CON UNA MIRADA DIFERENTE

Autora: Raquel Sánchez-Padilla

Los habitantes más observadores de Venta del Moro, aunque acostumbrados al constante tránsito de visitantes de otros lugares que buscan naturaleza y aventura entre los bellos parajes del Parque de las Hoces del Cabriel, habrán observado que últimamente y con espartana asiduidad recorre sus calles y sobre todo sus caminos, veredas y antiguos caseríos un pequeño convoy formado por dos antropólogas acompañadas por alguno de los técnicos del parque.

Estos atentos vecinos que han detectado la presencia de este grupito de investigadores se preguntarán cuál es exactamente la labor que realizan, a dónde van cuando suben al 4x4 y desaparecen por la sierra y porqué repiten esa misma operación semana tras semana. Los más avispados y también los curiosos ya habrán averiguado que la labor de este equipo es "inventariar el patrimonio etnológico del Parque de las Hoces del Cabriel", es decir, rastrean, registran, fotografían y catalogan cada uno de los elementos de la vida tradicional que, muchos de ellos en desuso, testimonian un tiempo y estilo de vida emblemático de estas tierras.

¿Y qué interés puede haber en listar un corral medio derruido, un pozo seco, un camino intransitable, o una era abandonada? ¿Qué puede tener de atrayente algo que estamos cansados de ver desde que nuestro recuerdo nos alcanza, algo que conocemos desde niños, que nuestros padres y abuelos ya empleaban? ¿Por qué los antropólogos o, como acostumbramos a llamar en nuestro país, los etnólogos se sienten tan cautivados por todos estos vestigios que antes enumerábamos? La respuesta a todas estas cuestiones radica en un término complejo y de denso contenido: la identidad.

Efectivamente, inventariar el patrimonio etnológico de esta tierra y quedarnos ahí sin ir más allá de un mero registro, carece de sentido. En ese supuesto caso, se trataría de un ejercicio vano de añoranza que no nos conduciría más que a unos cuantos suspiros nostálgicos y a una pasajera melancolía. Pero no se trata de eso, ¡claro que no! Nuestro empeño va más bien dirigido hacia la recuperación y exaltación de nuestras señas de identidad, al reconocimiento de lo que "representan" en nuestra trayectoria particular y colectiva todos esas huellas del pasado.

Somos lo que los demás han sido en nosotros, lo que nuestro entorno nos ha condicionado, surco de nuestro propio pasado. Si dejamos caer en el olvido el sentido de todo aquello que nos rodea y que por ser parte de lo cotidiano, de "lo de siempre", no prestamos atención, estamos haciéndonos un flaco favor a nosotros mismos. Es nuestro deber mantener vivas nuestras tradiciones, recuerdos y costumbres pues nos explican quiénes somos y nos previenen de caer en los mismos posibles errores del pasado.

Tomar conciencia de nuestra identidad, de lo que nos une, es asegurarse puentes estables de convivencia y armonía, no sólo dentro de una misma generación, sino, lo que es actualmente más importante, entre distintas generaciones. Nuestros jóvenes pueden quedar fascinados al descubrir y comprender que ese caserío ahora derrumbado albergó las intensas vidas de hombres y mujeres que, al igual que ellos, atesoraban sueños e ilusiones, luchaban por conseguir una vida mejor, repleta de satisfacciones y alegrías. Pueden aprender mucho de una existencia en la que prevalecía la búsqueda del bien común, donde la solidaridad y la ayuda mutua estaban a la orden del día.

  

Si somos capaces de cambiarnos la mirada y de contemplar todos estos elementos heredados de nuestra cultura descubriendo en ellos el vigor del trabajo esforzado que todavía late entre sus restos, podemos experimentar algo parecido a lo que sintió la Alicia de Carroll cuando se adentró por la madriguera y apareció ante ella una nueva realidad, un mundo del que nunca antes hubiera sospechado su existencia.

Así pues, me gustaría invitar a los lectores a realizar ese ejercicio de perspectiva del que hablamos que únicamente requiere una pequeña dosis de imaginación, una porción de memoria y otra parte de intuición. Este paseo por el recuerdo procurará una agradable oportunidad para ejercitar el autoconocimiento y el reencuentro con nuestras raíces, lo que explica y colma de sentido nuestro presente.

Para comenzar, podemos escoger algunos de estos elementos del patrimonio etnológico que nuestras amigas del Instituto de Etnología de Valencia, por encargo de la Dirección General de Patrimonio Cultural Valenciano, están inventariando. Yo me decantaré en esta ocasión por un caserío bien conocido por todos, el Roto. La maniobra es bien sencilla, ¿de qué me habla este tejado medio caído? ¿Y estas paredes tantas veces encaladas? ¿Y el paisaje del que forma parte? ¿Quiénes habitaron sus estancias? ¿Cuándo?... Y ahora, con las respuestas, comienza la fase de reconstrucción...

