MEMORIAS DE UN OCHENTÓN

Autor: Feliciano Antonio Yeves Descalzo (Cronista Oficial de Venta del Moro)

Con este capítulo, comenzamos un nuevo apartado de "El Lebrillo Cultural", donde se irá publicando de forma fraccionada las memorias sobre nuestro pueblo escritas en el año 2000 por el Cronista Oficial. Estas memorias son un repaso alegre, y a veces triste, a las anécdotas de las gentes de Venta del Moro.

LA TÍA CLAUDIA Y EL TÍO SERGIO

En algún lugar he hablado y comentado sobre las habilidades y maestrías del Tío Emilio Martínez "el Sergio" en el arte musical acordeonista. Sus padres se llamaban Sergio y Claudia. Del nombre de su padre le vino el apodo por el cual se le conoció en toda la comarca.

Empezó su enseñanza acordeonista siendo casi niño, y sus padres, vecinos y amigos, es decir todo el pueblo, mostraban su satisfacción y casi orgullo al contar y repetir su destreza en el manejo del instrumento de fuelle y viento.

El Tío Sergio era un trabajador campesino serio y austero. La Tía Claudia era algo más vehemente, soñadora, algo pesada y cansina, fantaseando con el seguro porvenir de su hijo. Por ello instaba a Emilio a que tocara el acordeón en tertulias diurnas y nocturnas, siempre numerosas y expectantes, para ver, oír y comentar aquella maravilla de manos sobre los teclados, especialmente la zurda en los contrapuntos y acompañamiento de las piezas musicales.

Y la tía Claudia, cierta noche, antes de la cena, insistía ante un vecindario que las gozaba con el casi diario espectáculo: - "¡Hijo mío, tócanos Los Claveles!...", -"¡Emilio, tócanos el Carro del Sol!...", -"¡Hijo mío, toca la del Soto del Parral!...". Al Tío Sergio se le subían las ganas de cenar al garganchón, se encrespaba interiormente con la pesadez de su mujer; y, viendo que se hacían las tantas y aquello no acababa, porque la Tía Claudia quería seguir ufanándose con las habilidades de Emilio, ya no pudo más, y con voz airada, encasquetó lo siguiente: -"¡Hijo mío, tócale el choto a tu madre...!".

Así y allí acabó aquella noche la tertulia y la música, entre chacotas, risas y alegres comentarios, que, por cierto, no disiparon ni apagaron las orgullosas satisfacciones y sucesivas peticiones a Emilio, por parte de la Tía Claudia, para que amenizara de vez en cuando las tertulias y reuniones; pero después de cenar, pues el Tío Sergio, cuando se enfadaba, también era de respetar.

Emilio "El Sergio" tuvo muchos admiradores en su dilatada vida de acordeonista, que a pesar de sus ciertas sapiencias, sólo le aportó algunas ayudejas para ir tirando. Tuvo muchos amigos desde su juventud hasta su vejez. Intervino en centenares de bailes en el pueblo y las aldeas, y poblaciones del contorno en funciones teatrales de aficionados, y colaboró con el saxofón y hasta con el bombo en la banda de música del pueblo. Sus más fervientes amigos y admiradores fueron: el Tío Ignacio "El Ollero" y D. Antonio Vento Galindo, fabricante de alcohol en nuestro pueblo, y de quien hemos de hablar en algún otro lugar con mayor extensión e interés.

ALGUNOS VECINOS PICOTEÑOS

Arriba de la Picota, en lo que hoy es carretera, y frente al cerrito del Calvario vivieron, como pudieron, algunas familias de cuyas vidas recuerdo algunas anécdotas: el viejo Tío "Patojo", el Tío Martín "El Correo", el pastor a quien llamaban de apodo el Tío Juan "Cuernos", y el Tío Tomás Barello, mejor, Tomás Gil.

