LA TRADICIÓN TROGLODITA DE VENTA DEL MORO

 

Autor: RAFAEL NARBONA VIZCAÍNO (Profesor Historia Medieval Universidad de Valencia)

 

La tradición cavernícola o troglodita venturreña tiene su razón de ser en las prácticas de economía de autoconsumo familiar y las necesidades de conservación de los alimentos. El autor, basándose en gran parte en la tecnología utilizada para la elaboración de las tinajas encontrabas, data en el s. XVIII la posible construcción de muchas de estas cuevas venturreñas (con la probabilidad de existencia de algunas ya a fines del s. XVII y con la construcción de las más grandes a principios del s. XIX). Finalmente, se hace un llamamiento a la necesidad de conservar estas muestras de cuevas domésticas.

 

La referencia a la edad mítica de dominación de los moros, a aquella que no se sabe bien donde situar cronológicamente en el pasado antiguo de nuestra memoria colectiva, subsiste en el imaginario popular hispano y demuestra una trascendencia especial cuando el topónimo de una localidad hace referencia explícita a una circunstancia doble, étnica y geográfica, como es el caso de Venta del Moro. A falta de los testimonios materiales de un castillo o de las ruinas de un poblado anterior, y consiguientemente de la certeza de un tesoro fabuloso y oculto al que añorar, la tradición local señala las cuevas como indicio inequívoco de aquel pasado, desdeñable porque se le cree islámico y por tanto sospechoso y secundario, pero al mismo tiempo asumido como perduración remota de una honorable antigüedad, que es rememorada como elemento ancestral de cohesión de la vecindad.

Conversaciones y rumores de corrillo, historias incomprensibles referidas con seriedad inusual en reuniones donde los mayores pretenden transmitir el sentido de permanencia de un pasado fundamental, que no figura escrito en ninguna parte pero que es imperativo salvaguardar para el futuro, haciendo partícipes del mismo tanto a las generaciones más jóvenes como a los forasteros. Noticias y cuentos transmitidos oralmente que nos hablan de la conexión entre los hallazgos trogloditas aparecidos aquí y allá, tal como si existiera otro pueblo bajo nuestros pies, hundido en las entrañas de la tierra, sobre el que permanecemos sostenidos con un precario equilibrio vital, con sus comunicaciones articuladas respecto a un soñado plano, urbanístico, inverosímil pero intuido, cuyo objetivo habría sido enlazar bajo tierra todo el poblamiento vecinal. Padecería lógico pensar en tales orígenes si las circunstancias históricas hubieran sido otras, pero no hay nada mas alejado de la realidad que reconocer un origen islámico, mudéjar o morisco a los intermitentes y desconcertantes huecos domésticos de esa cultura subterránea, que un poco por todas partes se manifiesta bajo los cimientos de las casas de nuestros abuelos cuando menos lo esperamos.

Pese a todas estas ansiedades, aparcadas en un rincón sombrío de la memoria de uña tradición inventada, parece difícil retraer la historia de Venta del Moro como comunidad vecinal de relativa importancia antes del siglo XVII, cuando ya hacía casi un siglo que los moriscos habían sido expulsados de los reinos de Felipe IV. Apenas quince familias se documentan en 1699. En cambio sí se puede deducir su existencia como etapa intermedia, incluso medieval, de receso y atajo, como eje de comunicación en el eje Madrid-Valencia y la Mancha dada su estratégica situación para salvar la accidentada geografía del Cabriel lo que podría justificar razonablemente el origen mismo del topónimo. En cualquier caso hasta el siglo XVIII el predominio de las actividades pecuarias y forestales fue absoluto, sólo entonces comenzaría una tímida tala de carrascales y pinares para desencadenar un creciente proceso de roturación, que expandiría mayoritariamente los cultivos cerealícolas y después, en medida creciente, los de la vid y el almendro. Fruto de las reformas ilustradas de los primeros Borbones y de las políticas desamortizadoras liberales de principios del siglo XIX comenzaron a transformarse algunos bosques y dehesas de los bienes de los propios requenenses en campos particulares y aún entonces la proporción de la tierra cultivada respecto a la silvestre superaría el diez por ciento a favor de la primera. Y esto contando con la itinerancia de los cultivos dentro de up parcelario que necesitaría de amplios espacios de tiempo para la regeneración de los barbechos, donde los rebaños de ovejas y cabras tenían ocasión de pastar, sosteniendo un sector económico, el ganadero, con una fuerte implantación comarcal desde los tiempos. La política de privatización de los baldíos fomentó así la densificación del poblamiento rural mediante la incentivación de las colonizaciones, la creación de aldeas y la multiplicación de caseríos.

