENTÓN

Los detergentes de antaño: “en las Casas de Moya venden arena y de la Venta van a por ella”

© Feliciano Antonio Yeves Descalzo (Memorias compiladas en el otoño de 2000)

La tía María Escribano, junto a su marido el tío Teófilo y sus hijos Emilio, Julio y Julia, vivía en la calle de la Fuente, en la caída frontal de la calle de los Arcos (actual Victorio Montes) hacia la fuente.

De aquella familia, la tragedia de la guerra y posguerra podría contar mucho. Los dos hijos, Emilio y Julio, murieron tuberculosos; el primero, herido en el frente de batalla, buscó, naturalmente, su convalecencia en su domicilio; pero Julio ya estaba muy tocado por la tisis, y murieron ambos en el año 40 o 41. El tío Teófilo y su mujer, ésta más fuerte y bravía, no tardaron en morir; y sólo quedó la Julieta, que casó después con Antonio Pardo Moya, el amigo Mores.

Todo esto lo cuento con tristeza, porque Julio era amigo de calle y de ronda, junto con Ángel el Cojo de Panojita y Pepe Broseta. Y quiero dejar alguna nota más alegre de aquella vecindad y amistad en estas notas, porque entre penurias y pesares, trabajos y travesurillas, nosotros, que éramos niños (hablo de los años 20 y 30 del siglo XX) nos divertíamos a nuestra manera, sin tener una “perra” y sin necesidad de juguetes, pues con un azuelo, un bote y un chompo, teníamos suficiente.

La tía María Escribano era de las Casas de Moya y recuerdo que siempre nos cantaba un cantarcillo alusivo a su origen, que decía: “En las Casas de Moya venden arena, y de la Venta van a por ella”. Y es que aquello era verdad, como explicaré.

Antiguamente (me remonto a los años 50 del siglo XX) no se habían inventado los detergentes. Únicamente existía el jabón, un buen jabón (me acuerdo de aquellos rótulos: “Lizariturri-Rezola”, “Jabón Lagarto”) y digo que en Venta del Moro, de antaño hubo fabriquilla de jabón –que llegó a ser renta estancada como el tabaco- en los siglos XVIII y XIX. Pero, a lo que vamos: las amas de casa aparte del lavoteo y fregoteo con el agua correspondiente, de ropas y enseres de cocina, usaban el estropajo, el jabón –que racionaban escrupulosamente- y la arenilla para fregar; a ello añadiremos, para quitar las manchas, la greda o arcilla esméctica que absorbía las grasas con tiempo y remojo. Así pues, de vez en cuando, las muchachas y los muchachos (mis amigos y yo) íbamos provistos de un azuelillo para sacar arena en algunos lugares y covachas de la vía del ferrocarril en construcción del Baeza-Utiel, y en otras cuevecillas de la Cuesta de la Noguera, para proveer de arena y greda a nuestras madres. Y ni que decir tiene que, de vez en cuando, el aprovisionamiento de agua potable -ya en nuestro caso de la Fuente Nueva, pues de la Fuente Vieja de los Desmayos ya no se surtía nadie en mi niñez- corría de cuenta de las mozas y de los chicos y chicas de menor edad.

Y en cierta ocasión, la tía María Escribano y mi madre, nos enviaron a traer agua de la fuente; Julio con un botijo blanco y yo con un cantarillo. Los dos hubimos de interrumpir nuestros juegos de tángana y zanco, para obedecer el mandato materno. Pero no estábamos muy conformes, es decir, que íbamos a regañadientes. Tan a regañadientes que ambos nos miramos como si pensáramos lo mismo. Resultado: que al regreso de la fuente, ya cargados nuestros recipientes con agua fresca, ganduleando y restregándonos por la pared de las briseras de la fábrica de Vento Galindo, sin querer – y esto es cierto y a estas alturas hay que decir la verdad- a mi cantarillo se le incrustó una piedrecilla de la pared y se le hizo un agujero que sirvió de chorro y surtidor; y, al mismo tiempo, Julio dio un traspiés y el botijo se hizo cascos.

En resumen: la tía María y mi madre, que eran buenísimas, pero no eran mancas, nos atizaron cuatro o cinco capones, justificadísimos, para que aprendiésemos a hacer bien los mandados.

He dicho que la tía María era buena –y de mi madre ¡Qué voy a decir!- y siempre me tuvo en gran cariño y perduró hasta su muerte. ¡Pobre mujer, que vio morir casi seguidamente a sus dos hijos, de 20 y 24 años respectivamente, ante su desesperación por no poder salvarlos! ¡y eso que ella ya había salvado, de recién casada y parida –de un niño que murió al nacer- con su abundante leche materna, haciendo de nodriza de Pedro Monteagudo Monteagudo, de Jaraguas, que luego fue el farmacéutico del pueblo!. Yo vi escenas cariñosísimas de Pedro con su madre de leche la tía María, y con su esposo el tío Teófilo, a quienes siempre agradeció su cariño. Pero ni el amor, ni la farmacia, ni las frecuentes ayudas de Pedro a la familia, fueron remedio para la muerte y enfermedad de mis dos amigos, Emilio y Julio García Escribano.

Todo esto ha venido a colación por el cantar de la tía María que decía –“En las Casas de Moya venden arena...”-. y es que realmente la arena fina se necesitaba. Dígalo, si no, un buen hombre de Caudete, que de vez en cuando asomaba con su carrillo y su burra trayendo su carga de arena para vender en la Venta, por ser de lo más fino. De la greda y de alguna otra arena, nos encargábamos, según se ha dicho, nosotros, los muchachos, y también las muchachas, aprovechando el caso para tratar para verles las bragas o adivinar su color, lo que alguna vez nos valió algún manotazo sin más trascendencias.

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro

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