Quiero significar que, al igual que cuando cuento algo de otros vecinos venturreños, no deseo sacar a colación trapos sucios ni barrabasadas destacando aspectos negativos; lo hago por el simple recuerdo de un anecdotario, que si no se recuerda caería en el total olvido, y diciendo previamente que fueron muchos más sus aspectos positivos y su honradez y laboriosidad. No obstante, como en toda persona humana, las circunstancias mandan más que la personalidad, y surgen casos y cosas, simples hitos en la vida que mueven a su comentario. Y, por ello, ahí van algunas cosas sobre nuestros dichos vecinos.

Del viejo Tío Patojo no recuerdo nada, pues murió quizás antes de que yo naciera; pero si recuerdo a su mujer la Tía Pequeñeta. Casi nadie sabía su nombre, pues de le llamaba la Tía Pequeñeta sin más apelativo, y que a veces encamaba a la buena mujer, quien en ocasiones y consciente de su escasa estatura (no llegaba ni al metro y medio) respondía a quien así le llamaba: -"¡Pequeñeta y lo que queráis, pero tengo también mis cosillas¡". Sus cosillas fueron el gineceo vivíparo de la numerosa estirpe patojil, entre los que se contaron, Vicente "el Enterrador", y Julio, aquel que en una junta sindical a comienzos de la Guerra Civil de 1936, llevado por su entusiasmo y ardor revolucionario, dijo que: "-¡A Fulano de tal (alguien de significada inclinación derechista) no se le debe matar; hay que asesinarlo!". La verdad es que ni Julio "El Patojo" ni su familia, como tampoco vecino alguno del pueblo, persiguió ni mató a nadie.

Desde un pueblo de Salamanca vino destinado a nuestro pueblo como cartero rural o correo (como antes de decía) un hombre serio, honrado y cumplidor a rajatabla de sus deberes, llamado Martín, con sus esposa, María, y sin hijos. No tuvieron descendencia. El Tío Martín era más bien pequeño de estatura, pero la Tía María era tan ancha como alta; debía pesar más de 150 kilos: era gordísima y andaba como una oca, balanceando vientre y trasero a causa de su extrema obesidad. Vivieron aquí unos 8 años, hasta comienzos de 1936, en que fue destinado el Tío Martín a su provincia de origen.

El Tío Martín era más bueno que el pan, y, a veces, más infeliz que una mata de habas. Todos los días tenía que ir a recoger el correo al cruce de la carretera de Madrid, cerca de Caudete. Primero iba a pie, pero después se compró una de las primeras bicicletas que hubo por aquí, y en la que, después de más de medio año de aprendizaje, apenas lograba sostenerse y hacerla caminar. Al fin aprendió su manejo, pero el momento inicial de subir en ella y ponerla en marcha, no llegó a dominarlo. Así, pues, todas las mañanas al ponerse en marcha, se horcajaba en la máquina mientras la Tía María la sostenía, y con un empujón de la gorda matrona...¡a caminar! Lo que no sabemos es lo que haría, y cómo se las gobernaba el Tío Martín cuando se cayera de la bicicleta o en el momento de iniciar su regreso...El caso es que él iba y venía todos los días en cumplimiento de su servicio.

Cuando las vecinas veían a la Tía María volver desde la carretera a su casa desde la Casilla del Peón, donde tenía efecto la partida bicicletera todos los días, le solían preguntar: -"¿De dónde viene, Tía María?". Y ella, invariablemente contestaba: -"¡De arreársela a Martín!". Lo que producía, naturalmente, alguna risotada maliciosa.

