El oficio de tinieblas: Semana Santa en Venta del moro

© Feliciano A. Yeves Descalzo

Los llamados “oficios de tinieblas” por la Iglesia Católica siempre fueron los rezos de maitines (primera hora canónica) de los tres últimos días de la Semana Santa, y se denominan “de tinieblas” porque los oficios nocturnos del Jueves al Viernes Santo se celebraban en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén (Roma) a obscuras, con una sola luz que alumbraba al lector, contrastando con las grandes luminarias de la noche del miércoles al jueves y del sábado al domingo de Pascua.

Actualmente, tras los cambios litúrgicos derivados o acordados por el Concilio Vaticano II, estos Oficios tienen lugar en la función litúrgica del Viernes Santo, generalmente a media tarde.

Los Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas coinciden al relatar lo ocurrido al expirara Jesucristo, nuestro Redentor, en el patíbulo de la cruz: “Desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona”. San Lucas es todavía más explícito: ”Y era ya como la hora sexta, y se produjeron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona, habiendo faltado el sol; y se rasgó por medio el velo del santuario. Y clamando con voz poderosa, Jesús dijo:  Padre en tus manos encomiendo mi espíritu y dicho esto, expiró”. 

Como se desprende del relato evangélico, llegó (entre la una y las tres de la tarde) a obscurecerse el sol y la tierra quedando todo en tinieblas.... TINIEBLAS: del latín “tenebrae, tenebrarum” -Obscuridad, privación o negación de la luz; la noche.

Tras esta pequeña digresión entre lo evangélico y lo filológico, paso a significar algunos aspectos tradicionales y costumbristas de la Semana Santa venturreña y muy particularmente de las funciones religiosas, tal y como las recuerdo del primer tercio del siglo XX, concretamente en mi niñez.

Ya se venía anunciando, como es lógico en los últimos domingos de la Cuaresma las proximidades de la Semana Santa y la Pascua, tras la popularidad de ciertas licencias, bailes y juerguecillas carnavaleras y el consiguiente Miércoles de Ceniza. Así se venía diciendo de padres a hijos y tertulias nocherniegas algunos cantarcillos de sucesos y anuncios dominicales, así como: “El domingo de Lázaro maté un pájaro; el domingo de Ramos lo pelamos; el domingo de Pascua lo eché en el ascua; el domingo de Quasimodo me lo comí todo, y el domingo de la Trinidad tiré los huesecillos al corral”.

El domingo de Ramos, preludio de la Semana Santa, los feligreses asistentes a la celebración dominical recibían su correspondiente ramo de olivo –el tío Miguel Defez, el sacristán, previamente había hecho acopio de retallines y ramillas de su propio olivar-, enarbolándolo para ser bendecido por el párroco antes de celebrar la santa misa.

Era costumbre guardar el ramo todo el año, sustituyendo el ya reseco del año anterior, en sitio distinguido del hogar o de su balconaje o vanos al exterior, impetrando con ello la bendición del Cielo y como protector ante las tormentas y extremosidades del tiempo climático que amenazaba las cosechas.

Metidos de lleno en Jueves Santo, las cosas se ponían tristes, pues tras la celebración de la Misa en que Jesús instituyó la Eucaristía, el lavatorio de los pies (simbólicamente, recuerdo, lo hacía el cura celebrante a su sacristán como representante del apostolado) y la reserva del Santísimo en el “Monumento”, previamente levantado y adornado por la feligresía femenina con los propios ornamentos que para el caso se guardaban en la sacristía y los famosos “vergeles” que las mujeres habían criado en macetones plenos de tallos germinados de una espesa siembra de trigo o centeno, durante meses en la plena obscuridad de lo más recóndito del hogar, rivalizando en frondosidad y en altura como homenaje y dedicación al Santísimo Sacramento. 

Y aquel mismo día, tras la solemne procesión de algunos “pasos” que tradicionalmente acompañaban al Nazareno por los tránsitos del pueblo, era digno de observar cómo se velaban con paños negros o morados las imágenes del templo parroquial, cómo se sujetaban los badajos campaniles para que no tañeran lo más mínimo, cómo se sacaban de un arcón reviejo las carracas o matracas de madera para sustituir a las campanas y campañillas avisando en horas acostumbradas a los feligreses para acudir a la celebración de los Oficios de Tinieblas en la noche del jueves al viernes Santo. Los monaguillos parecían enloquecer dando vueltas a las “matracas”, calle por calle y rincón por rincón del pueblo, como si fuera un novedad nunca vista, especialmente para los aprendices.

Y no era extraño que se escapara algún coscorrón, pues el asunto, que pregonaba la tristeza, suscitaba encontronazos y rivalidades por lo que algunos muchachos, por su cuenta, para ayudar y divertirse con esta costumbre, ya se habían provisto del artefacto “matraqueño” comprándolo en alguna carpintería del pueblo. Por aquellos tiempos los aperadores Eugenio Cárcel, Adrián Defez y Francisco Clemente hacían su pequeño agosto en plena primavera fabricando algunas carracas, pero en mucha mayor cantidad los famosos mazos de madera para golpear palos y postes secos colocados por el sacristán en los laterales de entrada a la iglesia o templo parroquial, como después se dirá.