En 1849 Pascual Madoz en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico señalaba la gran extensión del término, la todavía escasa superficie cultivada, los menos de 1.500 habitantes (incluidas las aldeas) y la omnipresencia de la masa forestal en la que encontraba un medio ecológico apropiado cabras montesas, corzos y lobos, todo ello en el marco de una economía agrícola poco desarrollada, destinada fundamentalmente al autoconsumo y en la que sólo se transformaban localmente las cosechas para conseguir aguardiente y aceite. En consecuencia la fase nodular del desarrollo local estuvo relacionado con las circunstancias que generaron el despegué de toda la comarca Utiel-Requena. Las leyes españolas que garantizaban el libre comercio internacional y la difusión de la filoxera entre las viñas francesas multiplicaron el precio del vino fomentaron la proliferación de plantaciones y la atracción de población de la Mancha y de Murcia, que instalada en la comarca densificaron la red aldeana, e hicieron crecer las cosechas de forma imparable desde 1870. Después, con la I Guerra Mundial terminó por asegurarse la cada vez más indudable especialización de los cultivos en la región, alcanzando un desarrollo excepcional la viña, en relación con la fuerte demanda del mercado europeo y la neutralidad española en el conflicto. Por lo demás, las características geográficas de la región constituyeron un aliciente . La práctica unidad estratigráfica de los suelos (margosos, arcillosos y rojizos), una altitud idónea, el predominio de los llanos más o menos ondulantes en el relieve de buena, parte del término y un clima continental seco, fueron indispensables para posibilitar este desarrollo acelerado, que no obstante se habría iniciado en el último tercio del siglo XVIII.

En la civilización del consumo de nuestros días llama la atención la tendencia al autoabastecimiento doméstico de otras épocas, conservada en algunas prácticas, como las matanza del cerdo, ya casi olvidadas en los pueblos. En el pasado la escasa comercialización de la producción agraria determinaba la necesidad, de vivir de lo propio entre dos cosechas. Y esto cuando el ciclo estacional ha estado caracterizado siempre por un largo invierno, una primavera retrasada, un verano corto con grandes contrastes térmicos entre el día y la noche, y un otoño temprano abundante en precipitaciones. Los ingredientes fundamentales de nuestra gastronomía son la harina, el vino y la carne, y todavía se ritualiza con ellos la comensalidad para reproducir los vínculos de vecindad, de amistad o de parentesco en las fechas más señaladas del calendario festivo. En estas circunstancias resolver el problema de la administración anual del siempre insuficiente producto de las cosechas constituyó una meta difícil de salvar. Aún más, los años buenos obligaban al ahorro por la posibilidad de una próxima y temible carestía y, por tanto, seguía siendo imprescindible una planificación cuidadosa de los recursos para el consumo. Los caprichos atmosféricos y sus dramáticas consecuencias sobre el trabajo de todo un ciclo agrícola podían ser terribles en una época carente de seguridad económica y social, de los recursos asistenciales actuales. Pero tras la recolección no terminan los miedos: el simple almacenaje no era suficiente. Era necesario conservar los alimentos en el medio hostil que imponía el condicionamiento biológico de la naturaleza. Había que combatir a los hongos de la humedad, a los insectos y a los roedores, que amenazaban la conservación de las subsistencias. Es decir, todo coadyuvaba a engendrar un universo arcaico y protector en torno al espació doméstico, que pretendía proteger la hacienda y los recursos familiares. Todo un recelo por la supervivencia como norma sociológica.

Es ahí donde hay que situar los testimonios de la cultura troglodita. Cada hacienda familiar debía prever su subsistencia, debía excavar su almacén para atesorar los medios para sobrevivir. En proporción directa a la producción de cada hogar se construía una cueva, sin otros costos que el trabajo personal al gozar de unos suelos con condiciones idóneas, y en su interior se ubicaban tinajas de gran capacidad en. las que se guardaba el grano, el aceite o el vino semielaborado, preservando sus aptitudes para el consumo futuro o en el mejor de los casos para su comercialización en el momento adecuado, que exigiría su traslado a otros recipientes mediante tornos, grifos o bombas manuales para ser acarreados hasta el mercado. Los esfuerzos de la excavación serían doblemente aprovechados porque la tierra extraída del subsuelo serviría de material para levantar las paredes, del edificio que albergaría el sótano o las da corral próximo. El tapial constituye la técnica constructiva de las casas más antiguas, que utilizando una mezcla de tierra, grava, cal o yeso con agua forma una masa que convenientemente apisonada y encofrada en el interior de cajones de madera, sin fondo ni tapa, daba lugar a grandes cubos o bloques rectangulares, sobre los que se colocaban otro cajón na vez seco y consolidado el inferior.

Los recipientes cerámicos conservados en esas cuevas muestran distintas capacidad pero predominan, los de gran tamaño y en no pocos casos podrían dar cabida a varias personas en su interior. Es decir, las tinajas quedaron ubicadas para siempre en el lugar que les fue asignado en un principio y así lo demuestra que la puerta de acceso al recinto subterráneo tenga unas proporciones mucho menores que los recipientes. Todo estos, como no podía ser de otra manera están, realizados a torno y por tamo exigen para su factura, la utilización de una tecnología avanzada, de una fuerza motriz de suficiente potencia que permita el modelado, inhabilitando en consecuencia un posible origen medieval, al ser necesario al concurso de una gran fuerza hidráulica.