Para darse cuenta y calibrar la bondad del Tío Martín, vaya el ejemplo siguiente: jugaban al tute subastado los domingos en el Café de Collado, el Tío Martín (que era novato en el pueblo y en el juego), el Tío Adolfo "El Zorro", Eduardo "El Largo" y algún otro compañero. En cierta ocasión, se quedó el Tío Martín con la subasta de una mano o una partida del juego, y seguidamente nombró oros como muestra o triunfos. Empezó la jugada echando sobre el tapete el as de oros; y, ante su sorpresa, el Tío Adolfo "El Zorra", que era casi más listo que el hambre y hasta un poco picaruelo, dijo: -"¡Fallo!", y con otra carta le falló el as de oros, que como hemos dicho eran triunfos. -"¡En mi vida he visto cosa igual!" dijo el Tío Martín. -"¡Pues aún verá otras cosas más gordas en este pueblo!" replicó el Tío Zorra... Claro está que aquello se dilucidó enseguida a favor del Tío Martín, quien ya daba la partida por perdida, diciéndole entre risas que aquello había sido una broma. Pero el Tío Martín quedó un poco orijitieso para siempre; y eso que lo que se ventilaba de monetario era una perrilla, o sea 5 céntimos de peseta.

Fue un buen y gran hombre el Tío Martín; como también lo fueron siempre sus compañeros de partida... Pero fue una broma que no le gustó mucho al buenazo del Tío Martín "el Correo", ni a la buenaza Tía María, su esposa, cuando se enteró del caso.

ALGO SOBRE SANTIAGO HERNÁNDEZ "CUELGUES"

En algún otro lugar he hablado sobre este curioso personaje, sobre sus dichos, hechos y chascarrillos, que se inventaba sobre la marcha y en cualquier ocasión propicia. Pero se nos quedaron en el tintero algunas cosas, que ahora trato de resucitar.

En cierta ocasión mi Tía Nemesia, viuda de mi tío Emilio Yeves, que vivía en Valencia con una hija soltera, Cándida, le encargó a Santiago "Cuelgues" viera si podía hacerle un water en una pequeña casa que tenía en la Picota, en Venta del Moro, al lado del antiguo estanco de "los Pedrón". Y ello para su uso cuando, en los veranos, venían a pasar aquí algunos días de descanso y vacación.

Revisó Santiago la casa de arriba a abajo, y opinó que no había en ella otro lugar apropiado para tal finalidad, que debajo de la escalera que daba a las habitaciones superiores. Pero tan angosto y corto resultaba el espacio y lugar dicho, que la instalación se hacía casi imposible, pues había que colocar la taza en el rincón, estando la puertecilla a menos de medio metro. Después de hacer probatinas en las más fáciles y difíciles posiciones, sin poder aumentar las estrecheces, creyó Santiago haber dado con la solución... Y, ante los asombrados ojos de mi tía y entre sus naturales esparajismos, explicó que, como necesariamente habrían de sentarse para hacer sus necesidades, la puerta a colocar debería levantarse de cintura para arriba y ofrecer un vano o trampilla articulada por abajo, ya que, si no era así, no cabría una sentada una persona al water. Ni que decir tiene que aquella solución cayó como simple broma, y sin escándalo alguno, pero entre risas y nuevos esparajismos de mi tía Nemesia, Santiago tuvo que admitir que aquello era imposible e indecente, porque "¿cómo iban a mear y cagar las mujeres, enseñando las piernas, si no algo más arriba, por debajo de la puerta, y casi sufriendo un empaderamiento por la parte de arriba?".

En otra célebre ocasión, en los años del hambre de la posguerra, cuando danzaba el estraperlo y solamente se podía moler el trigo en la fábrica del Tío Julio Pérez "El Molinero", yendo provisto de la correspondiente documentación o guía, refrendada por el Servicio Nacional del Trigo, el Tío Santiago "Cuelgues" percanzó medio saquillo de trigo, producto de haber espigado unos rastrojos su mujer, "la Marceliana", y rápidamente quiso conseguir la harina que le correspondía por su molienda. Así, cargado con su talego, se presentó en la fábrica, y avistando al Tío Julio, dejó en el suelo su carga para que fuera canjeada por harina. Pero no contaba Santiago con que, en aquella ocasión, estaba presenciando su porte y descarga el Delegado del Trigo, quien solía visitar de vez en cuando, en inspección, la fábrica. Y precisamente aquel día tocó girar su inspectora revista.