Recuerdo que algún año, no todos, la religiosidad de la feligresía llegó a velar, por tunos de parejas, adorando al Santísimo expuesto en su Monumento, hasta la hora temprana de la Procesión de los Pasos.

Y este acto, primero del Viernes Santo, de costumbre y tradición muy popular y gran acompañamiento, se ha venido celebrando a través de los tiempos muy solemnemente en nuestro Calvario. Primero la imagen del Nazareno, seguida después por la Virgen Dolorosa, ascendían el montículo por el caminillo serpenteante donde los catorce casilicios de las estaciones del Vía Crucis (Camino de la Cruz) se alzaban y aún se alzan orando y recordando “los pasos” del Señor hasta llegar a la cumbre de su Crucifixión, aquí representada en una humilde capilla en la que Cristo aparece clavado en su patíbulo crucificado y expirando.

Muchos niños acompañaban a sus padres o hermanos y hermanas en esta procesión y otros muchos quedaban durmiendo todavía en horas tan tempranas. Pero les esperaba algo en que, de otra forma, quizás más violenta y espectacular, sus infantiles almas colaboraban en el triste recuerdo anual de la muerte afrentosa de Jesús en la Cruz y oraban a su manera resaltando la tenebrosidad del más triste día del año golpeando con sus mazos de madera los resecos palos preparados de antemano a la puerta o aledaños de la iglesia. Generalmente desde las once de la mañana hasta las tres de la tarde “entre las horas sexta y nona” de los relatos evangélicos,el bronco golpeteo retumbaba en los espacios hasta, según algunos vecinos, oírse como un sordo retemblor en la aldea de Casas del Rey. Los más esforzados muchachos llegaban a caer exhaustos y desmadejados tras el continuo golpeteo y era de ver la rivalidad de los “parcheleros” y los “picoteños” en esta fogosa recordanza de las “tinieblas del Viernes Santo” a la misma hora en que murió Jesús.

En mi libro “Cuentos y Leyendas de mi pueblo: Venta del Moro” publicado en 1997, se cuenta la hazaña de un muchacho grandullón que se desahogó de sus revoltosos pecadillos “golpeando del palo con su mazo hasta derrumbarse de cansancio, llorando y riendo al final, como un poseso, al verse anímicamente libre de sus barrabasadas: era promesa de penitente contrito. El cuento a que me remito se tituló “Las tinieblas del Viernes Santo”. 

Y después, tras el reposo en un silencio suspenso en los aires pueblerinos, los graves Oficios y la subsiguiente procesión del Viernes Santo, en puro y triste recogimiento, Cristo Crucificado seguido por su Madre la Virgen Dolorosa. Y cierre total de cualquier bullicio y retirada nocturna hasta ver amanecer el día que, por entonces, se llamaba el Sábado de Gloria, eran todavía tiempos preconciliares.

Las gentes venturreñas, en la casi siempre mañana luminosa y primaveral del sábado semanasantero, particularmente los devotos feligreses que habían vivido la tristeza y pena de los dos días anteriores, andaban bien despiertos, y unos asistiendo a la misa –que general y tradicionalmente se celebraba a las diez de la mañana- y otros con el oído atento y la vista fija en las campanas de nuestra torre, esperaban el clamor del “Gloria, in excelsis Deo” y el volteo campanil, para golpear puertas y ventanas, los banco de la iglesia, las palmas unánimes y los tiros al aire de los cazadores, aldabonazos y alegrías de bienaventuranzas, anunciando la Resurrección del Señor. Era, como se ha dicho, Sábado de Gloria, felicitaciones, preparativos pascueros, tejemanejes y correprisas de las amas de casa, las mozas y las niñas, soñando de antemano con sus parejas, esposos, novios y chiquillería, sabiendo que al día siguiente, Domingo de Pascua, se regocijarían con el espectáculo de un “Judas” colgado del campanario, las enramadas y guirnaldas entre un paseo de pinos en la calle de la Iglesia, y a la ronda de quintos que aquella noche –entre sabatina y dominical- habían cumplido su tradicional deber de ahorcar al traidor apóstol, Judas Iscariote, para, a toque general de las cuatro campañas, arrojarlo al suelo para que la infantil muchachada masculina lo destripara y arrastrara por las calles del pueblo.

Y después, la Procesión del Encuentro, Madre e Hijo, por caminos o calles distintas, caminaban solemnemente para encontrarse en la plaza aledaña al templo entre vítores, aplausos y alegrías imponderables, repetidos año tras año en el gozo antecesor de comer la Mona de Pascua, generalmente en juveniles cuadrillas, por caminos carreteros donde los vehículos o carros de portes y labranzas, enjaezadas sus caballerías y adornados con la flor de la juventud femenina y masculina, rivalizaban por llegar antes a “Las Lilas”, la “Casa Garrido”, la “Casa Nueva”, o “Gil Marzo”, según modas o tiempos, gallardeando por parecer o ser, honradamente, los mejores ante el expectante público venturreño, volcado en calles y plazas, entradas y salidas del pueblo, para animar temeridades y rogar, al mismo tiempo, para que todo se desarrollara sin la menor descalabradura. Algo que empezaba y terminaba, gracias a Dios y nuestra Virgen de Loreto, siempre bien y sin novedad peyorativa y digna de mención.

Primavera de 2011

 

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro

Lebrillo 28