Precisamente su tamaño exige la existencia de cierto grado de desarrollo del maquinismo y permite establecer una primera datación. Además la reestabilización de la energía hidráulica con ingenios mecánicos en el siglo XVIII, la tecnología del vapor a finales del XIX, o la difusión de los primeros motores eléctricos a principios del XX, transformarían radicalmente los modos de producción y de conservación de las cosechas al mismo tiempo que permitirían profundizar en la especialización de los cultivos regionales. La formación de propiedades de extensión considerable con una producción relevante y el asociacionismo posterior de los pequeños agricultores supusieron la concentración de los procesos de transformación, conservación y comercialización de las cosechas. Los molinos o fábricas de harinas, las alcoholeras, las almazaras o las cooperativas vitivinícolas, capaces de financiar el concurso de las tecnologías que se desarrollaban de acuerdo con los tiempos, terminaron por hacer desaparecer las formas tradicionales de elaboración de los productos agrarios y también los métodos de conservación heredados. Desde entonces la tradición cavernícola se declaró obsoleta salvo para la gestión del consumo familiar, porque que la creciente vinculación de la agricultura regional con el mercado y la monetarización las economías domésticas, incluso las mas humildes, fueron haciendo anacrónico el uso de estas grandes neveras, absolutamente descartadas con electrificación de los hogares.

Si hubiera que establecer una cronología relativamente precisa para estas bodegas cavernícolas sin duda habría que señalar a los años finales del siglo XVII para las más antiguas, muy pocas. La mayoría serían construidas en el siglo XVIII cuando la comunidad vecinal y el suficiente patrimonio de algunos notables fue capaz de erigir una iglesia parroquial arquitectónicamente significada. En cualquier caso las más grandes podrían haber sido excavadas muy tarde, a principios del siglo XIX, cuando ya estaba garantizado un desarrollo tecnológico más que suficiente para fabricar esa cerámica a torno de proporciones desmesuradas. Es entonces cuando el núcleo de población adquirió rango administrativo e institucional, con un ayuntamiento propio y segregado definitivamente de Requena en torno a 1830, que avalaba la magnitud de las cosechas y la entidad del poblamiento. 

Estas prácticas trogloditas constituyen pues una evidente adaptación cultural al espacio, un resultada de la acción del hombre y de sus actividades económicas en el pasado, que hemos heredado y que deberíamos conservar de alguna manera. La autoalimentación y la garantía de conservación de los recursos constituyen el argumento básico que justifica la existencia de sótanos. En muchos casos resulta llamativo que amplias cuevas con grandes tinajas presenten tan sólo una pequeña recóndita abertura, que hace imposible la entrada o salida de la mayoría de las mismas. Es decir, tras la instalación los silos los accesos fueron tapiados una o varias veces para reducir conscientemente la accesibilidad, mientras que los productos como el grano, el vino o el aceite eran introducidos a través de huecos y mediante embudos o pequeños canales horadados en las paredes, que hacían discurrir los productos procedentes de la trilla, de la prensa o de la almazara desde el exterior del recinto hasta el interior de esas tinajas enterradas.

Además de los condicionantes socio-económicos referidos tampoco se deben olvidar los políticos. La visita a estas cuevas cuando se nos presentan más o menos intactas, como en Requena o Utiel, demuestra la dificultad de acceso humano, sólo modificado posteriormente, porque otro de los objetivos fundamentales de estas despensas era evitar la depredación. Tal como parece, lo que se pretendía era esconder las provisiones, dada la persistencia de unas circunstancias reales de inseguridad. El bandolerismo dieciochesco amparado en las sierras próximas, primero, las requisas de las tropas francesas en la Guerra de la Independencia después, y la prorrogada amenaza de las partidas carlistas finalmente, alargaron una situación de inestabilidad que hacía temer a las haciendas. En este sentido, resulta significativo el resurgir tardío de estas formas de subsistencia doméstica en épocas de precariedad no muy lejana, durante la Guerra Civil y la posguerra, cuando los imperativos de la autarquía, la obligatoria declaración de cosechas o los temores al maquis revitalizaron la antigua cultura cavernícola. Después la estabilidad, la regularización definitiva del orden público, permitiría la afloración a la superficie de estos silos y bodegas.

En conclusión, resulta significativo constatar la rapidez con que la transformación de los modos de producción conduce en pocas generaciones al abandono, al olvido y a la incomprensión de los testimonios del pasado. Creo que sería deseable si no fundamental la recuperación de alguna de estas cuevas domésticas como prueba consciente de respecto y de conservación de nuestra memoria colectiva, histórica por supuesto. 


Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro

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