Se acercó el Delegado a nuestro buen Santiago, y a bocajarro le preguntó : -"¿Trae usted la guía?"... Vencido el primer susto y asombro, y con un aplomo que la necesidad y la gazuza le sugirieron, le espetó al Delegado: -"¿Qué guía?... ¡A ver si usted se cree que soy una mata de bajocas!" (en referencia al tallo principal que se deja en la mata de bajocas para dirigir el crecimiento entre las cañas de las bajocas).

Aquella salida movió a risa al Tío Julio, que presenciaba el caso, y hasta el propio inspector. Y no hubo nada de sanción. Primeramente porque Santiago no pudo pagarla, y en segundo lugar porque el Tío Julio se hizo responsable. El caso fue que Santiago se fue a su casa con la harina correspondiente, donde ya le esperaban su mujer y sus hijos para hacer una torta y cocerla bajo el rescoldo de la lumbre. Y es que el hambre apremiaba por entonces. Por cierto, que el Tío Cuelgues decía por entonces que el comía mejor que el Tío Julio "el Molinero", pues en lugar de comer con pan, se metía la mano en el bolsillo para comer con plátano.

LA TÍA SECA

Al lado de la casa del Tío Tumores, vivió hasta muy adentrado nuestro siglo XX, posiblemente hasta los años 30, una mujer viuda y anciana, sin hijos, que se llamaba la tía María Antonio "la Seca". Esta buena mujer tuvo una peregrina idea que a los muchachos de entonces nos ponía los pelos de punta. Ni más ni menos se le ocurrió encargar al Tío Julio Pérez Fernández "Bernache", que era un carpintero, un ataúd, ya forrado y dispuesto convenientemente, y que la Tía Seca colocó bajo su cama. Allí estuvo el féretro durante más de veinte años en espera de la muerte de la pobre anciana. Y la curiosidad infantil corría de boca en boca y, de vez en cuando, la chiquillería quería ver aquello con sus propios ojos. Y era y fue verdad. Unos 20 años antes de morirse, ya se procuró, para no molestar a nadie, su propio ataúd. Y en él se fue al otro mundo.

EL TÍO SIMÓN EL ENTERRADOR

El gran cantante de anteguerra, Angelillo, cantaba "La hija de Juan Simón". "Era Simón en el pueblo el único enterrador...". Pues aquí, en Venta del Moro, también era Simón, el único enterrador, pues sepulturero jamás se dijo por aquí.

Vivía con su mujer, y sin hijos, ya un poco pachucho y viejo, en la calle de Gracia, que sube desde la posada de Sales hasta la plaza que hoy se llama de Blasco Ibáñez, a lado de Rigoberto Moya "Chichón".

Estaba enfermo y el médico, D. Antonio Haba, le recetaba una purga de sal (sal de la higuera o sulfato de magnesio) entonces purgante corriente, junto al agua de Carabaña y aceite de ricino (todo esto hoy en desuso). Estaba un poco sordo también el Tío Simón, y entendió que le recetaban "carne asá" en vez de purga de sal. Ni que decir tiene que el tío Simón, casi de repente se puso bueno al oír aquello de "carne asá".

Por cierto, era muy buen hombre y servicial. La imagen de la Virgen Milagrosa, que corría por turno de casa en casa, se libró del incendio del 36 porque, por encargo de mi abuela Clotilde, la enterró en el cementerio, y terminada la guerra, la desenterró y la entregó a la parroquia.

EL CHATO EXTREMO IZQUIERDA

No fue el Chato de Colache, ni el Chato de Jesús, ni el Chato de la Tía Chata. Éste era otro Chato, Rafael López "el Chato" del Tío Chasquitos, que empezó a jugar al fútbol cuando apenas tenía doce años, formando parte del equipo juvenil, y después pasó ya a jugar con el Venta del Moro F.C. en sus buenos tiempos.

Rafael "el Chato", aunque era defensa nato, al principio, de muchacho, le gustaba ser extremo izquierda. Corría mucho y seguía la banda con el balón (según tiempos y casos) hasta centrarlo con evidente maestría.

