MEMORIAS DE UN OCHENTÓN

ALGO SOBRE ALBÉITARES, MÉDICOS Y BOTICARIOS (I)

. © Feliciano Antonio Yeves Descalzo

Hacia los años de 1910 a 1920 vivía y ejercía en Venta del Moro como veterinario, que ya por entonces se llamaban así a los antiguos albéitares y mariscales de herrar, D. Heliodoro García Izcara. Era hermano del más famoso profesor de veterinaria de la Universidad de Madrid, D. Dalmacio García Izcara, de renombrada fama como catedrático de esta rama del saber y miembro de la Real Academia de Medicina. Provenían de la localidad conquense de Mira.

No sé cómo ni cuándo llegó aquí D. Heliodoro; el caso es que aquí se casó y tuvo varios hijos. La familia de su mujeres se les apodó, de siempre, los “Mariscales”, por lo que suponemos influiría en algo su toma de esposa, de apellido Ruiz, y de nombre Constantina; era la familia de oficio herrador y sanador de caballerías. Por algo se arrimó allí D. Heliodoro cuando llegó al pueblo con su flamante título veterinario.

Sin entrar en muchos detalles sobre familiares y vecindades, le diré que a D. Heliodoro le gustaba jugarse los cuartos, de vez en cuando, al juego del monte y la chirra, que es un juego de azar, y en el que en menos que canta un gallo quedas desplumado o te haces con la banca; más fácil lo primero que lo segundo. Una noche, cuando ya había perdido lo que llevaba (entonces no había otro café o casino que el del tío Santiago “Chicharras”) y encendido de coraje propuso al banquero de la partida que si se le admitía jugarse el gorrino, que ya gordo esperaba en la cachera su próximo sacrificio. El banquero, que no sé quién sería, pero sería de armas tomar (en el juego me refiero), aceptó la propuesta; y allí se jugó el cerdo nuestro veterinario, y allí lo perdió. Serían las doce o más de la noche cuando se retiró cariacontecido y pesaroso a su domicilio, donde esperaba su paciente y buena mujer, quien, nada más verla entrar, adivinó poco más o menos lo que ocurría. D. Heliodoro le tuvo que contar clara y llanamente el suceso, y le advirtió que a la mañana siguiente alguien vendría a casa para llevarse el cerdo.

Una furtiva lágrima apareció en los ojos de la “Mariscala” y, silenciosamente, como si no hubiese sucedido nada, fue a la cómoda de su habitación, y sacando de ella veinte duros de plata que tenía guardados como un tesoro (entonces veinte duros eran más que hoy 3.000 euros), los entregó a su marido y casi le ordenó con templada y altanera voz, que volviese al lugar del juego o partida y regresara con el gorrino rescatado o con los bolsillos vacíos de nuevo. Pero, que una cosa u otra, pues de lo contrario el matrimonio correría peligro de irse a pique. Y D. Heliodoro volvió al café de “Chicharras”, intervino de nuevo en la partida y... ganó su ya perdido gorrino. La suerte y la fortuna se le aparecieron en aquellos momentos, y también le sucedió a ello la natural alegría... Y el responso ultimativo de la tía “Mariscala”. El caso fue que D. Heliodoro jamás volvió a mirar, ni tocar, una carta durante el resto de su vida.

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro

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