Parece ser que al citado caserío le viene el nombre de un noble hombre al que llamaban "el tío Miguel el Roto", que ya en el siglo XIX trabajaba esas tierras. Algunas décadas más tarde, encontramos a sus ocho biznietos ocupándose de las labores agro-pecuarias de aquella zona, siete hombres y una mujer que desde bien pequeños aprenden las tareas del campo a partir del ejemplo y buen hacer de sus padres. La casa paterna que se encuentra en Casas de Moya está habitada durante la semana por las mujeres de la familia, el resto se "va de semana" al Roto pues no compensa ir y venir diariamente de la aldea al caserío y viceversa. Excepto los domingos que se va a comer a casa, en los períodos más intensos de trabajo como la siega, duermen sobre sencillas camas de paja en el caserío.

La faena es tan cuantiosa en las campañas de siega que es necesario la participación de siete u ocho jornaleros junto a los hermanos. Desde San Antonio (de Padua, 13 de junio) se empleaban los hombres en recoger el fruto de tantos meses de espera y en Santiago (Apóstol, 25 de julio) se remataba con la trilla. No es muy difícil imaginar a estos hombres emparvando bajo un sol de castigo del mes de julio y comprender que uno de los rasgos característicos de nuestra cultura es la capacidad de trabajo y el espíritu incansable.

A través del cultivo de la cebada, la avena, el trigo y el centeno se cubrían parte de las necesidades de alimentación y mantenimiento del ganado y los animales de granja. La avena se empleaba como alimento en la ganadería extensiva (cuando las abundantes nevadas impedían sacar a pastar a los rebaños) y con el centeno se hacía camas para los animales. Con la cebada se alimentaba a los animales domésticos como cerdos y caballerías y el trigo se reservaba para el consumo humano. Además de servirse de su propio molino (también situado en el caserío), era tan abundante la producción de trigo que los propietarios de "el Roto" vendían parte de la cosecha a Julio Pérez, propietario de la fábrica de harinas "La Ideal".

Cabe señalar en este punto de nuestro recorrido por la memoria de "el Roto" que este caserío que contemplamos ahora, abandonado, cubierto de maleza y mortalmente silencioso nos ha ido descubriendo un mundo caracterizado por el bullicio de las labores cotidianas, la actividad frenética de las tareas específicas en la agricultura, la convivencia entre patrones y jornaleros y el florecimiento de la industria de la zona. Él Roto nos habla también de jerarquía familiar, de roles, de tareas y funciones. ¿No es acaso sorprendente todo lo que nos cuentan esas viejas paredes? Volvamos pues a nuestro ejercicio de activar una nueva forma de contemplar "lo de siempre" ...

Cualquiera que realice una excursión por la comarca podría pensar que la vid es sin duda el cultivo tradicional por excelencia de la zona, pero nosotros sabemos que no es así. Las plantaciones de viña son más bien recientes, de los años sesenta del siglo pasado, aunque antes, la familia Haya tenía sus trullos que vendían a "La Primitiva" y "La Loretana", las fábricas de alcohol de los hermanos Antonio y Julio Vento Galindo.

Otra de las actividades primordiales de El Roto era la ganadería. La labor del cuidado y guarda de los atajos de cabras y ovejas se encomendaba a los pastores que vivían todo el año en el caserío. Tres pastores se ocupaban de los dos atajos de cabras y ovejas de la familia Haya, aunque en alguna ocasión también participó alguno de los hermanos en la vigilancia de los rumiantes. Es trabajo arduo y muy "sujeto" el de pastor, todos los días del año el ganado requiere del cuidado y vigilancia bajo la atenta mirada del cabrero u ovejero. No hay domingos ni fiestas para las ovejas y las cabras, al ganado "hay que ganarlo las veinticuatro horas del día".

"Caserío de El Roto"

En los años cuarenta la tarea pastoril era abundante en estas tierras, se podían contar cerca de setenta atajos de cabras y ovejas. A pesar de que actualmente no queda apenas ganadería en la zona, la importancia de esta actividad es todavía palpable a través de las huellas que ha dejado en el paisaje. No podemos olvidar que los venturreños han sido testigos del paso de los trashumantes durante décadas, lo que ha configurado un entorno salpicado de caminos, azagadores, veredas, corrales y fuentes entre otros. La vida del pastor nos habla de alternancia entre momentos de actividad intensa (en la época de la paridera) con otros de ociosidad y silencio, mucho silencio. Las largas jornadas de soledad que caracterizan la labor del pastor perfilan su carácter y su vida social más limitada que la del agricultor. Junto al pastor y alrededor del ganado descubrimos cuadrillas de esquiladores, herreros que fabrican las marcas para distinguir la propiedad de ovejas y cabras, carniceros y hasta industria lanar.

Y así, con nueva mirada vamos descubriendo toda la vida que mora tímidamente en todos esos elementos que tan acostumbrados estamos a ver, que pareciendo muertos y apagados, nos libran del temido olvido y nos arrojan a una existencia más verdadera, más auténtica, más nuestra. Los venturrenos, orgullosos de serlo, ahora saben que también algunos "forasteros" celebramos su abundante riqueza patrimonial de carácter etnológico y les animamos a seguir guardando y estimando lo que es suyo y lo que ellos son.

Deseo expresar aquí mi agradecimiento a Saturnino, Gervasio, Eulogio y Paco, sin su inestimable colaboración, este texto no existiría.

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro
Lebrillo 26