Por entonces, y sobre todos los equipos formados por muchachos, que se divertían jugando contra los de Jaraguas, los de las Casas de Moya, los de Casas de Pradas, y hasta en las Casas del Rey, carecían de uniformidad. Es decir, salían o salíamos a jugar en calzoncillos y camisa o camiseta propia, y con alpargatas, de aquellas llamadas botas, que a veces tenían que recoser nuestras madres por la puntera para remendar agujeros y para fortalecer la pegada de punta, y el balón nos lo pagábamos a escote.

Una tarde, no sé si de domingo o en las fiestas de Jaraguas allí se presentó el equipo juvenil en que formaba "el Chato" como extremo izquierda. Hay que decir de antemano que nuestro amigo y personaje era conocido en el pueblo y aldeas, por sus bromas y dichos, y también por su apodo de Chato.

Y aquella tarde, Rafael quiso demostrar su rapidez y buen juego, en el campo que los jaragüeños habilitaron en el paraje de las Salinas o Salobreja. La asistencia o concurrencia de muchachos y mayores, y de toda la muchachada y juventud femenina de Jaraguas, era casi completa, pues se trataba de cierta rivalidad existente entre pueblo y aldeas, y además porque entonces era el fútbol empezaba a hacer furor de afición en todas partes.

Y empezó el partido, ambos vestidos a su capricho y aire, como cada uno quiso o pudo. "El Chato", con su camisa blanca y sus calzoncillos cortos, por supuesto también blancos y bien lavados, pues en ello se jugaba uno su limpieza y aseo y también los de su propia madre. El partido se las prometía divertido y combativo, aunque sin malas intenciones de zancadillas ni traiciones. "El Chato" era como una liebre por la banda izquierda; y en una de sus escapadas, "El Chato" no advirtió que por la bragueta de los calzoncillos iba asomando "la picha"... Las muchachas, enardecidas, sorprendidas, riendo y a voz en grito, decían: -"¡El Chato,...el Chato,...el Chato!". Y Rafael, creyendo que aquello era un aplauso general a su actuación, corría y volaba recorriendo su banda, sin darse cuenta de que las aclamaciones obedecían a sus enseñanzas braguetiles... Por fin cayó en la cuenta, y "el Chato" sin mosquearse, se rió lo que quiso y mucho más, cuando el caso se contaba por el pueblo.

EL TÍO QUILIBIOS Y SU PINO

El Tío Quilibios era un buen hombre de pocas tierras y de mucho corazón. Casi no recuerdo su verdadero nombre, Francisco Soriano, ya que los apodos casi siempre marcaban o imperaban, de manera que casi se perdía el propio del bautismo y el del registro civil. Sé que era primo del Tío Pelao, y ambos tenían una era por la Barraca del Peón, donde hoy se han construido grupos de viviendas, por cierto, muy bonitas. Tenían unos cuantos chirrichales por la Cuesta del Nene, el Corralillo o la Cuesta de la Fuente, y el famoso cerro del también famoso pino que da nombre al paraje.

El Tío Quilibios (su madre le puso el mote que significaba "Equilibrios") tenía un cuello largo con sobresaliente nuez. La largura o largaria del cuello, decían sus padres (que yo ya no conocí) que le venía de cuando era pequeñín; pues por lo que se cuenta, tenía hambre canina a todas horas, y cuando su madre se procuraba algo de grasa y harina de araza (maíz), hacía torta que por aquí siempre hemos llamado "mincho". El chiquitín empezó a hablar sus primeras palabras, y cuando veía la torta encima de la mesa, alargaba el cuello todo lo que podía, y parloteaba "min...in..cho..." y así se le fue formando la parte del collerón o collar.

Cuando era ya viejo, blasonaba de su pino, y lo cuidaba y guardaba como si fuera un símbolo del pueblo, en la atalaya visual y panorámica más propicia para contemplar nuestro enladerado pueblo. Y en verdad, sigue siendo para muchos un símbolo de venturreñismo.

EL TÍO CANTARES

Vivía en una casucha, a la salida del pueblo hacia Casas de Pradas, el tío Cantares (su nombre verdadero nadie lo conoció a no ser en el padrón municipal) con su mujer y dos mocitrancos. En realidad se llamaba Pedro Talavera.

Posiblemente vino de cualquier lugar de La Mancha cuando los trabajos del ferrocarril. Era burrero; es decir, recuero o conductor de las recuas de burros o burras cargadas de piedra machacada, para afirmar caminos por la Derrubiada hacia los vericuetos por donde iba a pasar la vía del ferrocarril Utiel-Baeza, y se auxiliaba del mozo mayor, Agustín (que no sé porque razón se le llamaba en el pueblo Agustín "Claret") para sus faenas; mientras, el otro zanguango, cuyo nombre no recuerdo, ayudaba a su madre en las faenas de la casa, sobre todo traer agua de la fuente con una burra cargada de cuatro cántaros en las aguaderas, y además procuraba hierba para alimentar a la burra, segándola de todos los ribazos de los Huertos y del Prado. De los demás burros de la recua, ya se encargaban el tío Cantares y Agustín.

El lenguaje del Tío Cantares no era muy ortodoxo que digamos, y en alguna ocasión se le oyó algo así como: -"¡Agustín, echa el borrucho al casquijar, y dile dimpués al guacho que arrecoja al guarín que s’ascapao dende la cachera al moñiguero. Luego traite una vencejá de camuñas para encandilar la lumbre. Y dile al guacho que no se vaya a pedriar perros, pos de un garbilotazo le seco el celebro...! ¡Hala, calzorras, que vas a perder el atarre un día de estos en los garranchos de los albercoqueros!".

El Tío Cantares enfermó un día, de cuidado, y hubo que llamar al médico, quien a regañadientes fue a visitarlo. Y digo a regañadientes por la sencilla razón de que el Tío Cantares ni su familia quisieron igualarse, o pagar la iguala con ningún médico (era una especie de contrato verbal para pagar una cuota anual al médico por sus servicios). Fue el médico, y tras un reconocimiento total -para lo que por entonces podía hacer la clase médica- dictaminó que la cosa ya no tenía remedio, es decir, que se moriría a no tardar mucho.

La mujer del Tío Cantares le dijo o preguntó al doctor -que era D. Tomás Garrido- si le podría dar al enfermo lo que pidiera, pues parece ser que el Tío Cantares le pidió horas antes un plato de potaje; y el médico dijo que le diera lo que quisiera o pidiera, sin ningún inconveniente. ¿Para qué negarle sus últimos caprichos al moribundo

Y la buena mujer le preparó aquel mediodía un buen plato de potaje al Tío Cantares... Y pasaron horas, días y semanas, sin más medicina que un plato de potaje diario. Y llegaron a pasar meses...y algún año, y el Tío Cantares se curó. Aquello fue la panacea particular. Y es que los designios de Dios son inescrutables. Pues, que yo recuerde, en algún caso más sucedió algo parecido. Por ejemplo, un tío de mi esposa, también enfermó de cuidado, se encaprichó de unas morcillas asadas, recién hechas en la matanza, y aquello fue "como la mano de un santo". Se curó y al día siguiente se fue a cazar con el perdigote. Parece mentira, pero hasta la morcillesca vianda -a pesar de grasosa y natural confección- puede hacer algún milagrillo que otro.

La familia del Tío Cantares desapareció de Venta del Moro un día, quizás a comienzos de la guerra civil del 36, pues hubo un venturreño que aseguraba haber visto por Utiel a Agustín "Claret" con un pistolucho enorme por aquellas calles, como miliciano francotirador campando por sus respetos, sin sujeción a Comités ni autoridad alguna.

Asociación Cultural Amigos de Venta del Moro

Lebrillo 19